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jueves, 11 de febrero de 2010

Jorge Rivero o el mito del macho latino

Primero la historia del cine y, más tarde, la de la televisión, no han dejado de regalarnos excelentes muestras de lo que se dio en llamar el "macho latino" o latin beefcake (como vino en denominarse en la América del Norte, región ducha en el difícil arte del naming) desde sus mismos inicios hasta nuestros propios días. Durante varias décadas, estos ejemplares rebosantes de masculinidad justificaban su mera presencia a través de la etnología (es decir, interpretando personajes de indios de cualquier latitud, incluso algunas nunca aparecidas en un mapa) y  justificando también por esa misma cualidad su todavía recatada desnudez. Fueron dos señores de las hoy en día oxidadas características eróticas de Ramón Novarro y Rodolfo Valentino los primeros que destaparon su anatomía en la gran pantalla aunque, eso sí, bajo tan espesas capas de maquillaje -incluyendo poco delicadas sombras de ojos y oscuros rouge à lèvres- que sus rostros han quedado actualmente relegados al placer oculto de los fetichistas de la cosmética. Si fueron, así pues, respectivamente el mexicano y el italiano emigrados a la Meca del Cine en los albores de la expresión fílmica los primeros mitos latinos que sentaron cátedra, la recién inaugurada tradición siguió su curso con una segunda hornada ya plenamente inscrita en el sonoro con nombres como César Romero o Anthony Quinn, aunque la férrea censura que los últimos estertores del infame Hays Code imponía a las producciones cinematográficas impidió que, en la mayoría de las ocasiones, el público pudiera solazarse con la exhibición de sus varoniles anatomías durante los años treinta y buena parte de los cuarenta, justo cuando una tercera andanada de bronceados muchachos comenzaba a cruzar el Río Grande para protagonizar coloreadas superproducciones -habitualmente, para la Metro Goldwyn Mayer- bajo exóticos nombres como los de Fernando Lamas o Ricardo Montalbán. Es durante estos fecundos años cincuenta cuando las camisas desaparecen y los shorts se reducen a la mínima expresión para mostrar velludos y trabajados abdómenes latinos sostenidos por fuertes y morenas piernas a las que tenían que enfrentarse señoronas del tronío de Lana Turner o Arlene Dahl y ninfas de la danza -más o menos seca, más o menos húmeda- como Cyd Charisse o Esther Williams. Estos caballeros importados en su mayoría del cine mexicano tuvieron que competir abierta y duramente por el fervor de las plateas con actores de la planta de Rock Hudson o Charlton Heston, representantes de la virilidad caucásica en el Hollywood de los fifties. Pese a esta competencia interracial establecida en el núcleo duro de la testosterona del show business, en el corazón -y otros órganos, obviamente- del gran público americano siempre hubo y siempre habrá un lugar para el adonis moreno de turno, lo que ha permitido renovar constantemente esta tradición sostenida por el antiguo y discutible mito de la inagotable capacidad amatoria y la generosa dotación física del hombre latino.
Fue en el contexto de los primeros años sesenta cuando apareció en el cine mexicano uno de los mayores símbolos de la masculinidad latina de todos los tiempos, muy alejado, eso sí, de la imagen ofrecida por otros clásicos machos aztecas como Jorge Negrete o Pedro Infante -ambos, además, ilustres figuras canoras de primer orden- cuyo tremendo éxito en décadas pretéritas podía justificarse por el atractivo -hoy en día indiscutiblemente vintage- de sus mostachudos rostros y por el perfecto ajuste en la confección de sus trajes charros. No, Jorge Rivero iba mucho más allá y significó la modernización del mito latin beefcake primero en su país de origen y, después, en Estados Unidos y Europa, a donde le llevaron en volandas una vez estrenadas allí algunas de sus películas en las que no perdía el tiempo a la hora de mostrar generosamente su impactante anatomía con el beneplácito de productores y directores, que veían en él uno de los ingredientes imprescindibles para revalorizar subproductos que, sin su concurso, habrían pasado sin pena ni gloria por las salas de exhibición. Así pues, Rivero se convirtió en el objecto de deseo de millones de mujeres en todo el mundo, ascendiendo con gran facilidad al pináculo más alto de la belleza masculina en los años sesenta y setenta con la ayuda, eso sí, del colectivo gay, que hizo de él uno de sus iconos favoritos y al que, sin duda alguna, debe agradecer la mitomanía que actualmente se mantiene alrededor de su figura cinematográfica.
Nacido Jorge Pous Ribé -su ascendencia catalana es innegable- en Ciudad de México en 1938, practicó durante su juventud el culturismo con especial dedicación y esmero, lo que le procuró una magnífica apariencia física atenida al ideal clásico y alejada de las grotescas masas de músculos que estaba poniendo de moda el género del peplum al iniciarse la década de los sesenta. Mientras tanto, Rivero terminó sus estudios de Ingeniería Química, aunque ejerció su profesión durante muy poco tiempo al ser descubierto por el cine de su país que le ofreció immediatamente papeles acorde con su simpar apostura, a la que se sumaba la belleza de sus rasgos faciales, de ojos oscuros y nariz solo insinuadamente aguileña. Su debut en la gran pantalla tuvo lugar en la cinta de 1964 "El Emmascarado de Oro contra el asesino invisible", película que ya le situó en la retina del público en personajes de acción con los que el actor podía lucir su estampa, ya fuera embutido en las estrechas mallas de un boxeador ("Los endemoniados del ring") como en la piel de un agente secreto de clara inspiración bondista ("Santo en El tesoro de Moctezuma"). Por supuesto, la industria mexicana del cine no iba a dejar pasar la oportunidad de colar a semejante alhaja en melodramas de intensidad variable ("Arrullo de Dios") o en comedietas fácilmente olvidables ("Cómo pescar marido"), por lo general junto a estrellitas de la constelación fílmica mexicana como Hilda Aguirre o Tere Velázquez.
Sin embargo, el auténtico despegue de Jorge Rivero se produjo después de protagonizar uno de los mayores desatinos del cine de todos los tiempos como resultó ser la visión de Miguel Zacarías acerca de la vida de nuestros primeros padres en un curioso pastiche llamado "El pecado de Adán y Eva", soporífera cinta que incorpora, eso sí, impagables momentos del más glorioso kistch, con enormes flores y setas de atrezzo que salpican la verde pradera que se supone es el Edén y la presencia de retozones animalitos dignos del Disney más académico triscando alrededor de los protagonistas. El secreto de que esta película pueda ser, hoy en día, revisionable en formato DVD y no se haya licuado en la neblina de los tiempos se encuentra, justamente, en la presencia de Jorge Rivero como un Adán de película X que se pasea completamente desnudo por semejante background, mostrando generosamente cada centímetro de su cuerpo -a excepción, claro está, de sus genitales- y obsequiando a los mortales con generosos planos de sus impresionantes posaderas. Todo ello, mientras el pobre merodea cabizbajo enfurruñado con el Creador porque a él -a diferencia del zoológico naif que le rodea- no le ha hecho entrega de una compañera. Finalmente, la compañía anhelada llega en forma de una Eva nórdica interpretada por Candy Wilson (acreditada aquí como Candy Cave), pseudoactriz de difícil recuerdo para la que resultó ser su primera y última aparición en la pantalla. Semejante desacato contaba, para acabar de arreglarlo, con efectos especiales que convertían los de Georges Méliès en tecnología digital, con espadas de cartón y baratos efectos lumínicos para simular la expulsión del paraíso, y con un Dios de voz de ultratumba más propio como host de una serie de relatos de terror que como el anciano decepcionado que maldice la criatura -que suponía perfecta- que él mismo creó.
La restringida difusión de la película no fue obstáculo para que el físico de Rivero llamara la atención de Hollywood, donde le reclamaron para aparecer en dos recordados westerns: "Soldado Azul" y "Río Lobo", dirigidos respectivamente en 1970 por Ralph Nelson y Howard Hawks y en donde trabajó junto a nombres de la talla de Candice Bergen o John Wayne. En cualquier caso, la carrera norteamericana de Jorge Rivero  no fue mucho más allá de interpretar los tópicos jefes piel roja, regresando a su México natal para realizar, a lo largo de los años, puntuales incursiones en el cine y la televisión gringa, apareciendo en 1976 como estrella invitada en un episodio de la popular serie "Columbo" y, más tarde, en "Scarecrow and Mrs. King" y "Centennial". Más interesante resultó, desde luego, su participación en "El sacerdote del amor" (1981), biopic británico del escritor inglés D. H. Lawrence dirigido por Christopher Miles donde se codeó con Ian McKellen, Janet Suzman y la mismísima Ava Gardner. Justo antes de aparecer en esta excelente cinta, Rivero protagonizó en México una coproducción con España titulada "El profesor erótico", serie Z que explotaba descaradamente el lado más sexual del actor mostrándole en profusión de escenas de cama y ducha junto a despechugadas starlettes con las que compartía diálogos que rozaban el ridículo. Junto a él, aparecían en el cartel grandes figuras del cine español como José Luís López Vázquez, Alfredo Landa, Rafaela Aparicio o Antonio Ferrandis, a los que -a buen seguro- no les agradaba recordar su aparición en esta lamentable muestra de celuloide desperdiciado.
La década de los setenta estuvo marcada -además de por su promiscuidad en el mundo de la fotonovela, entonces todavía en pleno apogeo- por su aparición en el centerfold de la revista Playgirl, esta vez tal como su madre lo echó al mundo. Este número -hoy en día, raro material de coleccionista- abrió la puerta al desnudo integral de toda una generación de latin beefcake que se asomaron a las páginas de tan histórica publicación para probar mejor suerte mostrando abiertamente sus dones más preciados y dando, así, lugar a un nuevo y potente resurgimiento del arquetipo del macho latino. No fue esta la única vez que Rivero destapó sus partes pudendas, siendo especialmente recordada una nude session fotografiada en un ambiente marinero de barcas de pesca y equipos de submarinismo que incorpora para el elemento homosexual una divertida segunda lectura, al aparecer junto a otros hombres mostrando sus cuerpos al sol e, incluso, con la presencia de tiernos efebos. De este período viene su tradicional rivalidad con el actor Andrés García, otro ejemplar de real hunk mexicano que, sin embargo, nunca gozó del prestigio de Rivero quien -después de trabajar en Hollywood a las órdenes de Hawks- podía permitirse el lujo de rechazar papeles en desmadrados culebrones televisivos. Una vez coincidieron ambos caballeros en la gran pantalla, en la película de 1980 "Las tentadoras", aunque por absurdos motivos de exacerbado divismo profesional no compartieron ni una sola escena, lo que mermó considerablemente el previsible éxito del producto y privó al público de un duelo singular que, por lo erotizante, hubiese merecido figurar en las antologías del género.
El último trabajo de Jorge Rivero (por lo menos, hasta el momento) tuvo lugar en 2001, después de uma década de los noventa en la que apareció a buen ritmo en toda clase de producciones, habitualmente en el género de acción. A sus actuales 72 años, Rivero mantiene espectacularmente el tipo aunque, eso sí, habiendo cambiado su negro cabello por una mata de plateadas canas, mientras presta su imagen para comerciales y apareciendo como relleno en talk shows de la televisión mexicana. Sus limitadas capacidades como actor no le han impedido, por supuesto, su acceso al Olimpo de los físicos más hermosos que jamás se han asomado a una pantalla de cine, desde donde seguirá mostrando sus incuestionables encantos, por lo menos, mientras siga viva una sola de las carrozonas que le siguen idolatrando en todo el mundo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Wolf Ruvinskis, la estrella mexicana de la "Serie B"

