jueves, 17 de diciembre de 2009

Wolf Ruvinskis, la estrella mexicana de la "Serie B"

Si bien las poderosas características de su físico, su masculina voz y su elegante sobriedad a la hora de afrontar un papel  permitían augurar una carrera cinematográfica excepcional, en la filmografía de Wolf Ruvinskis no se reconoce esa categoría estelar de primera figura ampliamente conocida que sus capacidades prometían. Pese a ello, entre sus películas destacan títulos que han hecho historia en una curiosa y cada vez más valorada vertiente del cine mexicano que tuvo su momento álgido en los años cincuenta, siguiendo la estela del cine de ciencia-ficción que Hollywood estaba sirviendo, y que llegó a extremos absolutamente delirantes en los años sesenta, antes de su previsible y agónico final al iniciarse la década de los setenta con el cambio que experimentaron los gustos del público, ya por entonces de vuelta del viaje alucinante que significaron veinte años de lindas vampiras de rasgos aztecas y marcianos con acento del solar jarocho. Wolf Ruvinskis, así, reinó por derecho en este paraíso de mallas ajustadísimas que apenas contenían impresionantes musculaturas forjadas en el espacio exterior y donde pudo, además, seguir practicando su auténtica profesión, la lucha libre, de la que había sido antaño uno de sus nombres más destacados en los países de habla hispana.
Los rasgos genuinamente caucásicos de tan singular ídolo de la constelación cinematográfica mexicana no eran gratuitos. Nacido Wolf Ruvinskis Manevics en Letonia en 1921, fue hijo de padres judíos que emigraron a Argentina durante la Segunda Guerra Mundial huyendo del horror nazi. Los Ruvinskis pasaron penurias económicas durante sus primeros años en Sudamérica, lo que unido a las penosas condiciones de su huída de Europa motivaron la muerte de su padre. Junto a su hermano, y al no ser capaz su madre de sacarlos adelante ella sola, Wolf se vio recluído en un internado por espacio de dos años. Allí fue donde despertó su deseo por llegar a ganar mucho dinero, por llegar a ser alguien para poder salir de la vida miserable que le esperaba a su regreso al barrio de la ciudad de Córdoba donde vivía su madre y donde el analfabetismo y la delincuencia juvenil campaban a sus anchas. El joven Wolf encontró la salida a tan negro porvenir en la lucha grecorromana, entrenando sin descanso y convirtiéndose en una firme promesa a la edad de 19 años, iniciando una gira de presentación por los rings de Latinoamérica. En 1938 fue campeón de su especialidad en Argentina, destacando también en otros deportes como el boxeo,  el remo o el rugby, y sobresaliendo como guardameta en los equipos Independiente de Santa Fe y el Millonarios de Colombia. Pero su consagración definitiva llegó en 1946 en el Coliseo mexicano ante la estrella de la lucha Bobby Bonales, a quien venció convirtiéndose immediatamente en una celebridad nacional, llamando la atención de la industria mexicana de la cinematografía por su impactante anatomía y sus grandes ojos azules.
Wolf Ruvinskis pronto se hizo un lugar entre los actores de reparto más populares de México, trabajando en melodramas, comedias, films de horror y toda clase de productos en los que, habitualmente, repetía hasta el aburrimiento su personaje -extrapolado de la vida real- de luchador o boxeador que podía mostrar registros que iban de la bondad más abnegada a la villanía más desalmada, aunque siempre junto a grandes nombres del cine azteca como Miroslava, Arturo de Córdova, Pedro Infante, Germán Valdés Tin-Tan o el mismísimo Mario Moreno Cantinflas, con quien rodó "Caballero a la medida" en 1953 y que sería uno de sus trabajos más recordados. De esta época es importante destacar "La bestia magnífica", una de sus mejores creaciones en un film dirigido en ese mismo año por el realizador Chano Urueta e interpretada junto a otro nombre imprescindible de la lucha libre mexicana reconvertido en actor, Crox Alvarado.  En estas películas, Ruvinskis encarna el ideal de tantos jóvenes mexicanos que veían, como a él le ocurrió, en la lucha o el boxeo la vía de escape de una existencia gris que les permitiría ganar fama y fortuna en un país eminentemente machista en el que, en muchos aspectos de la vida, imperaba un código de ruda conducta masculina basado en la preeminencia del más fuerte. Curiosamente, Wolf fue siempre todo un señor alejado de este estereotipo, un alma de cántaro de gran corazón que se desvivía por ayudar a los demás, querido y respetado entre sus colegas de profesión por su generosidad y compañerismo extremos.
