sábado, 20 de marzo de 2010

Weird Toons # 32: "Private Snafu"

Entre los años 1943 y 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en pleno apogeo, el gobierno de los Estados Unidos de América aprobó la difusión de cortos animados para elevar la moral de sus tropas destinadas en los frentes abiertos del conflicto bélico. Estos cartoons formarían parte del Army-Navy Screen Magazine, un programa de proyecciones fílmicas que se hizo tremendamente popular entre la soldadesca y que se desarrolló en todas las bases militares americanas repartidas por el mundo entero. El material proyectado incluía documentales, películas de corte humorístico y musicales y, como no, dibujos animados, con los que se pretendía divertir a los muchachos y a sus oficiales manteniendo alto el espíritu combativo haciéndoles olvidar por unas horas la dureza de la vida en el frente. Naturalmente, la immensa mayoría de estas películas incluían consignas patrióticas -generalmente muy poco subliminales- y mensajes de cariz instructivo que debían servir como complemento a los entrenamientos regulares de los jóvenes marines. Así nació Private Snafu, un incompetente soldado del ejército norteamericano que con sus constantes meteduras de pata -ocasionadas casi siempre por su absoluta falta de reflexión- ejemplificaba lo que uno no debía nunca hacer para poder seguir vivo en las fuerzas armadas. Estos cortos animados contenían abundantes referencias sexuales servidas por rotundas pin-ups, así como constantes alusiones a alemanes y japoneses presentándolos de manera estereotipada y caricaturizando al extremo a los líderes enemigos, Adolf Hitler y el emperador del Japón, a los que mostraba poco menos que como la encarnación del mismísimo Satanás.
El personaje de Private Snafu fue creado por el realizador Frank Capra, en los años de la guerra presidente de la Unidad de Cinematografía del ejército de los Estados Unidos, quien ofreció a los estudios de animación de Hollywood la posibilidad de producir una serie de cortos -de tres minutos de duración cada uno de ellos y en blanco y negro- abriendo un concurso que fue ganado por la división de animación de la Warner Bros. al frente de la cual se encontraba Leon Schlesinger, en dura competición con la Disney que se quedó a las puertas de hacerse con el sabroso encargo. Schlesinger confió la realización de los guiones al popular escritor de cuentos infantiles Theodore Geisel (universalmente conocido como Dr. Seuss) y a Phil Eastman, quien sería más tarde uno de los nombres en la lista negra que serviría para dar inicio a la paranoica persecución de presuntos comunistas abanderada por el senador McCarthy. El apartado musical se puso en manos de Carl Stalling, habitual compositor de las bandas sonoras de los cartoons de la Warner Bros, y para doblar al personaje principal se contó con el genial Mel Blanc, voz de Porky Pig, Bugs Bunny y otras estrellas animadas de los estudios Warner.
Hasta el final de la guerra se produjeron un total de 26 cortos con las desventuras de Private Snafu, alternativamente dirigidos por cartoonists de la talla de Chuck Jones, Friz Freleng, Bob Clampett y Frank Tashlin, siempre bajo la tutela y la estricta vigilancia del Pentágono donde se recibían puntualmente los guiones terminados de cada uno de los cortos para su aprobación. Por descontado, la antes mencionada profusión de elementos que hubieran sido automáticamente censurados en los cartoons producidos para el gran público -incluyendo desnudos femeninos, marines sin pantalones e, incluso, palabras de carácter soez- no contaban para el establishment militar, a quien le preocupaba más la puntual y precisa transmisión de los mensajes que servían para azuzar la inquina de las tropas por el enemigo y las pautas de comportamiento de los soldados, sobre todo en las escapadas de estos durante los permisos a las casas de juego, bares y burdeles de los barrios bajos de las ciudades asiáticas, africanas o europeas donde se hallaban destacados. En este sentido, el bajito, torpe e inconsciente soldado resultó todo un catálogo de malas costumbres: cuando no se liaba con cualquier peligrosa rubia de contundentes curvas (que resultaba ser, sistemáticamente, una espía enemiga) no tomaba las debidas precauciones con el mosquito transmisor de la malaria o estallaba en pedazos por la explosión de una bomba escondida dentro de cualquier objeto que él sabía que no debía manipular, llegando al límite de lo risible en "Booby Traps" (1944) donde moría víctima de un cartucho de dinamita escondido en las teclas de un piano en el que se esfuerza por tocar el inevitable Believe Me If All Those Endearing Young Charms.