Si bien las poderosas características de su físico, su masculina voz y su elegante sobriedad a la hora de afrontar un papel  permitían augurar una carrera cinematográfica excepcional, en la filmografía de Wolf Ruvinskis no se reconoce esa categoría estelar de primera figura ampliamente conocida que sus capacidades prometían. Pese a ello, entre sus películas destacan títulos que han hecho historia en una curiosa y cada vez más valorada vertiente del cine mexicano que tuvo su momento álgido en los años cincuenta, siguiendo la estela del cine de ciencia-ficción que Hollywood estaba sirviendo, y que llegó a extremos absolutamente delirantes en los años sesenta, antes de su previsible y agónico final al iniciarse la década de los setenta con el cambio que experimentaron los gustos del público, ya por entonces de vuelta del viaje alucinante que significaron veinte años de lindas vampiras de rasgos aztecas y marcianos con acento del solar jarocho. Wolf Ruvinskis, así, reinó por derecho en este paraíso de mallas ajustadísimas que apenas contenían impresionantes musculaturas forjadas en el espacio exterior y donde pudo, además, seguir practicando su auténtica profesión, la lucha libre, de la que había sido antaño uno de sus nombres más destacados en los países de habla hispana.
Los rasgos genuinamente caucásicos de tan singular ídolo de la constelación cinematográfica mexicana no eran gratuitos. Nacido Wolf Ruvinskis Manevics en Letonia en 1921, fue hijo de padres judíos que emigraron a Argentina durante la Segunda Guerra Mundial huyendo del horror nazi. Los Ruvinskis pasaron penurias económicas durante sus primeros años en Sudamérica, lo que unido a las penosas condiciones de su huída de Europa motivaron la muerte de su padre. Junto a su hermano, y al no ser capaz su madre de sacarlos adelante ella sola, Wolf se vio recluído en un internado por espacio de dos años. Allí fue donde despertó su deseo por llegar a ganar mucho dinero, por llegar a ser alguien para poder salir de la vida miserable que le esperaba a su regreso al barrio de la ciudad de Córdoba donde vivía su madre y donde el analfabetismo y la delincuencia juvenil campaban a sus anchas. El joven Wolf encontró la salida a tan negro porvenir en la lucha grecorromana, entrenando sin descanso y convirtiéndose en una firme promesa a la edad de 19 años, iniciando una gira de presentación por los rings de Latinoamérica. En 1938 fue campeón de su especialidad en Argentina, destacando también en otros deportes como el boxeo,  el remo o el rugby, y sobresaliendo como guardameta en los equipos Independiente de Santa Fe y el Millonarios de Colombia. Pero su consagración definitiva llegó en 1946 en el Coliseo mexicano ante la estrella de la lucha Bobby Bonales, a quien venció convirtiéndose immediatamente en una celebridad nacional, llamando la atención de la industria mexicana de la cinematografía por su impactante anatomía y sus grandes ojos azules.
Wolf Ruvinskis pronto se hizo un lugar entre los actores de reparto más populares de México, trabajando en melodramas, comedias, films de horror y toda clase de productos en los que, habitualmente, repetía hasta el aburrimiento su personaje -extrapolado de la vida real- de luchador o boxeador que podía mostrar registros que iban de la bondad más abnegada a la villanía más desalmada, aunque siempre junto a grandes nombres del cine azteca como Miroslava, Arturo de Córdova, Pedro Infante, Germán Valdés Tin-Tan o el mismísimo Mario Moreno Cantinflas, con quien rodó "Caballero a la medida" en 1953 y que sería uno de sus trabajos más recordados. De esta época es importante destacar "La bestia magnífica", una de sus mejores creaciones en un film dirigido en ese mismo año por el realizador Chano Urueta e interpretada junto a otro nombre imprescindible de la lucha libre mexicana reconvertido en actor, Crox Alvarado.  En estas películas, Ruvinskis encarna el ideal de tantos jóvenes mexicanos que veían, como a él le ocurrió, en la lucha o el boxeo la vía de escape de una existencia gris que les permitiría ganar fama y fortuna en un país eminentemente machista en el que, en muchos aspectos de la vida, imperaba un código de ruda conducta masculina basado en la preeminencia del más fuerte. Curiosamente, Wolf fue siempre todo un señor alejado de este estereotipo, un alma de cántaro de gran corazón que se desvivía por ayudar a los demás, querido y respetado entre sus colegas de profesión por su generosidad y compañerismo extremos.
  