  
Después del inevitable paseo por el peplum que significó "El rapto de las Sabinas", donde interpretó a Rómulo, Wolf alcanzó su momento de mayor popularidad al aceptar la oferta del director Federico Curiel (conocido con el sobrenombre de Pichirilo) para protagonizar una serie de películas de ciencia-ficción de bajo presupuesto. Así, Curiel llevó a la pantalla las aventuras de un personaje que él mismo había creado, "Neutrón el Emmascarado Negro", una suerte de super-héroe más cercano a la actual estética de los espectáculos de pressing-catch que a los tradicionales adalides del bien que el siglo XX nos sirvió por docenas desde las pantallas de cine, los programas de radio o las páginas de los cómics. Neutrón, que utiliza sus excepcionales dotes para la lucha en su cruzada contra las fuerzas del mal, tiene a su némesis absoluta en el Doctor Caronte, un científico loco que fabrica zombies utilizando cerebros humanos y que pretende dominar el mundo con el terror atómico. Partiendo de este alucinante planteamiento, Wolf Ruvinskis rodó cinco films en el papel principal, "Neutrón el Emmascarado Negro", "Neutrón contra el Doctor Caronte", "Los autómatas de la muerte", "Neutrón contra los asesinos del karate", y "Neutrón contra el doctor sádico", todas ellas entre 1960 y 1964, que se convirtieron en éxito immediato entre un público ávido de acción y aventura. Estas producciones resultaron puro entretenimiento a pesar de la falta de medios y de la poca consistencia de los guiones -escritos tópico tras tópico- y que nacieron, pese a que actualmente han alcanzado la categoría de films de culto, sin ninguna vocación de trascendencia.
La entrada triunfal de Ruvinskis en el cine mexicano de ciencia-ficción le hizo ser requerido para otras películas en las que intervino interpretando los más diversos papeles, a menudo rozando el esperpento y para los que no le importó vestirse con las trazas más ridículas en unas situaciones en las que solamente su impresionante planta salvaba la papeleta. Su personaje más recordado en esta etapa fue Argos, el capitán de un escuadrón de marcianos que llegaban a la Tierra en sus naves espaciales con la intención de conquistarla, pero que se encontraban con la oposición de otro popular super-héroe de la sci-fi mexicana, "Santo el Emmascarado de Plata", interpretado por el luchador-actor Rodolfo Guzmán Huerta en más de treinta películas a lo largo de dos décadas. De este modo, en "Santo vs. la invasión de los marcianos" Ruvinskis tuvo que ajustarse unas prietas mallas y cubrirse con una capa digna de la madrastra de Blancanieves que dejaba, eso sí, su atractivo torso al descubierto para goce y disfrute de las plateas. Para acabar de arreglarlo, la corte de extraterrestres que le rodeaba se parecía más al cast de una película pornográfica de los psicodélicos años setenta que a una milicia entrenada para colonizar otros mundos, con hermosas y frescachonas alienígenas comparables -en muslo y pechuga- a las playmates que estaba poniendo de moda, en aquella época, la mítica revista de Hugh Heffner.

