miércoles, 19 de agosto de 2009

Gracita Morales, un olvido injusto

Si estuviéramos en países como los Estados Unidos, Francia o Italia, María Gracia Morales Carvajal, nacida en Madrid en 1928, gozaría de la immortalidad que otorga disponer de avenidas a su nombre, monumentos a su memoria e, incluso, algún premio cinematográfico dedicado a su advocación. Pero no. Señoras y señores, estamos en España, tierra de insanas envidias, crueles chanzas y olvidos injustos en la que toda alusión a los que deberían ser los mitos patrios del show business entra de lleno en la vía muerta de la triste etiqueta que ha venido en llamarse caspa, pueril y escatológica referencia tan solo propia de un país para el que todo lo que ha llegado de fuera ha sido, siempre, mejor que lo que se ha cosechado dentro. El caso de la irrepetible Gracita Morales ejemplifica a la perfección este aserto, convirtiendo a la que fue una gran actriz dotada de una excepcional comicidad en una figura poco menos que risible relegada a los programas para jubilados que la televisión pública emite los sábados por la tarde. En América, nunca le harían eso a Lucille Ball.El personaje cinematográfico de Gracita Morales parodia -con la intención de divertir al público más que de plasmar una realidad social cotidiana- la lucha de una mujer joven, virgen y sola procedente de un castrante ambiente rural en las cosmopolitas ciudades españolas que comenzaban a experimentar los vertiginosos cambios que traerían las políticas desarrollistas del régimen franquista, enfrentada al acoso de hombres-lobo disfrazados de cordero que solo pretenden su perdición para dejarla, después, en el arroyo abocada a ejercer la profesión más antigua del mundo. Una mujer cuyos padres aldeanos vivieron el horror de la Guerra Civil desde el ámbito más sanguinario y violento, quedando marcados para siempre, y que solo pudieron ofrecerle por toda educación la escuela pública en la que aprendería a leer, a escribir, y las imprescindibles cuatro reglas. Con este áspero trasfondo, los personajes de Gracita Morales se revuelven desde dentro de ellos mismos para superar con más buena fe que con taimada astucia los obstáculos a los que tienen que enfrentarse en su condición de pobre-chica-la-que-tiene-que-servir.
Fue en este contexto doméstico de escaleras de servicio, recalentados tocaculos de supermercado, conserjes gruñones y modernas cocinas Fagor donde Gracita ejerció su reinado incontestado, convirtiendo en lucrativo negocio cualquier producto en el que apareciera su nombre como una de las estrellas más taquilleras de la historia del cine hecho en España. Los productores se la rifaban y llegó a ganar mucho, mucho dinero durante las décadas de los sesenta y los setenta compartiendo cartel con las vedettes masculinas más populares de la época, como José Luis López Vázquez -con quien llegó a establecer una íntima simbiosis profesional- José Sacristán o el mismísimo Paco Martínez Soria. Su principal arma natural fue una inconfundible voz de pito que ella aprendió a modular al gusto del público, atiplando aún más, si cabía, los matices que provocaban la hilaridad del espectador y convirtiéndose en una caricatura de sí misma, repitiendo hasta la extenuación frases que eran mil y una veces aplaudidas por las plateas. Como complementos imprescindibles, uniforme negro de raso con blanquísima cofia para el servicio, una recatada bata de boatiné -cien veces remendada- para las horas de dulces sueños casi exentos de toda lubricidad, y un abriguito de lana y bolso de escay para las tardes libres o el vermú de los domingos en El Retiro.