Después del inevitable paseo por el peplum que significó "El rapto de las Sabinas", donde interpretó a Rómulo, Wolf alcanzó su momento de mayor popularidad al aceptar la oferta del director Federico Curiel (conocido con el sobrenombre de Pichirilo) para protagonizar una serie de películas de ciencia-ficción de bajo presupuesto. Así, Curiel llevó a la pantalla las aventuras de un personaje que él mismo había creado, "Neutrón el Emmascarado Negro", una suerte de super-héroe más cercano a la actual estética de los espectáculos de pressing-catch que a los tradicionales adalides del bien que el siglo XX nos sirvió por docenas desde las pantallas de cine, los programas de radio o las páginas de los cómics. Neutrón, que utiliza sus excepcionales dotes para la lucha en su cruzada contra las fuerzas del mal, tiene a su némesis absoluta en el Doctor Caronte, un científico loco que fabrica zombies utilizando cerebros humanos y que pretende dominar el mundo con el terror atómico. Partiendo de este alucinante planteamiento, Wolf Ruvinskis rodó cinco films en el papel principal, "Neutrón el Emmascarado Negro", "Neutrón contra el Doctor Caronte", "Los autómatas de la muerte", "Neutrón contra los asesinos del karate", y "Neutrón contra el doctor sádico", todas ellas entre 1960 y 1964, que se convirtieron en éxito immediato entre un público ávido de acción y aventura. Estas producciones resultaron puro entretenimiento a pesar de la falta de medios y de la poca consistencia de los guiones -escritos tópico tras tópico- y que nacieron, pese a que actualmente han alcanzado la categoría de films de culto, sin ninguna vocación de trascendencia.
La entrada triunfal de Ruvinskis en el cine mexicano de ciencia-ficción le hizo ser requerido para otras películas en las que intervino interpretando los más diversos papeles, a menudo rozando el esperpento y para los que no le importó vestirse con las trazas más ridículas en unas situaciones en las que solamente su impresionante planta salvaba la papeleta. Su personaje más recordado en esta etapa fue Argos, el capitán de un escuadrón de marcianos que llegaban a la Tierra en sus naves espaciales con la intención de conquistarla, pero que se encontraban con la oposición de otro popular super-héroe de la sci-fi mexicana, "Santo el Emmascarado de Plata", interpretado por el luchador-actor Rodolfo Guzmán Huerta en más de treinta películas a lo largo de dos décadas. De este modo, en "Santo vs. la invasión de los marcianos" Ruvinskis tuvo que ajustarse unas prietas mallas y cubrirse con una capa digna de la madrastra de Blancanieves que dejaba, eso sí, su atractivo torso al descubierto para goce y disfrute de las plateas. Para acabar de arreglarlo, la corte de extraterrestres que le rodeaba se parecía más al cast de una película pornográfica de los psicodélicos años setenta que a una milicia entrenada para colonizar otros mundos, con hermosas y frescachonas alienígenas comparables -en muslo y pechuga- a las playmates que estaba poniendo de moda, en aquella época, la mítica revista de Hugh Heffner.

A partir de 1970 Ruvinskis menudeó por películas sin ninguna importancia, desde comedietas de dudoso gusto hasta nostálgicos remedos de sus antiguas películas de lucha y boxeo, al tiempo que se dedicaba a abrir un par de restaurantes argentinos en Ciudad de México, "El Rincón Gaucho", en los que asumía las funciones de anfitrión de su distinguida clientela para la que, además, actuaba como prestidigitador, humorista o cantante de tangos que reinterpretaba con su cálida y viril voz. Pero, a pesar de la gran fortuna que atesoró durante sus años de celebridad, las cosas no le fueron económicamente bien en los últimos años de su vida, legando a su última esposa e hijos tan solo una casa y algunas acciones que estaban, además, en embargo preventivo por problemas fiscales. Ruvinskis, casado tres veces (con Beatriz Pérez, con la bailarina Armida Herrera y con la actriz Lilia Michel), falleció en 1999 a consecuencia de una insufuciencia cardíaca a la edad de 78 años. Su último cometido profesional fue asumir en 1994 la presidencia de la nueva Comisión de Lucha Libre Profesional de México, siendo uno de los artífices de que el gobierno de la nación dignificara este deporte al que dedicó buena parte de su vida.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Richard Harrison: "The paella-western man"

Una vez pública y notoria mi predilección por los tres grandes nombres del sword and sandal mundial -Steve Reeves, Gordon Scott y Ed Fury- ha llegado el momento de dar cancha a otro elemento de notables atribuciones físicas que paseó su erótica figura y su intermitente bizqueo por las más deslumbrantes producciones Z Series que jamás se realizaron en Europa, especialmente en Italia y España, países en los que el actor desarrolló casi toda su carrera cinematográfica después de exiliarse de su EUA natal dado el poco -o nulo, para que engañarse- interés que su presencia despertaba entre los productores del Hollywood de los años cincuenta, que tal vez no vieron en él más que una montaña de músculo sin el menor talento interpretativo. Nada más lejos de la realidad, ya que si bien no puede decirse que Harrison fuese mejor actor que el resto de sus musculados coetáneos fílmicos, sí que poseía una impactante presencia que le hacía destacar en la pantalla a base de sacar partido de sus limitados recursos, algunos de ellos espectaculares. En Europa, Harrison pulió su irresistible imagen de paleto del middle America hasta convertirse en un elegante caballero que lo mismo hacía de espía en un remedo de las aventuras de James Bond, que se subía a un caballo para trotar por los desiertos de Almería en películas del Oeste que repetían, uno tras otro, los mismos extenuados clichés sobre decorados polvorientos cien mil veces utilizados.
Richard Harrison nació en Salt Lake City (Utah) en 1936. A la tierna edad de 17 años decidió probar fortuna en Los Angeles apostando fuerte por su impresionante físico entrando a formar parte del equipo de los famosos gimnasios de Vic Tanny y Bert Goodrich. Su estampa llamó la atención de las revistas que, en los años cincuenta, comenzaron a promocionar la desnudez del cuerpo masculino bajo pretextos tan poco consistentes como la halterofilia o el nudismo, pero que a través de los cuales lograban esquivar una férrea censura que examinaba con lupa las posibles trazas de homosexualidad patentes en tales publicaciones. Así, Harrison fue uno más de los macho-men que plagaron coloreadas portadas rebozadas en testosterona que hicieron las delicias secretas de la comunidad gay californiana, todavía oculta a la vista pública y a muchos años de distancia de dar los primeros pasos para su liberación.