En nueve de los cortos de Private Snafu aparece un curioso personaje llamado Technical Fairy First Class (algo así como "Hada técnica de primera clase") un semidesnudo G.I. en miniatura con alas y varita mágica que solucionará muchos de los líos en los que se mete el atolondrado marine y que, además, permitió introducir al final de los cortos una reflexión y una lección práctica o moral acerca del correcto procedimiento a seguir, rizando así el rizo en cuanto a la vocación inequívocamente represora de la serie de cartoons, que desaparecieron de la circulación -lógicamente- una vez concluída la guerra. Perdidos durante décadas, fueron recuperados para su edición en vídeo y, más tarde, en DVD, en ambos formatos a través de Bosko Video, y algunos de ellos fueron incluídos por la Warner Bros. en sus recopilaciones de cartoons clásicos en formato digital. Vistos hoy en día, y habiéndose desprovisto del corsé de su primitiva función, los cortos de Private Snafu son un divertido y casi naïf recuerdo de la maquinaria de guerra estadounidense que tuvo, además, la importancia de haber evitado el cierre de muchos estudios de animación durante el difícil período bélico, manteniéndolos económicamente a flote con los encargos gubernamentales de películas de propaganda.                  

jueves, 11 de febrero de 2010

Jorge Rivero o el mito del macho latino

Primero la historia del cine y, más tarde, la de la televisión, no han dejado de regalarnos excelentes muestras de lo que se dio en llamar el "macho latino" o latin beefcake (como vino en denominarse en la América del Norte, región ducha en el difícil arte del naming) desde sus mismos inicios hasta nuestros propios días. Durante varias décadas, estos ejemplares rebosantes de masculinidad justificaban su mera presencia a través de la etnología (es decir, interpretando personajes de indios de cualquier latitud, incluso algunas nunca aparecidas en un mapa) y  justificando también por esa misma cualidad su todavía recatada desnudez. Fueron dos señores de las hoy en día oxidadas características eróticas de Ramón Novarro y Rodolfo Valentino los primeros que destaparon su anatomía en la gran pantalla aunque, eso sí, bajo tan espesas capas de maquillaje -incluyendo poco delicadas sombras de ojos y oscuros rouge à lèvres- que sus rostros han quedado actualmente relegados al placer oculto de los fetichistas de la cosmética. Si fueron, así pues, respectivamente el mexicano y el italiano emigrados a la Meca del Cine en los albores de la expresión fílmica los primeros mitos latinos que sentaron cátedra, la recién inaugurada tradición siguió su curso con una segunda hornada ya plenamente inscrita en el sonoro con nombres como César Romero o Anthony Quinn, aunque la férrea censura que los últimos estertores del infame Hays Code imponía a las producciones cinematográficas impidió que, en la mayoría de las ocasiones, el público pudiera solazarse con la exhibición de sus varoniles anatomías durante los años treinta y buena parte de los cuarenta, justo cuando una tercera andanada de bronceados muchachos comenzaba a cruzar el Río Grande para protagonizar coloreadas superproducciones -habitualmente, para la Metro Goldwyn Mayer- bajo exóticos nombres como los de Fernando Lamas o Ricardo Montalbán. Es durante estos fecundos años cincuenta cuando las camisas desaparecen y los shorts se reducen a la mínima expresión para mostrar velludos y trabajados abdómenes latinos sostenidos por fuertes y morenas piernas a las que tenían que enfrentarse señoronas del tronío de Lana Turner o Arlene Dahl y ninfas de la danza -más o menos seca, más o menos húmeda- como Cyd Charisse o Esther Williams. Estos caballeros importados en su mayoría del cine mexicano tuvieron que competir abierta y duramente por el fervor de las plateas con actores de la planta de Rock Hudson o Charlton Heston, representantes de la virilidad caucásica en el Hollywood de los fifties. Pese a esta competencia interracial establecida en el núcleo duro de la testosterona del show business, en el corazón -y otros órganos, obviamente- del gran público americano siempre hubo y siempre habrá un lugar para el adonis moreno de turno, lo que ha permitido renovar constantemente esta tradición sostenida por el antiguo y discutible mito de la inagotable capacidad amatoria y la generosa dotación física del hombre latino.
