Primero la historia del cine y, más tarde, la de la televisión, no han dejado de regalarnos excelentes muestras de lo que se dio en llamar el "macho latino" o
latin beefcake (como vino en denominarse en la América del Norte, región ducha en el difícil arte del
naming) desde sus mismos inicios hasta nuestros propios días. Durante varias décadas, estos ejemplares rebosantes de masculinidad justificaban su mera presencia a través de la etnología (es decir, interpretando personajes de
indios de cualquier latitud, incluso algunas nunca aparecidas en un mapa) y justificando también por esa misma cualidad su todavía recatada desnudez. Fueron dos señores de las hoy en día oxidadas características eróticas de Ramón Novarro y Rodolfo Valentino los primeros que destaparon su anatomía en la gran pantalla aunque, eso sí, bajo tan espesas capas de maquillaje -incluyendo poco delicadas sombras de ojos y oscuros
rouge à lèvres- que sus rostros han quedado actualmente relegados al placer oculto de los fetichistas de la cosmética. Si fueron, así pues, respectivamente el mexicano y el italiano emigrados a la Meca del Cine en los albores de la expresión fílmica los primeros mitos latinos que sentaron cátedra, la recién inaugurada tradición siguió su curso con una segunda hornada ya plenamente inscrita en el sonoro con nombres como César Romero o Anthony Quinn, aunque la férrea censura que los últimos estertores del infame
Hays Code imponía a las producciones cinematográficas impidió que, en la mayoría de las ocasiones, el público pudiera solazarse con la exhibición de sus varoniles anatomías durante los años treinta y buena parte de los cuarenta, justo cuando una tercera andanada de bronceados muchachos comenzaba a cruzar el Río Grande para protagonizar coloreadas superproducciones -habitualmente, para la Metro Goldwyn Mayer- bajo
exóticos nombres como los de Fernando Lamas o Ricardo Montalbán. Es durante estos fecundos años cincuenta cuando las camisas desaparecen y los
shorts se reducen a la mínima expresión para mostrar velludos y trabajados abdómenes latinos sostenidos por fuertes y morenas piernas a las que tenían que enfrentarse señoronas del tronío de Lana Turner o Arlene Dahl y ninfas de la danza -más o menos seca, más o menos húmeda- como Cyd Charisse o Esther Williams. Estos caballeros importados en su mayoría del cine mexicano tuvieron que competir abierta y duramente por el fervor de las plateas con actores de la planta de Rock Hudson o Charlton Heston, representantes de la virilidad caucásica en el Hollywood de los
fifties. Pese a esta competencia interracial establecida en el núcleo duro de la testosterona del
show business, en el corazón -y otros órganos, obviamente- del gran público americano siempre hubo y siempre habrá un lugar para el adonis
moreno de turno, lo que ha permitido renovar constantemente esta tradición sostenida por el antiguo y discutible mito de la inagotable capacidad amatoria y la generosa dotación física del hombre latino.
Fue en el contexto de los primeros años sesenta cuando apareció en el cine mexicano uno de los mayores símbolos de la masculinidad latina de todos los tiempos, muy alejado, eso sí, de la imagen ofrecida por otros clásicos machos
aztecas como Jorge Negrete o Pedro Infante -ambos, además, ilustres figuras canoras de primer orden- cuyo tremendo éxito en décadas pretéritas podía justificarse por el atractivo -hoy en día indiscutiblemente
vintage- de sus mostachudos rostros y por el perfecto ajuste en la confección de sus trajes charros. No, Jorge Rivero iba mucho más allá y significó la modernización del mito
latin beefcake primero en su país de origen y, después, en Estados Unidos y Europa, a donde le llevaron en volandas una vez estrenadas allí algunas de sus películas en las que no perdía el tiempo a la hora de mostrar generosamente su impactante anatomía con el beneplácito de productores y directores, que veían en él uno de los ingredientes imprescindibles para revalorizar subproductos que, sin su concurso, habrían pasado sin pena ni gloria por las salas de exhibición. Así pues, Rivero se convirtió en el objecto de deseo de millones de mujeres en todo el mundo, ascendiendo con gran facilidad al pináculo más alto de la belleza masculina en los años sesenta y setenta con la ayuda, eso sí, del colectivo gay, que hizo de él uno de sus iconos favoritos y al que, sin duda alguna, debe agradecer la mitomanía que actualmente se mantiene alrededor de su figura cinematográfica.