Mientras que otros poderosos físicos masculinos rompían corazones entre el público y reventaban taquillas, Harrison esperó y esperó su oportunidad bajo el contrato que le había ofrecido -ofuscada por su aspecto de armario ropero de cuatro puertas- la Twentieth Century-Fox, de la que solo pudo conseguir que le incluyera en una casi inexistente aparición al principio del musical "South Pacific". Desengañado, Harrison firmó con el avispado productor Roger Corman, quien siempre andaba buscando nuevos talentos con los que nutrir las producciones de bajo presupuesto que rodaba con su sello, la American International Pictures, para aparecer en tres películas. La más interesante de ellas resultó "Master of the World" (1961) en la que compartía la pantalla con Vincent Price y Charles Bronson en una inspirada adaptación de la obra de Jules Verne con guión del excelente y prolífico Richard Matheson. El rodaje de las otras dos le llevó a Italia, donde Harrison se estrenó en el peplum con "I Sette Gladiatori" mostrando profusamente su impresionante anatomía cubierta por una sencilla clámide que tapaba, por cierto, lo justo y necesario para permitir el estreno del film, que fue saludado por la crítica como "los Siete Magníficos en toga". No hace falta añadir nada más.
La carrera de Richard Harrison derivó irremediablemente hacia derroteros previsibles, apareciendo en cuantas películas Sword and Sandal pudo, destacando entre ellas "Medusa Against the Son of Hercules", un fantástico delirio que bebía de las fuentes de la mitología griega mezclando unas leyendas con otras y presentando la historia de Perseo y Medusa, convertida esta en un repugnante ser con un único ojo que gobierna un ejército de hombres de piedra. Las aventuras de este más que dudoso hijo de Hércules siguieron con "Messalina Against the Son of Hercules", en la que el héroe recala en Roma donde se las verá -y de que modo- con la emperatriz de legendaria ninfomanía encarnada por la sensual Lisa Gastoni. Poco después, ya en 1967, Harrison será requerido por Richard Burton y Elizabeth Taylor para aparecer junto a ambos en "Doctor Faustus", una  insólita revisión de la obra de Christopher Marlowe que tampoco ayudaría a alterar el rumbo de su trayectoria profesional.
Harrison pronto acabó vistiendo botas con espuelas y sombrero de vaquero para rodar innumerables películas del Oeste de producción italiana o española, pero siempre rodadas bajo el sol almeriense por directores de ambos lados del Mediterráneo, destacando su colaboración con el realizador catalán Ignacio F. Iquino con el que rodó numerosos paella-westerns (como vinieron en llamarse por su mimetismo con el spaguetti-western italiano) y en los que compartió protagonismo, en muchas ocasiones, con el actor español Fernando Sancho quien repitió hasta la saciedad su arquetipo de bandido mexicano, eterno antagonista del culto y refinado pistolero que Harrison acostumbró a personificar. En este sentido, destacan especialmente sus personajes en "Vengeange", dirigida por Antonio Margheriti, y "Gunfight at Red Sands", realizada por Ricardo Blasco e interesante también por ser la primera película del Oeste en contar con una banda sonora compuesta por Ennio Morricone. Fue en ese período trufado de westerns cuando el actor, inexplicablemente, rechazó la oferta de Sergio Leone para protagonizar "Por un puñado de dólares", recomendando para el papel a un bisoño Clint Eastwood que comenzó a labrar su fortuna profesional gracias a esta película. Harrison, haciendo gala de un brillante sentido del humor, repitió en innumerables ocasiones a partir de ese momento que esa había sido su mayor contribución a la historia del cine.
Después de semejante patinazo, al actor no le quedó más remedio -posiblemente, para olvidarlo- que cambiar de registro, apareciendo en diferentes producciones que seguían la estela dejada por el cine de espías que acababa de poner de moda la recién inaugurada saga 007, todas ellas emmarcadas en lo que sería conocido como cine Eurospy, o cintas de espionaje de bajo presupuesto rodadas en el viejo continente. Richard Harrison todavía tendría una ocasión más de demostrar su veteranía en el cine de aventuras de corte historicista interpretando a Marco Polo en "L'Inferno dei Mongoli", en la que practicará el Kung-Fu junto a nombres populares del cine de acción chino en esta producción hongkonesa de 1975, abriendo la puerta a uno más de sus eternos bucles dentro del que rodará varias películas en la misma dirección. El punto más bajo en la carrera del actor se produjo cuando, a mediados de los años ochenta, rodó cinco películas en las Filipinas para la Silver Star Film Company, cinco engendros de ultra-bajo presupuesto que mezclaban las artes marciales con la violencia más sádica dentro de argumentos manidos y triviales, y que el actor definió, años más tarde, con suma dureza en una entrevista: "Fue una triste manera de hacer películas".
Sin embargo, la década de los setenta había marcado un punto de notable interés en la actividad de Harrison, tomando parte en producciones de autor en las que apareció junto a nombres tan consagrados del underground europeo como Helmut Berger o Klaus Kinski, alternándolas con una larga zambullida en lo que se conoció como sexploitation films, películas que comenzaban a mostrar descarados escarceos sexuales y que se proyectaban en los grindhouse theatres, salas de exhibición reservadas a adultos y que serían las precursoras de los cines hardcore de los ochenta. Las dos últimas producciones en las que Harrison tomó parte -ambas muy espaciadas entre sí cronológicamente- se remontan a los inicios de la década de los noventa, cuando apareció en el thriller erótico "Angel Eyes", no volviendo a trabajar como actor hasta el año 2000 en el que sería, definitivamente, su último trabajo, un drama romántico llamado "Jerks" en el que compartía créditos con un puñado de desconocidos actores televisivos. Actualmente, la mitomanía del actor goza de una espléndida buena salud con toda una nueva legión de fans que reivindican su papel como uno de los grandes nombres del low budget de todos los tiempos, viendo sus películas editadas en DVD a nivel mundial. Sin embargo, poco parece importarle ese resurgimiento al propio Richard Harrison a sus 73 años, enfrascado hoy en día en la gestión de la empresa de sistemas electrónicos que fundó junto a su hijo bajo el significativo y nostálgico nombre de Gladiator Electronics.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Lex Barker, Tarzán en claroscuro