Fue en el contexto de los primeros años sesenta cuando apareció en el cine mexicano uno de los mayores símbolos de la masculinidad latina de todos los tiempos, muy alejado, eso sí, de la imagen ofrecida por otros clásicos machos aztecas como Jorge Negrete o Pedro Infante -ambos, además, ilustres figuras canoras de primer orden- cuyo tremendo éxito en décadas pretéritas podía justificarse por el atractivo -hoy en día indiscutiblemente vintage- de sus mostachudos rostros y por el perfecto ajuste en la confección de sus trajes charros. No, Jorge Rivero iba mucho más allá y significó la modernización del mito latin beefcake primero en su país de origen y, después, en Estados Unidos y Europa, a donde le llevaron en volandas una vez estrenadas allí algunas de sus películas en las que no perdía el tiempo a la hora de mostrar generosamente su impactante anatomía con el beneplácito de productores y directores, que veían en él uno de los ingredientes imprescindibles para revalorizar subproductos que, sin su concurso, habrían pasado sin pena ni gloria por las salas de exhibición. Así pues, Rivero se convirtió en el objecto de deseo de millones de mujeres en todo el mundo, ascendiendo con gran facilidad al pináculo más alto de la belleza masculina en los años sesenta y setenta con la ayuda, eso sí, del colectivo gay, que hizo de él uno de sus iconos favoritos y al que, sin duda alguna, debe agradecer la mitomanía que actualmente se mantiene alrededor de su figura cinematográfica.
Nacido Jorge Pous Ribé -su ascendencia catalana es innegable- en Ciudad de México en 1938, practicó durante su juventud el culturismo con especial dedicación y esmero, lo que le procuró una magnífica apariencia física atenida al ideal clásico y alejada de las grotescas masas de músculos que estaba poniendo de moda el género del peplum al iniciarse la década de los sesenta. Mientras tanto, Rivero terminó sus estudios de Ingeniería Química, aunque ejerció su profesión durante muy poco tiempo al ser descubierto por el cine de su país que le ofreció immediatamente papeles acorde con su simpar apostura, a la que se sumaba la belleza de sus rasgos faciales, de ojos oscuros y nariz solo insinuadamente aguileña. Su debut en la gran pantalla tuvo lugar en la cinta de 1964 "El Emmascarado de Oro contra el asesino invisible", película que ya le situó en la retina del público en personajes de acción con los que el actor podía lucir su estampa, ya fuera embutido en las estrechas mallas de un boxeador ("Los endemoniados del ring") como en la piel de un agente secreto de clara inspiración bondista ("Santo en El tesoro de Moctezuma"). Por supuesto, la industria mexicana del cine no iba a dejar pasar la oportunidad de colar a semejante alhaja en melodramas de intensidad variable ("Arrullo de Dios") o en comedietas fácilmente olvidables ("Cómo pescar marido"), por lo general junto a estrellitas de la constelación fílmica mexicana como Hilda Aguirre o Tere Velázquez.
