sábado, 4 de abril de 2009

"Frankenstein"... ¿quién es el verdadero monstruo?

Entre las producciones del cine de terror que cimentaron la fama de la Universal Pictures durante los años treinta y buena parte de los cuarenta destacan, por méritos propios, "Drácula" y "Frankenstein", dirigidas en 1931 por, respectivamente, Tod Browning y James Whale. Sin resultar, en ninguno de ambos casos, las mejores y más originales de la prolífica factoría de horrores de la industria de Hollywood, sí son las más representativas de una època y de un subgénero que continúa fascinando a una legión de cinéfilos en todo el mundo. Pero, mientras que el producto creativo de Bram Stoker -interpretado, tradicionalmente, por un Bela Lugosi harto de repetir el personaje en los escenarios teatrales- no consigue transmitir al espectador emociones más allá de cierto escalofrío que se origina en su voracidad para absorber nuestras reservas de hemoglobina, el Monstruo creado por Mary Wollstonecraft Godwin, la delicada esposa del poeta inglés del siglo XIX Percy Shelley, remueve las entrañas del público con su sentimiento de amor-odio hacia su creador, su voluntad de autodestrucción y su nítida percepcion de saberse un proscrito sin tener ninguna culpa de ello.
Uno de los dos artífices del mito cinematográfico que es "Frankenstein" fue el realizador James Whale, uno de los directores menos comprometidos y de carrera más irregular de la historia del cine americano y poseedor de un concepto del horror más próximo a la belleza perteneciente a la literatura romántica agazapada en la novela original que a los modernos parámetros del arte fílmico. No quiere esto decir que Whale no hubiese sido un excelente director, que lo fue, sino que además atesoraba en su interior un exacerbado sentimiento de dolor y rabia por las especiales y difíciles circunstancias que se habían dado a lo largo de su existencia y que le convirtieron en un poeta herido que expresaba desde una gran plástica imágenes y sonidos en el marco de una atmósfera excepcional contrastadamente fotografiada en blanco y negro.
La otra pieza fundamental en la construcción de este referente cultural es la interpretación que Boris Karloff realiza del personaje del Monstruo, uno de los trabajos actorales más importantes de este maestro que acostumbraba a destilar una sutil comicidad en sus papeles y que buena parte de la audiencia, lamentablemente, no llegó nunca a percibir, siendo solo explotada, muchos años más tarde, de modo descarado por realizadores de la talla de Corman o Bogdanovich.
Aquí, Karloff cambia su recurrente sorna subterránea con la finalidad de convertirse en la máscara del dolor, en un personaje humillado y despreciado destinado, desde el mismo momento de su nacimiento, a un final prematuro y violento en la tradición barroca y cargada de simbología de los mártires de la Iglesia Católica. Esta figuración, entre heróica y patética, del Monstruo como víctima de una sociedad que rechaza sistemáticamente todo aquello que no comprende queda expuesta en su huída sin tregua que culminará con su expiación dentro del molino incendiado, trasposición de los referentes sadomasoquistas que han conformado la iconografia judeocristiana desde tiempos immemoriales.
Es en estos momentos cuando el mito del Monstruo de Frankenstein toma auténtica carta de identidad, más allá del trozo de carne humana semidescompuesta y recosida que busca el susto fácil de las plateas. La verdadera tragedia del Monstruo es la immensa soledad de aquellos que -por múltiples circunstancias- son diferentes y no se amoldan a la alienante homogeneización que ha definido la historia de la humanidad sobre este planeta y que, tristemente, continúa terriblemente vigente hoy en día. Es, pues, el Monstruo una criatura nacida para el rechazo y la marginación debido a su fisonomía y, como no, a su origen, bestia indeseada que hay que ahuyentar o eliminar como hacen los pastores con los lobos o las raposas.
La intención de Whale -lejos, eso sí, de fabricar para la Universal un producto que no hubiese resultado comercial- es patente en la melancólica mirada del Monstruo, en su tristeza infinita que traspasa la pantalla y que se clava en el ánimo del espectador más sensible quien, al poco rato de proyección, ya se ha dado cuenta de que no está viendo una simple película de terror al uso. El Monstruo busca, como todos los seres humanos -más o menos vivos, más o menos enteros- el calor del amor y de la amistad o, por lo menos, un poco de atención desprovista de todo sentimiento de rechazo. Su aproximación al personaje de María, la niña a la que ayuda a arrojar pétalos de flores a las oscuras aguas del lago, representa la búsqueda de ese ideal reconfortante de compañía y afecto. La poética de la escena, sin embargo, no se encuentra totalmente desnuda del concepto de horror en estado puro: cuando al Monstruo se le acaban las flores, no duda en lanzar a la niña al agua, a la que -en un símil de extraordinaria belleza- ha tomado por una flor más. Esta escena, que Whale rodó íntegramente, fue censurada por la Universal temerosa de que el público rechazara el film entero sin miramientos, escamoteándonos un momento sencillamente aterrador: la pequeña, por descontado, no flota, dejando al Monstruo desconcertado y lloroso, sin saber que hacer, en la orilla del lago.
El Monstruo de Frankenstein, con el paso del tiempo, ha sido carne de caricatura como el resto de mitos del terror que el ser humano ha creado en el transcurso de los milenios. Como Drácula, la Momia, el Hombre Invisible, el Lobo de Caperucita, el Hombre del Saco o tantos otros iconos universales, hemos aprendido a hacer mofa de todos ellos -incluyendo al mismo Satanás- en una irreverente charlotada que tuvo su máximo -y, muy a menudo, penoso- exponente en la década de los ochenta y que hoy en día los ha relegado al más injusto de los olvidos.
La diferencia que distingue a la aberración del Doctor Frankenstein de sus colegas en la nómina del terror es el trato que recibió después de su jubilación como paradigma del horror, y que lo ejemplifica como el monstruo bueno, simpático, tierno e, incluso, tonto y romántico que la serie de televisión "The Munsters" mitificó: Herman Munster-Fred Gwynne. Perdonadme si no puedo reprimirme a hacer mención, finalmente, de uno de los más recurrentes gags de los diálogos de la serie en boca de su esposa, la vampírica Lily-Yvonne de Carlo: "no le pusieron las orejas iguales, pero solo yo lo noto". Encantador ¿no es cierto?