Dueño de una carrera cinematográfica curiosa donde las haya, Lex Barker (nacido Alexander Crichlow Barker Jr. en Nueva York en 1919) se vio desheredado por su rica familia cuando decidió dejar sus estudios en Princeton para dedicarse a la interpretación. Con su cuerpo escultural y su rostro de viril atractivo, Barker estuvo predispuesto a saltar a la fama desde su adolescencia, marcado sin remisión por un físico de características excepcionales y un apetito sexual que habría de llevarle, en ocasiones, por oscuros caminos alejados de las luces brillantes de Hollywood y del glamour de Beverly Hills. Famoso tanto por sus papeles en el cine como por sus sonados matrimonios (el más jugoso de ellos, con la mismísima Lana Turner), Barker era conocido entre el sector femenino del mundillo de la Meca del Cine como Sex Barker, previsible juego de palabras establecido entre su nombre y su legendaria capacidad amatoria. Sin embargo, parece ser que como marido -aspecto en el que han coincidido todas las que pasaron junto a él por la vicaría- era terriblemente celoso, llegando al extremo de intentar detener la incipiente carrera cinematográfica de su tercera y última esposa, la catalana Carmen Cervera, entonces conocida por haber alcanzado el título de Miss España en 1961.
Mientras se entretenía en estas espectaculares y publicitadas relaciones con vedettes de galaxias tan dispares, Barker tuvo tiempo de hacerse con una nutrida filmografía en la que se alternan luces y sombras con igual intensidad, y pese a no disponer de una gran soltura dramática muchas de sus películas llegaron a ser más que aceptables éxitos de taquilla. Su impresionante físico y los papeles que, generalmente, se le asignaron -prácticamente cortados todos ellos con el patrón del más ortodoxo cine de aventuras- consiguieron mantenerle en el negocio del espectáculo durante más de un cuarto de siglo después de su debut en 1946 en un film musical protagonizado por Carmen Miranda, "Doll Face". Después, estaría tres años dando tumbos por thrillers y comedietas intrascendentes hasta que, en 1949, llegó su gran oportunidad al ofrecérsele el personaje de Tarzán de los Monos -recién abandonado por un ya fondón Johnny Weismuller- en la saga fílmica más longeva de la historia del cine. Así, el Tarzán de Lex Barker fue rubio y de ojos claros como la miel, notable mutación que el público pareció aceptar con agrado junto con una evidente reducción en los centímetros de tela del mítico taparrabos lucido por el hombre-mono. Por todo lo demás, las limitaciones -llamémoslo así- interpretativas del actor no resultaron un problema a la hora de dar vida a un personaje tradicionalmente parco en gestualidad y con tendencia a la expresión oral monosilábica.
Las cinco películas protagonizadas por Lex Barker como Tarzán pasaron, después de sus respectivos estrenos, a ser pasto de los llamados cines de repertorio, en los que se proyectaban en programa doble cintas de aventuras low budget que en pocos años comenzarían a adquirir categoría de joyas camp, compartiendo los sábados por la tarde y la matinée del domingo con viejas películas de Laurel y Hardy o con los peplum importados de Europa. "Tarzan's Magic Fountain" (1949), "Tarzan and the Slave Girl" (1950), "Tarzan's Peril" (1951), "Tarzan's Savage Fury" (1952) y "Tarzan and the She-Devil" (1953) son, hoy en día, referentes ineludibles de la mal llamada serie B que representan y distinguen toda una filosofía dentro del negocio de hacer cine al margen de los todopoderosos grandes estudios de Hollywood. Así, y enredado en sus propias lianas, la carrera de Barker giró inevitable y definitivamente al género de aventuras, siendo requerido por la dinámica industria italiana del cine de entretenimiento para engrosar las filas de sus estrellas internacionales. En Europa, Lex Barker protagonizó adaptaciones de populares novelas de Emilio Salgari ("El misterio de la jungla negra" y "El corsario rojo") y cintas policíacas ("Misión en Marruecos"), actividad que alternaba con retornos puntuales a los Estados Unidos para rodar algunos westerns y una rocambolesca producción con Stalin y la Guerra Fría como telón de fondo, "The Girl in the Kremlin", junto a Zsa Zsa Gabor.
Casado y separado ya dos veces (la última, de la actriz Arlene Dahl, más tarde esposa de Fernando Lamas), su matrimonio con la gran estrella de la Metro-Goldwyn-Mayer Lana Turner tuvo lugar en 1953, convirtiéndose -como ocurrió con todas las relaciones de la genuina sweater girl- en motivo de toda clase de especulaciones en torno a su fecha de caducidad en los mentideros de Hollywood. Para Lana, este sería ya su cuarto desposorio, del segundo de los cuales con Stephen Crane tenía a su hija, Cheryl, entonces una adolescente de 13 años. El episodio más sórdido y oscuro de la vida de Barker tuvo lugar cuando Lana escuchó las súplicas desesperadas de su hija, quien le rogaba que apartara de su lado a su padrastro el cual venía prodigándole excesivas y secretas muestras de afecto. Una horrorizada Turner no dudó ni un momento en echar immediatamente de su casa a su marido, empezando un proceso de divorcio que se llevó con la mayor discrección y en cuyos documentos oficiales no se hace mención alguna del desagradable asunto. La historia tuvo que esperar para ser desvelada a la publicación del libro autobiográfico de Cheryl Crane, "Detour: A Hollywood Tragedy-My Life with Lana Turner, my Mother", en 1988. Poco después del divorcio de Lana y Lex, tendría lugar la muerte del gangster Johnny Stompanato, entonces el amante de Lana, a manos de Cheryl Crane. Tras un proceso que, en esta ocasión, sí levantó una immensa polvareda mediática, los jueces decidieron que Crane había actuado en defensa de su madre, y dictaminaron homicidio justificado tras escuchar la relación de las vejaciones y servidumbres a las que el mafioso latin lover sometía a la actriz.
Después de los terribles acontecimientos acaecidos en la mansión de su ex-esposa Lana Turner, Barker decidió que lo mejor que podía hacer era desaparecer de Hollywood por una temporada. Regresó a su ya familiar Europa, donde actuó en recreaciones de historias medievales ("Il cavalieri dai cento volti") y en una alucinante versión de la leyenda del arquero de Sherwood en "Robin Hood y los piratas". Para entonces, su fama en el viejo continente era casi más grande que en los Estados Unidos, con películas rodadas en diferentes países aprovechando su dominio de los idiomas francés, español, italiano y alemán. Su pátina de estrella internacional y su aureola de galán -ya algo trasnochado- decidieron a Federico Fellini a ofrecerle un papel en "La Dolce Vita" (1960), donde interpretó al actor amante de la estrella de cine encarnada por una Anita Eckberg más exuberante que nunca. Caprichoso, alcohólico y pretencioso, el personaje permitió a Lex Barker lucirse con una excelente radiografía de comportamientos que conocía muy bien de sus años en Hollywood, y que supo implementar a su interpretación aportando un agrio y fellinesco regusto a decadencia.
En 1962 enviudó de su cuarta esposa, con quien se había casado en 1957 después de su separación de Lana Turner, y marchó a Alemania donde fue requerido para protagonizar dos películas inspiradas en el personaje del Doctor Mabuse que había hecho famoso el realizador Fritz Lang treinta años atrás. Más tarde, Barker tomó parte en trece films basados en novelas del autor alemán Karl May, consiguiendo una excepcional popularidad, especialmente con los westerns de la serie "Winnetou". El éxito fue tal que le decidió a instalarse definitivamente en Alemania, aunque realizando puntuales viajes a su país natal para trabajar en episodios de diferentes series de televisión. Galardonado dos veces con el prestigioso premio Bambi de cine y televisión, su carrera alemana resultó increíblemente fructífera, aunque despojada de trabajos de auténtica trascendencia, entre los cuales figura una incursión en el género terrorífico junto a Christopher Lee, "The Blood Demon" (también conocida como "Blood of the Virgins"), tangencial adaptación de una historia de Edgar Allan Poe. Fue en 1965 cuando conoció a la que sería su quinta y última esposa, Carmen Cervera, Miss Cataluña, Miss España y aspirante a actriz a la que conoció en un viaje en avión a Zurich. Carmen, a la que ya entonces se conocía como Tita, estaba deseosa de comenzar su carrera como actriz cinematográfica, cosa que su celoso marido no estaba dispuesto a consentir dejando emerger el lado más represivo y castrante de su personalidad, convirtiéndose en un inflexible Otelo. Barker puso mil impedimentos a los objetivos de su mujer, complicada y enervante situación marital que desembocó en su separación a principios de los años setenta. En 1972, y encontrándose en su Nueva York nativo, Lex Barker cayó fulminado en plena calle por un ataque al corazón. Carmen Cervera, pese a que ya había iniciado el proceso de divorcio, se convirtió en su viuda heredando la mayor parte de sus bienes, el resto de los cuales se repartió entre los tres hijos del actor, nacidos dos de ellos de su primer matrimonio con Constanze Thurlow y el tercero, del cuarto con Irene Labhart.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Tab Hunter, el efebo rubio de Hollywood