A partir de 1970 Ruvinskis menudeó por películas sin ninguna importancia, desde comedietas de dudoso gusto hasta nostálgicos remedos de sus antiguas películas de lucha y boxeo, al tiempo que se dedicaba a abrir un par de restaurantes argentinos en Ciudad de México, "El Rincón Gaucho", en los que asumía las funciones de anfitrión de su distinguida clientela para la que, además, actuaba como prestidigitador, humorista o cantante de tangos que reinterpretaba con su cálida y viril voz. Pero, a pesar de la gran fortuna que atesoró durante sus años de celebridad, las cosas no le fueron económicamente bien en los últimos años de su vida, legando a su última esposa e hijos tan solo una casa y algunas acciones que estaban, además, en embargo preventivo por problemas fiscales. Ruvinskis, casado tres veces (con Beatriz Pérez, con la bailarina Armida Herrera y con la actriz Lilia Michel), falleció en 1999 a consecuencia de una insufuciencia cardíaca a la edad de 78 años. Su último cometido profesional fue asumir en 1994 la presidencia de la nueva Comisión de Lucha Libre Profesional de México, siendo uno de los artífices de que el gobierno de la nación dignificara este deporte al que dedicó buena parte de su vida.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Sara Montiel o la vigencia del mito

Pocos han sido los mitos auténticos que ha generado el cine español a lo largo de su historia -y aún menos los que han conseguido cruzar fronteras, convirtiéndose en universales- situándose para siempre en el inconsciente colectivo como símbolos representativos de una época y de una sociedad marcada, ineludiblemente, por las consecuencias del conflicto bélico de 1936-1939. Dos son, de hecho, los personajes que se pueden inscribir en esta perspectiva, dos estrellas de muy distinto registro, desde luego, pero cuyas características intrínsecas resultan muy similares en el contexto de una industria española de la cinematografía que cortó a ambas con los mismos patrones que Hollywood aplicaba a sus luminarias más representativas. Las dos emmarcan sus respectivas carreras en los difíciles y convulsos años anteriores y posteriores a la Guerra Civil, representando así cada una de ellas la máxima expresión del star-system hispano durante el período republicano y durante los duros años de la dictadura franquista, convirtiéndose en iconos definitivos de la crónica sentimental de la España del siglo XX. El lector, a estas alturas, habrá adivinado que estas dos grandes personalidades que han trascendido épocas y modas son Imperio Argentina y Sara Montiel, dos nombres que han quedado escritos en letras de oro en las marquesinas de la gloria fílmica y cuya fama ha traspasado la pantalla entrando por derecho propio en la cronología histórica. La primera, el gran monstruo sagrado del cine español de preguerra, una diva incontestada cuya carrera se desarrolló en todo el ámbito internacional de habla hispana y cuyas películas, convertidas en clamorosos triunfos en todas partes donde se estrenaban, llegaron a ser rodadas en diferentes versiones idiomáticas para nutrir el mercado europeo -especialmente, Francia y Alemania- que las reclamaba ansiosamente. La eximia bonaerense -de quien me ocuparé de manera exhaustiva, más adelante, en esta misma sección- sería el más directo antecedente de la imagen fílmica que desarrolló la insigne manchega años más tarde, llevando todavía más lejos el concepto de super-estrella para convertirse además, durante la década de los sesenta, en la super-mujer de contundentes curvas rebosantes de sensualidad que significó la iniciación al sexo de, por lo menos, toda una generación marcada por la más castrante de las represiones.
En mi caso, Sara Montiel no tuvo, por supuesto, esos beneficiosos efectos como válvula de escape para psiques torturadas por la abstinencia permitiendo el desahogo de  humores retenidos. No, claro que no. Pero sí fue, desde mi misma infancia, una presencia constante a la que idolatrar desde el aspecto más mitómano de mi personalidad como la encarnación de la feminidad en abstracto, una diosa construída a golpe de artificio y perifollo que aglutinaba todos los tópicos que yo tenía asumidos como imprescindibles para cualquier estrella de cine que se preciara de serlo. La constante reinvención que practicaba sobre sí misma, apoyándose en una base inmutable cimentada en su indiscutible belleza, le permitía ser soñada por sus admiradores en infinitas variaciones del mismo tema, todas ellas iconográficas tal como ocurrió con Brigitte Bardot cuando Francia entera convirtió sus rasgos en los de la Marianne que simboliza su república.
Sara Montiel -una sola o miles de ellas- se nos antojaba la fusión de Raquel Meller y de Mae West en una imagen pública que, pese a parecer hierática y distante como una deidad mitológica, no podía disimular su terrenalidad hecha de gachas manchegas y sopas de ajo. Así, estar junto a María Antonia Abad Fernández cuando había dejado a Sara Montiel colgada en el perchero de la entrada era una experiencia fascinante que tuve la fortuna de poder experimentar en repetidas ocasiones, permitiéndome conocer a la persona amable, cariñosa, divertida e ingeniosa que se ocultaba tras el cegador brillo de los oropeles de Saritísima.