Sin embargo, el auténtico despegue de Jorge Rivero se produjo después de protagonizar uno de los mayores desatinos del cine de todos los tiempos como resultó ser la visión de Miguel Zacarías acerca de la vida de nuestros primeros padres en un curioso pastiche llamado "El pecado de Adán y Eva", soporífera cinta que incorpora, eso sí, impagables momentos del más glorioso kistch, con enormes flores y setas de atrezzo que salpican la verde pradera que se supone es el Edén y la presencia de retozones animalitos dignos del Disney más académico triscando alrededor de los protagonistas. El secreto de que esta película pueda ser, hoy en día, revisionable en formato DVD y no se haya licuado en la neblina de los tiempos se encuentra, justamente, en la presencia de Jorge Rivero como un Adán de película X que se pasea completamente desnudo por semejante background, mostrando generosamente cada centímetro de su cuerpo -a excepción, claro está, de sus genitales- y obsequiando a los mortales con generosos planos de sus impresionantes posaderas. Todo ello, mientras el pobre merodea cabizbajo enfurruñado con el Creador porque a él -a diferencia del zoológico naif que le rodea- no le ha hecho entrega de una compañera. Finalmente, la compañía anhelada llega en forma de una Eva nórdica interpretada por Candy Wilson (acreditada aquí como Candy Cave), pseudoactriz de difícil recuerdo para la que resultó ser su primera y última aparición en la pantalla. Semejante desacato contaba, para acabar de arreglarlo, con efectos especiales que convertían los de Georges Méliès en tecnología digital, con espadas de cartón y baratos efectos lumínicos para simular la expulsión del paraíso, y con un Dios de voz de ultratumba más propio como host de una serie de relatos de terror que como el anciano decepcionado que maldice la criatura -que suponía perfecta- que él mismo creó.
La restringida difusión de la película no fue obstáculo para que el físico de Rivero llamara la atención de Hollywood, donde le reclamaron para aparecer en dos recordados westerns: "Soldado Azul" y "Río Lobo", dirigidos respectivamente en 1970 por Ralph Nelson y Howard Hawks y en donde trabajó junto a nombres de la talla de Candice Bergen o John Wayne. En cualquier caso, la carrera norteamericana de Jorge Rivero  no fue mucho más allá de interpretar los tópicos jefes piel roja, regresando a su México natal para realizar, a lo largo de los años, puntuales incursiones en el cine y la televisión gringa, apareciendo en 1976 como estrella invitada en un episodio de la popular serie "Columbo" y, más tarde, en "Scarecrow and Mrs. King" y "Centennial". Más interesante resultó, desde luego, su participación en "El sacerdote del amor" (1981), biopic británico del escritor inglés D. H. Lawrence dirigido por Christopher Miles donde se codeó con Ian McKellen, Janet Suzman y la mismísima Ava Gardner. Justo antes de aparecer en esta excelente cinta, Rivero protagonizó en México una coproducción con España titulada "El profesor erótico", serie Z que explotaba descaradamente el lado más sexual del actor mostrándole en profusión de escenas de cama y ducha junto a despechugadas starlettes con las que compartía diálogos que rozaban el ridículo. Junto a él, aparecían en el cartel grandes figuras del cine español como José Luís López Vázquez, Alfredo Landa, Rafaela Aparicio o Antonio Ferrandis, a los que -a buen seguro- no les agradaba recordar su aparición en esta lamentable muestra de celuloide desperdiciado.
La década de los setenta estuvo marcada -además de por su promiscuidad en el mundo de la fotonovela, entonces todavía en pleno apogeo- por su aparición en el centerfold de la revista Playgirl, esta vez tal como su madre lo echó al mundo. Este número -hoy en día, raro material de coleccionista- abrió la puerta al desnudo integral de toda una generación de latin beefcake que se asomaron a las páginas de tan histórica publicación para probar mejor suerte mostrando abiertamente sus dones más preciados y dando, así, lugar a un nuevo y potente resurgimiento del arquetipo del macho latino. No fue esta la única vez que Rivero destapó sus partes pudendas, siendo especialmente recordada una nude session fotografiada en un ambiente marinero de barcas de pesca y equipos de submarinismo que incorpora para el elemento homosexual una divertida segunda lectura, al aparecer junto a otros hombres mostrando sus cuerpos al sol e, incluso, con la presencia de tiernos efebos. De este período viene su tradicional rivalidad con el actor Andrés García, otro ejemplar de real hunk mexicano que, sin embargo, nunca gozó del prestigio de Rivero quien -después de trabajar en Hollywood a las órdenes de Hawks- podía permitirse el lujo de rechazar papeles en desmadrados culebrones televisivos. Una vez coincidieron ambos caballeros en la gran pantalla, en la película de 1980 "Las tentadoras", aunque por absurdos motivos de exacerbado divismo profesional no compartieron ni una sola escena, lo que mermó considerablemente el previsible éxito del producto y privó al público de un duelo singular que, por lo erotizante, hubiese merecido figurar en las antologías del género.