La década de los cincuenta no fue, precisamente, una época en la que Hollywood careciera de testosterona. De hecho, fueron años en los que el cine americano gozó de considerables dosis de masculinidad plasmada en el celuloide, por primera vez de manera no encubierta y permitiendo a sus estrellas más representativas hacer alarde de su físico excepcional. Una cierta e inevitable liberalización de las costumbres en la sociedad americana permitió a la industria cinematográfica empezar a mostrar toda la carne que décadas de oscurantismo -ejemplificado en el castrante reinado del Código Hays- habían ocultado o, en el mejor de los casos, disfrazado con pretextos historicistas que intentaban justificar la ausencia de ropa en el elemento masculino que se exhibía desde la pantalla. Actores como Rock Hudson, Hugh O'Brien, George Nader, Guy Madison, Rory Calhoun o Aldo Ray -por citar nombres muy representativos- comenzaron a mostrar muslo y pechuga no solamente en sus apariciones cinematográficas, sino también -y de un modo mucho más evidente- en revistas como Modern Screen, Motion Picture, Screenland o Movie Fan, que se nutrían de tórridas imágenes que ilustraban, muy a menudo, rumores de sibilina crueldad, generalmente infundados.
De entre toda esta pléyade de Adonis que florecieron al calor de las playas californianas cercanas a la Meca del Cine merece destacarse a Tab Hunter, hermoso ejemplar made in America que apareció por vez primera en la gran pantalla en 1950 con un producto dirigido por Joseph Losey, "The Lawless", y que mantuvo - a veces, con evidentes dificultades- una carrera llena de tropiezos en la que brillan, eso sí, impagables momentos de indudable stardoom. Hunter, con un físico sensacional muy acorde con la moda de aquellos años en los que comenzaron a emerger los primeros ítems de la cultura pop y en los que la comedia para teenagers era un género a explotar que daría, con el tiempo, pingües beneficios, se convirtió en una de las apuestas de una industria consciente del cambio experimentado en los gustos del público y de la nueva escala de valores de una sociedad que comenzaba a dejar atrás los horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial.
Nacido Arthur Kelm en 1931, en Nueva York, se trasladó a Los Angeles siendo aún un niño a consecuencia del divorcio de sus padres. Su interés por diferentes deportes -especialmente, el patinaje artístico- comenzó a modelar el cuerpo del que iba a vivir una vez superada la adolescencia, que terminó trabajando como guardacostas justo antes de ser descubierto por el Séptimo Arte. El cine pronto le convirtió en una de las figuras más populares entre el público más joven, colectivo que comenzaba a mostrar una incipiente rebeldía y un desmesurado apasionamiento por el Rock&Roll, la velocidad y el culto al cuerpo, características que se han mantenido -corregidas y aumentadas- hasta la actualidad. En este sentido, la imagen fílmica de Hunter se basó en las preferencias de este sector del público, aunque el auge que experimentó hacia finales de la década le permitió abrirse a otras audiencias, especialmente a partir de sus papeles protagonistas en el musical de Stanley Donen "Damn Yankees" (1958, junto a Gwen Verdon) y en "That Kind of Woman" (1959) en la que compartía cartel con Sophia Loren bajo la dirección de Sidney Lumet.
Antes de estos indiscutibles hits, la carrera de Tab Hunter tuvo como títulos más representativos películas como "Saturday Island", "The Sea Chase" o "Return to the Treasure Island", films que -pese a aparecer junto a estrellas consagradas como Lana Turner o Linda Darnell- no dejaban de ser producciones menores, que Hunter alternaba con frecuentes apariciones de reparto en series de televisión. Mención aparte merece su participación en "Battle Cry", dirigida por Raoul Walsh en 1955 y que puede considerarse su ascenso al estrellato. De esta misma época datan sus incursiones en la canción ligera, llegando a grabar diferentes LP's que se vendieron notablemente bien -por descontado, con la ayuda de su popular y atractiva imagen impresa en las cubiertas- a pesar de que su talento musical se hallaba bastante lejos de poderse comparar al de crooners como Sinatra o Dean Martin, e incluso al de otros cantantes juveniles como Fabian o Frankie Avalon.
Su homosexualidad, eso sí, fue ocultada celosamente por la maquinaria de Hollywood, de la misma manera en que se cubrieron con toneladas de tierra las relaciones de pareja de Rock Hudson y George Nader o, veinte años atrás, de Cary Grant y Randolph Scott. Sin embargo, y curiosamente, las revistas de la época mostraban al actor en actitudes que, en aquella época, podían ser consideradas abiertamente gay: cocinando -ambos ligeros de ropa- junto a Roddy McDowall, en la sauna finlandesa junto a otros jóvenes actores, o chismorreando al teléfono junto a un maquilladísimo John Bromfield que luce un blanco bañador de dudosa masculinidad para los cánones del momento. A pesar de que se le inventaban romances a pares con jóvenes actrices como Debbie Reynolds o Natalie Wood, nadie en Hollywood desconocía su currículum sentimental en el que figuraban caballeros como el actor Anthony Perkins o el jugador de skate Ronnie Robertson, con los que mantuvo largas relaciones sentimentales. Hunter pudo, por fin, sincerarse consigo mismo y con el gran público a partir del momento en que salieron a la luz sus memorias, "Tab Hunter Confidential: The Making of a Movie Star", en 2005. Los años sesenta contemplaron un evidente declive en la popularidad del actor, a pesar de que la década se inició con el estreno en la NBC de "The Tab Hunter Show". El programa se canceló por sus bajos niveles de audiencia y Hunter se vio obligado a trabajar en series de televisión producidas por la misma emisora, como el folletín periodístico "Saints and Sinners". Algunas películas juveniles como "Operation Bikini" o "Ride the Wild Surf" le permitieron seguir llegando a fin de mes, aunque su único trabajo verdaderamente trascendente en aquellos años fue su aparición en un fascinante título del británico Tony Richardson aún no reivindicado, "Los Seres Queridos" (1965). Un triste momento profesional que tuvo su cota más baja cuando apareció en diferentes spaghetti-westerns rodados en Europa, coincidiendo con un corto exilio de los Estados Unidos en el cual el intérprete, tal vez harto de la maledicencia de Hollywood, se refugió en Francia. Durante varios años su nombre apenas se escuchó, hasta que la década de los ochenta llegó de la mano del realizador John Waters con un papel coprotagonista junto al icono pop y musa del realizador de Baltimore Divine en "Polyester", escatológico engendro de resultado discutible pero con el auténtico regusto a transgresión que define la filmografía de Waters, precisamente en su última producción underground antes de caer, definitivamente, en las garras de las majors de Hollywood."Polyester" recuperó, pues, a Tab Hunter de su ostracismo y le dio a conocer a las nuevas generaciones convirtiéndole en un actor de culto, en un superviviente del Hollywood dorado que paseaba su pátina glamourosa por producciones independientes como "Lust in the Dust" (1985, también junto a Divine), alucinante western dirigido por Paul Bartel, especialista en productos de bajo presupuesto en cuya carrera se encuentran perlas fílmicas como la considerable "Eating Raoul". Por lo demás, Tab Hunter había conseguido dotar a su existencia de la tan deseada transparencia pública compartiendo su vida con su compañero Allan Glaser (con quien, por cierto, coprodujo "Lust in the Dust") en su casa de Montecito, California, donde todavía residen hoy en día. Hunter ha visto reeditados en CD sus éxitos musicales de los cincuenta y se encuentra, actualmente, colaborando activamente en el rodaje de un documental dirigido por Jeffrey Schwarz, "I'm Divine", sobre la vida de la que fue una de sus más famosas partenaires en la pantalla.