La  carrera cinematográfica de Sara Montiel comenzó en 1941, cuando después de destacar como cara bonita en las portadas de las revistas simplemente como "María Antonieta Abad, otra nueva estrella", llegó su primera oportunidad -bajo el insulso seudónimo de "María Alejandra"- con un pequeñísimo papel en la película "Te quiero para mí", dirigida por Ladislao Vajda. Para Antonia, la niña que había nacido en 1928 en Campo de Criptana (Ciudad Real) y que había pasado una infancia llena de hambre y miseria con la guerra de por medio, haber llegado al cine representó la plasmación de todos sus sueños adolescentes. Dotada tan solo con una generosa ración de belleza y sensualidad y un no menos importante sentido de la intuición, la futura gran estrella aprendería pronto a moverse en el negocio del show business patrio, adoptando el definitivo nombre artístico de Sarita Montiel y firmando para la productora Filmófono, donde el promotor Enrique Herreros se propuso extraer de semejante diamante en bruto el potencial que se ocultaba bajo sus trazas campesinas. "Empezó en boda", junto a Fernando Fernán Gómez, marca el auténtico despegue de su carrera, a la que siguieron otros títulos que fueron convirtiéndola en una figura popular entre el público de los años cuarenta. En estos primeros filmes ya es posible entrever la que será la futura personalidad cinematográfica de la actriz -sus gestos recurrentes y su particular forma de expresarse- que con los años se convertirán en su marca de fábrica y serán parte fundamental de la creación de su leyenda. A pesar de lo artificioso de la mayoría de los personajes que encarnó en este primer período, el elemento masculino asiduo a las salas de cine había comenzado a fijarse en las enormes dosis de erotismo de la joven actriz -apenas contenidas bajo los encorsetados e imposibles vestidos que tenía que lucir y las espesísimas capas de maquillaje que cubrían su rostro- cuya rotunda anatomía la relegaba a interpretar cachondonas demi mondaines ("Pequeñeces", "Mariona Rebull") o carácteres de raíz exótica con los que justificar su belleza tal vez demasiado insinuante para la época ("Aquel hombre de Tánger", "Locura de amor", "La mies es mucha").
Sarita Montiel cruza el charco en 1951 y se instala en Méjico, donde se convertirá en una de las principales figuras de la industria cinematográfica azteca de la época. En sus películas mejicanas, la Montiel seguirá repitiendo el arquetipo que la hizo popular en su primera etapa en España, pero lo dotará aquí de una sensualidad y un erotismo descarnados impensables, por aquel entonces, al otro lado de los mares, donde la absurda censura franquista campaba a sus anchas alargando el bajo de las faldas y cubriendo escotes. Los personajes mejicanos de Sarita Montiel, así pues, serán prostitutas, cantantes de night club, mujeres encarceladas y asesinas confesas, todos ellos con una importante carga de sexualidad y violencia presentada sin tapujos en folletines desgarrados o en comedietas intrascendentes salpicadas con toques folklóricos. Por supuesto, si al otro lado de Río Grande tenían semejante material altamente explosivo, Hollywood no tardó en saberlo, interesándose por la joven estrella española cuya belleza podía competir con las caras más hermosas y genuinas de Tinseltown. Sin embargo -y a pesar de que la propia Sara ha valorado siempre de manera superlativa su paso por el cine norteamericano- las películas rodadas por la actriz en los Estados Unidos la mostrarán sistemáticamente en papeles de corte exótico en los que dio vida a indias piel-roja ("Yuma") o a mejicanas ("Veracruz", "Dos pasiones y un amor"), en productos que, si bien la convirtieron en un personaje popular, no permitieron su acceso al esperado estrellato. Eso sí, Sarita alternó durante sus años en Hollywood con la crème de la industria americana, sobre todo a raíz de su matrimonio con el realizador Anthony Mann, relación que ya no se hallaba en sus mejores momentos poco antes de que la española recibiera la oferta de Juan de Orduña para regresar a su tierra natal y acometer el personaje protagonista de "El último cuplé". Mann y Sara Montiel se divorciarían poco tiempo más tarde, ya cuando ella se había convertido en una gran estrella en España, reconociendo la actriz en sus recurrentes actualizaciones autobiográficas de los últimos años que el motivo de tal separación había sido la considerable diferencia de edad. Sara Montiel volvería a casarse, en 1964, con el industrial Vicente Ramírez García Olalla, matrimonio que hizo aguas aquel mismo año ante los repetidos ataques de celos del marido y su insistencia en que su esposa renunciara a su profesión y a su imagen pública como estrella del espectáculo.
Anunciando a la prensa que sería la protagonista de la que iba a ser la nueva y ambiciosa producción de Juan de Orduña, Sara Montiel -habiéndose desprendido definitivamente del diminutivo "Sarita"- regresa a España, instalándose en Barcelona donde iba a tener lugar el rodaje de "El último cuplé". Juan de Orduña, cargado de maravillosas ideas para su nueva película pero contando con un presupuesto más que ínfimo, no podía ofrecer a la Montiel más que un sueldo irrisorio de 250 pesetas diarias, con las que la actriz -que había regresado sin ahorros de los Estados Unidos después de pasar cuentas con el fisco norteamericano- alquiló una habitación con derecho a cocina junto a su madre y se entregó con ahínco al trabajo, pese a saber que algunos de los modelos que luciría serían de papel -el famoso vestido amarillo de la canción "Balance, balance"- y que otros serían prestados por falta de dinero para confeccionarlos o, sencillamente, alquilarlos.