El último trabajo de Jorge Rivero (por lo menos, hasta el momento) tuvo lugar en 2001, después de uma década de los noventa en la que apareció a buen ritmo en toda clase de producciones, habitualmente en el género de acción. A sus actuales 72 años, Rivero mantiene espectacularmente el tipo aunque, eso sí, habiendo cambiado su negro cabello por una mata de plateadas canas, mientras presta su imagen para comerciales y apareciendo como relleno en talk shows de la televisión mexicana. Sus limitadas capacidades como actor no le han impedido, por supuesto, su acceso al Olimpo de los físicos más hermosos que jamás se han asomado a una pantalla de cine, desde donde seguirá mostrando sus incuestionables encantos, por lo menos, mientras siga viva una sola de las carrozonas que le siguen idolatrando en todo el mundo.

sábado, 2 de enero de 2010

"Topo Gigio: Esta es su vida"


Existe un refrán de la sabiduría popular castellana, "todo es el del color del cristal con que se mira", que es una verdad del tamaño de un templo y que nadie puede ignorar. Y es que a los niños de los años sesenta en la España oprimida, oscura y castrante de los últimos coletazos agónicos de la dictadura franquista nunca nos pareció que las cosas fueran así. Por supuesto, crecimos y nos enteramos de que nuestros proletarios padres habían corrido delante de los grises en manifestaciones sindicales duramente reprimidas que acababan bañadas en sangre, que muchos de ellos durmieron en el suelo de los calabozos de las jefaturas de policía junto a un cubo y un periódico viejo, y que el anciano decrépito cuya imagen presidía nuestras aulas escolares firmaba sentencias de muerte para los opositores a su régimen mientras se ventilaba una paella valenciana, parece ser que su plato favorito. Pero a nuestros tiernos seis o siete añitos, la vida en España era maravillosa: los chicles Dunkin venían con figuritas de plástico para jugar (entonces, la palabra "coleccionar" no tenía ningún sentido), los cines echaban dos películas en lugar de una sola, y la televisión reinaba como la fábrica de sueños por antonomasia que nos ofrecía un universo en blanco y negro que nunca pensamos que llegara a tener color, un universo habitado por la perrita Marilyn, los Chiripitifláuticos, la irremplazable María Luisa Seco, la Familia Munster y Huckleberry Hound.
Entre las estrellas infantiles que brillaron intensamente en los oropeles catódicos de la Televisión Española de hace cerca de cincuenta años, destacó un producto de importación que llegó a ser tan conocido como la pasta, la pizza o la mozzarella de su país de orígen, un entrañable elemento de grandes orejas y largos bigotes que respondía al nombre de Topo Gigio, y que se hizo tan inmensamente popular que su fama trascendió las fronteras de su país natal dando la vuelta al mundo en un carrusel de éxito que se prolongó durante varias décadas. Su creadora, la veneciana Maria Perego, dio forma a su personaje en 1961, cuando buscaba una nueva técnica que permitiera dar mayor realismo a los títeres sin necesidad de utilizar los antiestéticos hilos que tantos problemas visuales daban en televisión. Perego desarrolló una variante del sistema empleado por la titiritera austríaca Herta Frankel para sus programas televisivos, mediante la cual un fondo negro permite al marionetista trabajar sin cables ni alambres dotando de gran expresividad a los movimientos de los muñecos que anima. Perego, así, dio vida a un ratoncito sensible y de gráciles y delicados movimientos que hablaba pausadamente -con la voz prestada del actor Peppino Mazzello- y que mostraba unos encantadores, enormes y transparentes ojos azules de larguísimas pestañas que lograron hipnotizar a la audiencia ya desde su primera aparición en el programa-estrella de la RAI "Canzonissima", suerte de varietà televisivo donde actuaban las principales figuras del espectáculo italiano, desde Mina hasta Walter Chiari pasando por Domenico Modugno o Adriano Celentano, y que años más tarde, ya en la década de los setenta, llegaría a presentar mano a mano con la mismísima Raffaella Carrà.