viernes, 1 de mayo de 2009

Gordon Scott: de la liana a la túnica

El tercer componente de mi terna de imprescindibles divos del peplum -de la cual ya os he presentado a Steve Reeves y a Ed Fury- es, ni más ni menos, aquel que vistió túnica y sandalia con la gracia de un obrero de la construcción pero que, curiosamente, consiguió hacer creíbles sus personajes -pese a sus evidentes limitaciones- sublimándolas con un rostro que, sin poseer la belleza incomparable del de Reeves, gustó al público, y con un cuerpo que dejaba, indolente, lugar a las fantasías de la platea. Gordon Scott capeó con gracia y desparpajo la difícil etapa del sword and sandal después de haberse convertido, anteriormente, en la enésima encarnación de Tarzán, el héroe salvaje de Burroughs que, esta vez, más parecía un broker neoyorquino de fin de semana en la selva que el icono del retorno al primitivismo soñado por el literato norteamericano. Pese a todo, Scott supo imprimir a su Tarzán el aliento épico necesario para atrapar a la audiencia, mezclándolo con una simpatía que traspasaba la pantalla y buenas dosis de erotismo desparramadas por su físico excepcional, todo ello escenificado ante decorados con una cierta propensión al cartón-piedra y rodado en chillón Technicolor. En el fondo, un must para los programas dobles del sábado por la tarde.
Gordon M. Verschkul nació en Portland (Estados Unidos) en 1926. Previamente a su salto al cine, trabajó en diferentes oficios, siendo, entre otros, instructor de la infantería de Marina y bombero. Con semejantes antecedentes, era de esperar que el joven Verschkul desarrollara una anatomía de impresión, producto del ejercicio físico inherente a sus diferentes etapas profesionales. Fue en 1953 cuando, mientras trabajaba como salvavidas playero, el productor Sol Lesser se fijó en las enormes posibilidades de aquel moreno especímen plasmadas en la pantalla. A la sazón, Lesser se hallaba a la busca y captura de quien tendría que ser el sustituto de Lex Barker en la colorista serie de películas que producía sobre las aventuras de Tarzán. Barker, que había sustituido a su vez a Johnny Weissmuller, se hallaba ya más cerca de su decadente etapa europea (acabó parodiándose a sí mismo en "La Dolce Vita" de Federico Fellini) que de la imagen sana y robusta que se esperaba del mítico hombre-mono. Así, Gordon Verschkul cambiaría, una vez más, de profesión e incluso de nombre, pasando a ser para las marquesinas de las salas de exhibición Gordon Scott.
Scott pronto se hizo popular como el nuevo Tarzán. De piel morena y de rizado pelo oscuro, ofrecía una imagen mucho más selvática que su antecesor Lex Barker, con un físico más delicado y de rubios cabellos. El público -que siempre tuvo a Johnny Weissmuller como referente del personaje- pareció agradecer el cambio y acudió a las salas para ver las cinco películas que acabaría rodando como el universal personaje: "Tarzan's hidden jungle" (1955), "Tarzan and the lost safari" (1957), "Tarzan and the trappers" (1958), "Tarzan's fight for life" (1958), "Tarzan's greatest adventure" (1959), y "Tarzan the magnificent" (1960). En la segunda y tercera entregas de esta serie, Tarzán-Scott tuvo a su Jane, la actriz Eve Brent, pero en el resto de las películas se le dejó pasear su atractiva soltería por la selva metido en aventuras que retomaban sistemáticamente los tópicos del mito: safaris codiciosos de marfil, animales salvajes, tribus hostiles, guapas antropólogas y taimados buscadores de diamantes, todo ello a buen ritmo y con la ayuda del color y delirantes backgrounds que reproducían imposibles paisajes montañosos con puentes colgantes sobre abismos sin fondo.
Tras su período tarzanesco, Scott se vio, irremisiblemente, obligado a responder a las ofertas que desde Europa se le hacían para ficharle como nueva estrella del peplum. Su físico, por descontado, había llamado poderosamente la atención de los productores italianos que veían en él material de suficiente calidad como para ser comparado con la gran luminaria del género, Steve Reeves, quien ya llevaba varios años en Italia desarrollando una fructífera carrera que había comenzado con la exitosa "Hércules", en 1958. Así, ambos intérpretes fueron emparejados en "Rómulo y Remo" (1961), un producto de irregulares resultados pero que incorporaba el morbo añadido de ver en acción -y muy juntas- a dos poderosas anatomías como las de Reeves y Scott. En medio de tal batalla de testosterona, brillaba la belleza excepcional de Virna Lisi justo antes de iniciar su período profesional más internacional.
Tras el éxito que representó su película junto a Steve Reeves, Scott comenzó a trabajar asiduamente para el cine italiano en productos de similar factura que intentaban darle un aire nuevo al ya un tanto manido género del peplum. Algunas de estas producciones, sin embargo, rizaban el rizo en cuanto a presunta originalidad, mezclando sin arrobo mitos de muy dispares procedencias y dando, con ello, origen a auténticas joyas bizarre. De esta manera, Gordon Scott interpretó el personaje principal en "Maciste", enloquecida revisitación del mito clásico que padeció una distribución absolutamente kafkiana: en Italia se tituló "Maciste contro il Vampiro", mientras que en los Estados Unidos se estrenó bajo tres diferentes nombres, "Maciste vs the Vampire", "Samson vs the Vampires" y "Goliath and the island of Vampires". Para los que hayan empezado a sentir una natural curiosidad, la película mostraba a Maciste-Goliat-Sansón empeñado en liberar a un grupo de doncellas secuestradas por un diabólico zombie que necesita mucha sangre fresca con la que alimentar a su vampírico ejército. Por mi parte, nada más que añadir.
Después de tal zambullida en el delirio más enloquecido, los productores no tuvieron ningún reparo en anunciar su siguiente proyecto para Scott, "Maciste en la corte del Gran Khan", en la que debía rescatar a una bella princesa china de las garras de una horda de bárbaros guerreros mongoles. Para no desmerecer de la tónica general, la cinta se tituló en los Estados Unidos "Samson and the Seven Miracles of the World". Naturalmente, tras tales desacatos pseudohistóricos lo mejor que se podía hacer era reconciliarse con la historia con un tema que, por sobado, dejó indiferente a la audiencia. Así, "Una regina per Cesare" presentaba a Scott como un improbable Julio César rendido ante los encantos de una bella Cleopatra encarnada por la actriz francesa Pascale Petit. Esta película marcó el inicio del declive de Gordon Scott, pasando aquí a ceder el protagonismo absoluto a Rick Battaglia como Lucius Septimius y apareciendo en una posición bastante secundaria en los títulos de crédito. Aún y así, llegarían todavía algunas películas más como protagonista, haciendo a veces el papel de Goliat, a veces el de Hércules, en producciones que ya habían comenzado a perder el favor del público. La puntilla a su carrera se la dio "Buffalo Bill", en la que el actor hizo lo que pudo para interpretar convincentemente al mítico William Cody. Su retirada definitiva del cine llegó dos años más tarde, tras protagonizar el giallo hispano-italiano "Segretissimo". Poco se sabe de las actividades de Scott a partir de su abandono del medio cinematográfico, poco más que el dato de que en 1994 se dejó ver junto a Steve Reeves en una nostálgica convención de admiradores del peplum en Knoxville. Gordon Scott, que había estado casado de 1954 a 1959 con la actriz Vera Miles, falleció en 2007 en Baltimore, Estados Unidos, donde residía en casa de una de las integrantes de su club de fans. Tras su muerte, el conocido crítico cinematográfico Maurice B. Gardner dijo que "si Burroughs siguiera con vida, estaría completamente de acuerdo en que las películas de Tarzán han ido mejorando con el tiempo, y en que Gordon Scott fue, verdaderamente, un magnífico hombre-mono".