Nacido Jorge Pous Ribé -su ascendencia catalana es innegable- en Ciudad de México en 1938, practicó durante su juventud el culturismo con especial dedicación y esmero, lo que le procuró una magnífica apariencia física atenida al ideal clásico y alejada de las grotescas masas de músculos que estaba poniendo de moda el género del
peplum al iniciarse la década de los sesenta. Mientras tanto, Rivero terminó sus estudios de Ingeniería Química, aunque ejerció su profesión durante muy poco tiempo al ser descubierto por el cine de su país que le ofreció immediatamente papeles acorde con su simpar apostura, a la que se sumaba la belleza de sus rasgos faciales, de ojos oscuros y nariz solo insinuadamente aguileña. Su debut en la gran pantalla tuvo lugar en la cinta de 1964 "El Emmascarado de Oro contra el asesino invisible", película que ya le situó en la retina del público en personajes de acción con los que el actor podía lucir su estampa, ya fuera embutido en las estrechas mallas de un boxeador ("Los endemoniados del ring") como en la piel de un agente secreto de clara inspiración
bondista ("Santo en El tesoro de Moctezuma"). Por supuesto, la industria mexicana del cine no iba a dejar pasar la oportunidad de colar a semejante alhaja en melodramas de intensidad variable ("Arrullo de Dios") o en comedietas fácilmente olvidables ("Cómo pescar marido"), por lo general junto a estrellitas de la constelación fílmica mexicana como Hilda Aguirre o Tere Velázquez.
Sin embargo, el auténtico despegue de Jorge Rivero se produjo después de protagonizar uno de los mayores desatinos del cine de todos los tiempos como resultó ser la visión de Miguel Zacarías acerca de la vida de nuestros primeros padres en un curioso pastiche llamado "El pecado de Adán y Eva", soporífera cinta que incorpora, eso sí, impagables momentos del más glorioso
kistch, con enormes flores y setas de
atrezzo que salpican la verde pradera que se supone es el Edén y la presencia de retozones animalitos dignos del Disney más académico triscando alrededor de los protagonistas. El secreto de que esta película pueda ser, hoy en día, revisionable en formato DVD y no se haya licuado en la neblina de los tiempos se encuentra, justamente, en la presencia de Jorge Rivero como un Adán de película
X que se pasea completamente desnudo por semejante
background, mostrando generosamente cada centímetro de su cuerpo -a excepción, claro está, de sus genitales- y obsequiando a los mortales con generosos planos de sus impresionantes posaderas. Todo ello, mientras el pobre merodea cabizbajo enfurruñado con el Creador porque a él -a diferencia del zoológico
naif que le rodea- no le ha hecho entrega de una compañera. Finalmente, la compañía anhelada llega en forma de una Eva nórdica interpretada por Candy Wilson (acreditada aquí como Candy Cave), pseudoactriz de difícil recuerdo para la que resultó ser su primera y última aparición en la pantalla. Semejante desacato contaba, para acabar de arreglarlo, con efectos especiales que convertían los de Georges Méliès en tecnología digital, con espadas de cartón y baratos efectos lumínicos para simular la expulsión del paraíso, y con un Dios de voz de ultratumba más propio como
host de una serie de relatos de terror que como el anciano decepcionado que maldice la criatura -que suponía perfecta- que él mismo creó.
