lunes, 16 de junio de 2008

"Desperate Housewives": no todo puede ir a la lavadora

Reconozco que mi primera reacción cuando supe del estreno de esta serie fue muy negativa. Temía encontrarme con la versión suburbial de "Sexo en Nueva York", y no estaba dispuesto a soportarlo otra vez. Para mí, ya había sido suficiente con cuatro mujeres desesperadas por acostarse con un hombre, y con otro, y luego con otro más, pretendiendo que -a base de insistir en ello- les sería revelado el secreto de la felicidad. Me senté, desconfiado, ante el televisor el día que se emitía el primer capítulo, y enseguida me di cuenta de que aquello no tenía nada que ver con las neurosis desbocadas de Sarah Jessica Parker y Candance Bushnell.
"Desperate Housewives" plantea un universo femenino a años luz del de sus congéneres neoyorquinas, presidido por unos intereses y unos objetivos completamente distintos. Las protagonistas viven, aparentemente, en un calco del sueño americano del que se nutría la publicidad de los años cincuenta. No en vano, los títulos de crédito muestran -además de un excelente gag visual tomando como elemento presidencial el fascinante "American Gothic" de Grant Wood- constantes referencias a ese american dream mitificado por el gran Norman Rockwell.

Las protagonistas de "Desperate Housewives" viven en una galaxia muy, muy lejos de la que habitan Carrie, Miranda, Charlotte y Samantha. La vida en el imaginario Wisteria Lane, ese elegante barrio de la imaginaria ciudad de Fairview, en el también imaginario Eagle State, tiene más de anuncio publicitario que de realidad pura y dura. En Wisteria Lane, Los hombres beben cerveza en el porche mientras ven el partido de baseball en la televisión, los niños construyen casitas en los árboles, y las mujeres enfrían en la ventana de la cocina deliciosos apple pie que acaban de hornear. A primera vista, todo es idílico y perfecto, y parece que nada ni nadie podría hacer que esa existencia ideal se tambaleara. Wisteria Lane, con sus casas limpias y blancas, sus aceras impolutas cuajadas de árboles, su calzada impecablemente asfaltada, y sus habitantes -devotos de múltiples confesiones- que acuden con su traje de los domingos al oficio religioso, no es más que una cruel caricatura de la sociedad americana en las pequeñas comunidades-satélite de los grandes centros urbanos.
El gran acierto de su argumento -en un producto destinado al consumo familiar y con una inequívoca vocación humorística- radica en todo lo que se nos muestra detrás de este maravilloso y colorista decorado. El espectador, así pues, pasa a ser el voyeur inconfesado que todos llevamos dentro para ser testigo de las suciedades, iniquidades y miserias que esconden los -al fin y al cabo- simples seres humanos que habitan Wisteria Lane, de sus pequeños y grandes dramas y también de sus recurrentes incursiones en el más absoluto de los ridículos. El oro de esta Tinseltown de extraradio queda reducido a simple hojalata a los ojos del observador invisible, para el cual todo queda a la vista.