Sin embargo, y a pesar de que la immensa mayoría de los papeles que le tocó interpretar correspondían a la chacha alegre y respondona, contrapunto cómico de la acción principal (aunque al final siempre era ella la que se metía al público en el bolsillo), los dos trabajos por los que es más recordada no se ciñen a los parámetros habituales y permiten a Gracita explorar otros terrenos. "Atraco a las tres" (José María Forqué, 1962) nos la mostró convertida en una empleada de banca que se involucra en un atraco chapucero en la misma entidad en la que presta sus servicios para poder comprarse un televisor (uno de los primeros y más codiciados bienes de la incipiente sociedad de consumo de la España de los años sesenta). Arropada por un elenco de primeras figuras de la comedia nacional, Gracita Morales reluce excepcionalmente entre todas ellas en un título histórico, por fortuna dignamente editado en DVD. Por otro lado, "Sor Citroen" (Pedro Lazaga, 1967) resulta el mascarón de proa de la carrera de Morales como la abnegada, dulce, buena y voluntariosa Hermana Tomasa, la hija de un ferroviario que decide tomar los hábitos y que acaba conduciendo el Citroen 2 CV recién adquirido por el convento y con el que sembrará el terror en las calles de Madrid. Junto a ella, una de sus partenaires habituales en el servicio doméstico, Rafaela Aparicio, aquí vestida también con las tocas monjiles, y Mari Carmen Prendes como la Madre Superiora a la que quitan el sueño las dieciocho letras que la institución debe asumir para pagar el vehículo. Lágrima fácil a discreción y otro taquillazo de antología.
Existe aún otro arquetipo explotado de manera frecuente por la actriz, aunque siempre desde un enfoque casi infantil desprovisto de cualquier referencia al sexo. Como la misma Gracita diría, sus pilinguis son buenas chicas que buscan una salida fácil a la penuria económica sabiendo muy bien que un físico excepcional no forma parte de la mercancía que ofrecen. A cambio, ponen en su escaparate un buen corazón -del que casi siempre se aprovechan vilmente los clientes más desaprensivos del cabarete- y mucha conversación picante burdamente aprendida en horas y más horas de infructuoso alterne nocturno. No hay que rascar mucho para darse cuenta de que estas flores del mal interpretadas por la Morales son las mismas asistentas pueblerinas que han decidido cambiar de profesión, desesperanzadas por no haber conseguido casarse o hartas de servir en casas ajenas. En este sentido, son especialmente memorables sus personajes en la adaptación de la aplaudida obra de Miguel Mihura "Maribel y la extraña familia" (José María Forqué, 1960) o, especialmente, en "Pepa Doncel" (Luís Lucia, 1969), junto a otras descocadas Aurora Bautista y Mercedes Vecino al son del texto de Jacinto Benavente.
Los setenta marcaron el declive de la industria que había gobernado en el cine español durante la década anterior, con el ascenso de nuevos realizadores y guionistas independientes a los que la llegada de la democracia facilitó poder tocar temáticas impensables unos pocos años atrás. Con todo, Morales continuó al pié del cañón -aunque a trancas y barrancas- hasta que, a mediados de los años ochenta, dejó de recibir ofertas para trabajar en el cine o en la televisión. Habiendo sido una de las grandes estrellas de las dos décadas anteriores, fue para la actriz un amargo trago ver pasar primero las semanas y luego los meses sin oír el ansiado timbre del teléfono. Víctima de reiterados cuadros depresivos, abusó de los ansiolíticos y dejó que su salud se deteriorara encerrada en la soledad de su domicilio madrileño pasando serios apuros económicos. Cuando sus antiguos compañeros de profesión conocieron su circunstancia, la ayudaron ofreciéndole algunos papeles de reparto en obras de teatro y programas de televisión, pero en ellos la actriz no hizo más que ofrecer una patética imagen que conmovió y entristeció al público, que apenas reconoció a la enérgica y brillante cómica que había sido antaño. Silenciosamente, en 1995, Gracita Morales murió a consecuencia de una insuficiencia respiratoria a los 66 años de edad. Triste final para la que supo, como ninguna otra, divertir a una audiencia que, del mismo modo en que la encumbró a lo más alto, olvidó sin remordimientos su arte único, genial y absurdo que, como dijo de él el realizador José María Forqué, "viene muy bien en el humor porque se contagia".