La restringida difusión de la película no fue obstáculo para que el físico de Rivero llamara la atención de Hollywood, donde le reclamaron para aparecer en dos recordados westerns: "Soldado Azul" y "Río Lobo", dirigidos respectivamente en 1970 por Ralph Nelson y Howard Hawks y en donde trabajó junto a nombres de la talla de Candice Bergen o John Wayne. En cualquier caso, la carrera norteamericana de Jorge Rivero no fue mucho más allá de interpretar los tópicos jefes
piel roja, regresando a su México natal para realizar, a lo largo de los años, puntuales incursiones en el cine y la televisión
gringa, apareciendo en 1976 como estrella invitada en un episodio de la popular serie "Columbo" y, más tarde, en "Scarecrow and Mrs. King" y "Centennial". Más interesante resultó, desde luego, su participación en "El sacerdote del amor" (1981),
biopic británico del escritor inglés D. H. Lawrence dirigido por Christopher Miles donde se codeó con Ian McKellen, Janet Suzman y la mismísima Ava Gardner. Justo antes de aparecer en esta excelente cinta, Rivero protagonizó en México una coproducción con España titulada "El profesor erótico",
serie Z que explotaba descaradamente el lado más sexual del actor mostrándole en profusión de escenas de cama y ducha junto a despechugadas
starlettes con las que compartía diálogos que rozaban el ridículo. Junto a él, aparecían en el cartel grandes figuras del cine español como José Luís López Vázquez, Alfredo Landa, Rafaela Aparicio o Antonio Ferrandis, a los que -a buen seguro- no les agradaba recordar su aparición en esta lamentable muestra de celuloide desperdiciado.
La década de los setenta estuvo marcada -además de por su promiscuidad en el mundo de la fotonovela, entonces todavía en pleno apogeo- por su aparición en el
centerfold de la revista
Playgirl, esta vez tal como su madre lo echó al mundo. Este número -hoy en día, raro material de coleccionista- abrió la puerta al desnudo integral de toda una generación de
latin beefcake que se asomaron a las páginas de tan histórica publicación para probar mejor suerte mostrando abiertamente sus dones más preciados y dando, así, lugar a un nuevo y potente resurgimiento del arquetipo del macho latino. No fue esta la única vez que Rivero destapó sus partes pudendas, siendo especialmente recordada una
nude session fotografiada en un ambiente marinero de barcas de pesca y equipos de submarinismo que incorpora para el elemento homosexual una divertida segunda lectura, al aparecer junto a otros hombres mostrando sus cuerpos al sol e, incluso, con la presencia de tiernos efebos. De este período viene su tradicional rivalidad con el actor Andrés García, otro ejemplar de
real hunk mexicano que, sin embargo, nunca gozó del prestigio de Rivero quien -después de trabajar en Hollywood a las órdenes de Hawks- podía permitirse el lujo de rechazar papeles en desmadrados
culebrones televisivos. Una vez coincidieron ambos caballeros en la gran pantalla, en la película de 1980 "Las tentadoras", aunque por absurdos motivos de exacerbado divismo profesional no compartieron ni una sola escena, lo que mermó considerablemente el previsible éxito del producto y privó al público de un duelo singular que, por lo erotizante, hubiese merecido figurar en las antologías del género.
El último trabajo de Jorge Rivero (por lo menos, hasta el momento) tuvo lugar en 2001, después de uma década de los noventa en la que apareció a buen ritmo en toda clase de producciones, habitualmente en el género de acción. A sus actuales 72 años, Rivero mantiene espectacularmente el tipo aunque, eso sí, habiendo cambiado su negro cabello por una mata de plateadas canas, mientras presta su imagen para comerciales y apareciendo como relleno en
talk shows de la televisión mexicana. Sus limitadas capacidades como actor no le han impedido, por supuesto, su acceso al Olimpo de los físicos más hermosos que jamás se han asomado a una pantalla de cine, desde donde seguirá mostrando sus incuestionables encantos, por lo menos, mientras siga viva una sola de las
carrozonas que le siguen idolatrando en todo el mundo.