Así pues, la gestación del film no fue sencilla en absoluto. Los problemas económicos hacían que el rodaje se paralizara cuando se terminaba el dinero, y no se retomaba el trabajo hasta que Juan de Orduña -después de recorrer despachos y más despachos- volvía a reunir los fondos suficientes para poner a su equipo nuevamente en marcha. Cifesa, la productora de la mayoría de los grandes antiguos éxitos del realizador, se hallaba en un momento crítico, al borde de la quiebra, y sin la dirección del que había sido su fundador y primer propietario, Vicente Casanova, apartado de sus responsabilidades ante el acoso de bancos y acreedores, no pudiendo ofrecer la histórica casa valenciana  más que 3.000.000 de pesetas para la financiación del film a cambio de disponer de los derechos para España. Cuando parecía que la culminación de "El último cuplé" era ya una quimera, apareció la solución en la persona del productor mejicano Gonzalo Elvira -conocido en su país como El Peladito- quien ofreció a Orduña 50.000 dólares a cambio de los derechos de distribución de la película en Méjico. La película pudo terminarse, finalmente, resultando un éxito clamoroso de taquilla que recaudó tan solo en su exhibición en el cine Rialto de Madrid la cifra entonces astronómica de 150.000.000 de pesetas.

La melodramática historia de la cupletista María Luján, remedo de tantas y tantas artistas del pasado como Raquel Meller, La Bella Dorita o La Chelito, significaría para Sara Montiel el triunfo absoluto como gran estrella cinematográfica en España, convirtiéndose -con permiso de María Félix- en la más grande personalidad de la pantalla hispanoamericana del momento y en la máxima representación del glamour y el erotismo de habla castellana. La sensualidad destilada en su interpretación de la popular canción "Fumando espero" caldeó las plateas como nunca antes se había visto, provocando la ira de la censura que cortó parte del metraje de la secuencia. Se dice que la reacción del furibundo censor de turno fue espetar, ante las quejas de Juan de Orduña, "demasiado sofá y demasiada señora". En cualquier caso, la poderosa imaginación del público repuso lo que la tijera había cortado, elevando a la actriz a la categoría de símbolo sexual de carnalidad comparable a la de señoras de atributos tan deseables para la audiencia de la época como Marilyn Monroe o Sofía Loren.
Sin embargo, el éxito arrollador de "El último cuplé" situó a Sara Montiel en un punto sin retorno que hizo virar su carrera en un sentido único que se mantendría inamovible durante las siguientes dos décadas, convirtiendo la trayectoria profesional de la actriz en un curioso híbrido que se apuntalaba en la belleza sin igual de su rostro y en su forma absolutamente personal de interpretar las canciones de los números musicales que se intercalaban entre la acción argumental. Así, Sara encadenó triunfo tras triunfo durante los siguientes años, ya a caballo entre la década de los cincuenta y la de los sesenta -de "El último cuplé" a "Carmen la de Ronda", pasando por la sentimental y recordada "La violetera", y de "Mi último tango" a "Pecado de amor"- basándose en una fórmula mágica que arrastraba al público en masa a las salas de cine y que asentó aún más, si cabía, su envidiable posición como la estrella más taquillera del cine hablado en español de la época, categoría que llevó a la máxima expresión con giras triunfales por el mundo entero, incluyendo América del Sur, Méjico, Cuba, EUA, e incluso los países del antiguo bloque del Este llegando a provocar el delirio de las masas en lugares como Rumania o la mismísima URSS.
La alquimia siguió funcionando considerablemente bien a partir de 1962, a pesar de que el estreno de "La Bella Lola" dejó claro que las producciones en las que la actriz aparecía se iban convirtiendo cada vez más en pedestales a su mayor gloria, productos que la misma estrella se hacía fabricar a medida y en los que su autoridad indiscutida elegía desde los coprotagonistas -generalmente, galanes europeos de segunda fila que no podían hacerle sombra- hasta los argumentos, que eran más y más folletinescos y previsibles, meros soportes para engarzar los números musicales en los que destacaban coloridos close-up cada vez más cercanos a la bellísima máscara en la que se había convertido su rostro. Sus siguientes películas, atenidas a este patrón, no permitieron actualizar en absoluto la imagen de la actriz, convirtiéndose en aburridas repeticiones incluso para los seguidores más incondicionales de la manchega. El público homosexual, naturalmente, adoró esta delirante época de exageradísimos maquillajes, paillettes y pelucones de escándalo, convirtiendo a la actriz en el  icono gay hispánico por excelencia, precursor del universo drag que aún tardaría algunas décadas en llegar.
