Hace pocos días leí un interesante comentario acerca de los políticos (nacionales e internacionales) que tienen adscrita a su nombre una vía pública. En concreto, se hacía hincapié en la avenida del General Perón, en Madrid, cerca del paseo de la Castellana. Casualmente, en un exclusivo bloque de apartamentos cerca de la plaza de la República Argentina (avenida del Doctor Arce, 11) coincidieron como vecinos durante algún tiempo el propio Perón -afincado en España y gozando de la protección de Franco- y la actriz Ava Gardner, huída de Hollywood y residente en Madrid desde mediados los años cincuenta.
Sonadas fueron las broncas habidas entre tan inusuales vecinos. Miss Gardner -a menudo, ayudada por el valor que dan unos cuantos cócteles- se asomaba a su balcón gritando improperios de generoso calado al argentino que habitaba en el piso de abajo, el cual, usando su línea directa con El Pardo, enviaba a casa de la norteamericana a la Guardia Civil para impedir que esta siguiera con su retahíla de exclamaciones.
Esta anécdota me sirve para situar a estos dos personajes exactamente donde quiero tenerlos. Por un lado, un ex-mandatario sudamericano repleto de luces y sombras viudo de una señora que vestía abrigos de visón en pleno mes de agosto (¡en España!) y, por el otro, una actriz de la industria cinematográfica estadounidense con tendencia a ingerir demasiado alcohol y con poco interés por su carrera profesional. A primera vista, ni el uno ni la otra merecerían que el municipio de Madrid les honrara con una vía pública que les mantuviera perennemente en la memoria colectiva. ¿Qué puede, entonces, inclinar la balanza a favor de la más famosa nativa de Carolina del Norte?
Cuando Ava Gardner llegó a España, se encontró con un país de pandereta cuyos habitantes intentaban calentar los duros inviernos con copazos de Anís del Mono, que se alimentaban de tortilla de patata y que se encontraban sufriendo una cruel dictadura caracterizada por la represión más absoluta en todo lo tocante al sexo y al erotismo. De repente, la aparición de esta mujer cambió las normas establecidas. Una divorciada no católica que vivía sola, salía de noche, bebía, fumaba y "hablaba a los hombres de tú" levantó ampollas entre la mojigata y reaccionaria sociedad madrileña que servía de colchón para la corte de Franco y su esposa, Carmen Polo. Sin embargo, el españolito de a pie convirtió en motivo de morboso comentario en los mentideros de la Villa y Corte todo lo que la actriz hacía o decía. Sus juergas nocturnas, sus tientas toreras, sus constantes descaros con el Régimen, y su -generalmente, exagerada por la prensa- afición al tabaco, al alcohol y a los hombres, dejaban boquiabierta a la España cañí de la época. Incluso el NODO, órgano oficial de propaganda gubernamental, recogía asiduamente las idas y venidas diurnas y nocturnas de tan singular personaje.
El Madrid de hoy no sería el mismo sin Ava Gardner. En su anecdotario sentimental, aparecen constantemente referencias hacia esta mujer, e incluso podemos recorrer la ruta de sus locales y lugares favoritos, un peregrinaje no recogido en las guías turísticas de la ciudad pero pregonado por plumas literarias y periodísticas de la mayor brillantez. Una mujer cuyo mayor mérito (como apuntó certeramente Antonio Gasset con motivo de la muerte de la actriz) fue el de escoger libremente en la vida. Atreverse a vivir así, en una tierra sin libertades, tuvo, indiscutiblemente, mucho mérito.
Señor Gallardón, señores concejales: para el próximo pleno del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid, incluyan una propuesta para honrar la memoria de esta madrileña de adopción con una calle, aunque sea pequeñita, una de esas callejas estrechas llenas de tascas a las que ella ayudó a promocionar universalmente. Ténganlo en cuenta, por favor.