  
Topo Gigio no tardó en tener sus propios programas en televisión, producciones dirigidas principalmente al público infantil pero que gracias al carisma de tan singular personaje sobrepasaron el ámbito de los más pequeños para ser consumidas por toda la familia. De esta manera, sus irresistibles caídas de ojos, sus oraciones a San Peppino (un guiño al actor que le daba voz), su tierna e inocente pasión por Brigitte Bardot y su modo de interactuar con sus contrapuntos humanos encandilaron a toda una Italia fascinada que le encumbró prácticamente al nivel de gloria nacional dando lugar al lanzamiento al mercado de toda clase de productos de merchandising e inundando todos los rincones con su ya archipopular imagen.
Dado este éxito, el salto a las televisiones de otros países era inevitable, recibiendo la primera y sonada oferta desde los Estados Unidos en 1964 para aparecer en el mítico programa The Ed Sullivan Show (con quien aparece junto a estas líneas), viajando después a muchos países de la América Latina como Argentina, Venezuela, Perú, Ecuador o Brasil donde sus programas se emitieron durante más de veinte años. En México disfrutó de un período dorado que le llevó a ser invitado al programa infantil más popular de la historia de la televisión mexicana e ídolo indiscutible de la chiquillería azteca, "El Chapulín Colorado", y en Chile compartió la pantalla con el prestigioso locutor Raúl Matas en su exitosa emisión "Una vez más". Su llegada a España supuso otro triunfo de clamor, debutando junto a la veterana presentadora Ana María Solsona en el programa de TVE "Amigos del Martes" y pasando pronto a tener también su propio espacio en horario infantil, convirtiéndose en la más popular de las estrellas televisivas infantiles de la época.
La decadencia, inherente a todas las grandes personalidades del espectáculo, afectó también a Topo Gigio, que comenzó a verse relegado a finales de los años setenta por nuevas y emergentes estrellas de la televisión que venían pisando muy fuerte en forma de cartoons japoneses como "Mazinger-Z!, "Heidi" o "Marco", coloristas y espectaculares producciones animadas que fueron barriendo a los ingenuos títeres de antaño de las parrillas de programación. Sin embargo, Topo Gigio experimentó un repentino auge mundial a caballo entre las décadas de 1980 y 1990, en parte gracias a los esfuerzos y la tenacidad de su creadora, Maria Perego, quien había tenido el acierto de retener para sí los derechos de su personaje -derechos que aún hoy en día gestiona- y que supo adaptar a los gustos y preferencias del público infantil del momento aprovechando para lanzar una colección de libros educativos y para reverdecer laureles en la televisión. En España, Topo Gigio apareció como invitado en numerosas ediciones del programa "Xuxa Park" presentado por la singular vedette brasileña y con la que el pobrecito ratón tuvo que lidiar añadiendo un componente descaradamente sexual, muy propio, por otro lado, de los programas de la inefable Rainha dos Baixinhos. Su reaparición más exótica, en cualquier caso, se produjo en la televisión japonesa -como Toppo Jijjo- en dos series de dibujos animados emitidas en 1988 y 1989.
En la actualidad, Topo Gigio no es conocido por las nuevas generaciones de infantes consumidores de violentos y poco sentimentales juegos para Play StationNintendo DS o Wii, y para los cuales el candor y la ingenuidad del ratón italiano es algo que queda, desgraciadamente, ya muy fuera de su alcance. El único contacto que pueden tener con él es a través del recuerdo nostálgico de sus padres, un recuerdo que, como todos, alberga cierta tristeza por la irremediable y definitiva pérdida de una manera de hacer televisión infantil a distancias astronómicas de la que se practica hoy en día, y de la cual el pequeño ratón -que no un "topo", por cierto, no hay más que coger el diccionario italiano para comprobarlo- fue uno de sus más reconocibles iconos.