"Noches de Casablanca", "Samba", "La dama de Beirut" o "La mujer perdida" se suceden una tras otra perpetuando el mismo agotado cliché hasta la extenuación, destacando solamente en ese período "La Reina del Chantecler", principalmente por la cuidada producción y la participación de excelentes actores de reparto como Milagros Leal, José Franco, Amelia de la Torre o Ana Mariscal. En todas ellas, Sara repite su personaje de cantante-buena-en-el-fondo víctima de las circunstancias a la que su remisión llegará a través del amor o la muerte, todo ello mezclado en historias generalmente de trasfondo detectivesco más próximas al lacrimógeno melodrama fílmico de décadas pretéritas que a los nuevos y vanguardistas planteamientos que el cine europeo estaba llevando a cabo durante aquellos años. Las tres siguientes películas de Sara Montiel resultarán, tal vez, las más interesantes del conjunto de su filmografía: "Tuset Street", de Jorge Grau y Luis Marquina; "Esa Mujer", realizada por el sensitivo Mario Camus y, finalmente,  "Varietés", dirigida por Juan Antonio Bardem como versión arrevistada de su éxito de 1954 "Cómicos". Tras este flirteo de la actriz con el cine de autor, llegará el canto del cisne para su carrera fílmica con el desastre que supuso "Cinco almohadas para una noche", en la que la calidad del producto tocará fondo y hará que la estrella se replantée su permanencia en el cine, dando por terminada su relación con el séptimo arte e iniciando una fructífera trayectoria discográfica y teatral que no solo mantendrá su estatus de super-estrella sino que lo aumentará acercándose a una audiencia entregada que deseaba verla en vivo y en directo después de toda una vida de seguir sus avatares en la pantalla grande. Los espectáculos de Sara Montiel, especialmente en los teatros del Paralelo barcelonés, donde siempre contó con el cariño y el fervor de un público incondicional, se repiten año tras año convirtiéndose en un clásico de la programación escénica durante la década de los ochenta, actividad que alternó con una presencia constante en múltiples programas de televisión. Durante estos años, la vida personal de Sara se reduce a una existencia tranquila junto a su tercer marido, el productor teatral mallorquín Pepe Tous -de quien enviudará en 1992- y sus dos hijos adoptados, Thais y Zeus, pasando todo el tiempo libre que su trabajo le permite en su villa de Mallorca.
La Sara Montiel de la actualidad, a sus ochenta -y tantos- años más que cumplidos, sigue siendo un personaje popular en los saraos televisivos que la nueva concepción de los talk show implantó al iniciarse el siglo XXI. Convertida ya en un mito viviente, parece hallarse más allá del bien y del mal permitiéndose el lujo de aparecer considerablemente amamarrachada en cuantos programas de máxima audiencia se la requiere, mientras que rememora su glorioso pasado ante un público obtuso que apenas sabe nada de su brillantísima carrera profesional como gran estrella cinematográfica internacional durante más de treinta años. En estos revolcones en la miseria televisiva de hoy en día, Saritísima, de vuelta de todo y algo más, no puede ocultar que lleva escrito en la cara el viejo y sabio dicho que me quiten lo bailao, mientras sostiene con sus rechonchos dedos un omnipresente puro habano que las ridículas leyes anti-tabaco no le permiten encender en el plató.  
Su última aparición ha tenido lugar en un vídeo-clip del grupo de Olvido Gara-Alaska, Fangoria, donde ambas cantan a coro "Absolutamente" llevando al extremo sus carácteres de mitos gay de distintas generaciones en un trabajo -no de los más acertados, por cierto- del fotógrafo Juan Gatti. Estos sorprendentes encontronazos con el público son los que mantienen viva la leyenda de Sara Montiel, el ejemplo más reconocible de vigencia de un mito en la iconografía colectiva, mucho más allá de su trascendental importancia como personalidad imprescindible de un determinado período del cine y la canción en España y como uno de los símbolos representativos de la educación sentimental de varias generaciones en este país.