martes, 10 de marzo de 2009

Ed Fury: la sensualidad del cartón-piedra

Si el Olimpo de oropeles grecorromanos que significó en la historia del cine el subgénero que vino en denominarse peplum (y que se rebautizó en Estados Unidos como sword and sandal, "espada y sandalia") tuvo, indiscutiblemente, un "rey", Steve Reeves, hay que saludar con los honores que merece al que podríamos llamar "príncipe heredero" de aquella sublimación de la virilidad de gimnasio que se adueñó de las pantallas durante las décadas de 1950 y 1960: Ed Fury, nacido Edmund Holovchik en los Estados Unidos de 1928. Frente a la belleza estatuaria, divina y anacrónica de Reeves, se antepuso la sensualidad y la belleza mortal de Fury, a medio camino entre un saludable leñador y un callboy de lujo, haciendo equilibrios sobre la fina línea que separa una imagen angelical de la encarnación del pecado más absoluto.
Pese a que su infancia y adolescencia tuvieron lugar en plena depresión económica consecuencia del crack bursátil de 1929, Ed Fury fue un sanote teenager curtido en la práctica diaria del culturismo en el gimnasio de su escuela, donde levantaba pesas y ejecutaba duras tablas de ejercicios. De ensortijado cabello rubio -natural- y dueño de un atractivo rostro, en el que destacaba una hechizante y casi perenne sonrisa, Fury supo modelar su cuerpo como lo hubieran hecho Fidias o Mirón, sin caer en la tentación de convertir su físico en una inexpresiva montaña de músculo al estilo de algunos de los que serían sus coétanos en el cine épico de serie B (Reg Park, Mark Forest, Richard Harrison o Dan Vadis, por citar una muestra definitoria), manteniendo las líneas de su cuerpo dentro de los más absolutos cánones de la delicada -aunque enormemente sensual- belleza masculina clásica. Después de resultar en segundo y tercer lugar en los concursos de Mr. Muscle Beach de 1951 y 1953, Ed Fury inició su andadura hacia la popularidad exhibiendo la perfección de su cuerpo en el centerfold de la revista Vim en noviembre de 1954, en una sesión de fotos del extraordinario Russ Warner realizada en las soleadas playas californianas. El número en cuestión, naturalmente, desapareció rápidamente de los quioscos, situación que llamó la atención de Hollywood, donde fue requerido por la Universal Pictures para trabajar como figurante en una película-vehículo para la estrella canora del estudio, Deanna Durbin.

Así, Fury encadenó una figuración tras otra en productos de cierta relevancia -aunque sin conseguir nunca acreditación alguna- llegando, incluso, a aparecer en la superproducción de la 20th Century-Fox "Demetrius y los gladiadores", protagonizada por Susan Hayward y Victor Mature, y en "Bus Stop", al lado de Marilyn Monroe como uno de los clientes del bar de carretera en el que trabaja la rubia actriz. Hay que hacer, sin duda, un buen esfuerzo de atención y agilidad visual para detectar a Fury en todas estas películas, pues sus apariciones son meramente anecdóticas y pasan, por lo general, bastante desapercibidas.Mientras tanto, las sesiones fotográficas para revistas como Physique Pictorial, Adonis o Body Beautiful se suceden sin descanso, mostrando a Fury en actitudes cada vez más tórridas y dispuesto a enseñar mucho más de lo que la conservadora moral americana de la época permitía. Al contrario que Steve Reeves, cuyas sesiones de fotos, habitualmente, incorporaban elementos estéticos y actitudes más propias del pathos de las tragedias teatrales griegas que del mundo glamouroso del cine de los cincuenta, las fotografías de Fury son plenamente fifties y nos lo muestran alegre y desinhibido, al mismo tiempo que con una fortísima carga sexual.
La segunda parte de la trayectoria fílmica de Ed Fury le lleva a Italia, una vez más siguiendo los pasos de Steve Reeves, quien acababa de cosechar un clamoroso triunfo a nivel internacional con la coproducción italo-americana "Hércules", mítica cinta que dará inicio al llamado peplum y que señalará el camino a seguir a todo un ejército de culturistas de ambos lados del Atlántico que probarán fortuna en la gran pantalla con mayor o menor acierto. De esta manera, Fury se estrena en el recién nacido subgénero con "La Regina delle Amazzoni" (1960), pasando después a interpretar el papel de Ursus, el titán remotamente inspirado en el personaje del mismo nombre de la novela de Sienkiewicz "Quo Vadis" en tres coproducciones hispano-italianas. En la primera de ellas, la más popular de las tres, Fury comparte protagonismo con Luis Prendes y una helenizada María Luisa Merlo, convincente en su patético personaje de la muchacha ciega que lucha, inútilmente, por el amor de Ursus contra el pressing impuesto al macho por las bellezas italianas Moira Orfei y Cristina Gajoni. Al final, Merlo recuperará la vista y el glamour perdidos y se llevará el gato al agua después de una terrible escabechina en la que perecererán ambas harpías.Un par de películas más (en una de ellas personificando a otro personaje imprescindible del peplum, Maciste) clausurarán el paseo de Ed Fury por las coproducciones épicas, una tournée que duró de 1960 a 1963. Después, su estrella se apagó y padeció un ostracismo fílmico de prolongada duración, hasta que en 1971 la televisión le recuperó como estrella invitada en episodios pertenecientes a series populares como "Barnaby Jones", "Cannon" o "El Mago".
Ed Fury, retirado hoy en día de toda actividad, mantuvo un excelente, atlético y juvenil aspecto hasta bien entrado en la setentena, tal vez haciendo honor a la vieja sentencia latina mens sana in corpore sano. Posiblemente, el mayor mérito de este culturista metido a actor fue el de saber aprovechar las oportunidades que se le presentaron, saltando del gimnasio a los concursos para culturistas, luego a las revistas, y de éstas al cine con una notable adaptación al difícil y competitivo medio. Y, para el recuerdo, más que un puñado de personajes recortados en Technicolor quedarán sus fotografías de juventud que le hacen destacar -por lo menos, a criterio de quien suscribe este texto- como uno de los más hermosos ejemplares masculinos que se han dejado ver en el siglo XX.

domingo, 19 de octubre de 2008

Su Majestad del "peplum": Steve Reeves

De entre toda la pléyade de representantes del más ortodoxo concepto del beefcake que la humanidad recuerda desde los tiempos de la Grecia y la Roma clásicas, se pueden citar muchísimos nombres que lograron fama y fortuna saltando fácilmente de las portadas de las revistas para culturistas a las pantallas cinematográficas en los dorados años cincuenta y buena parte de los sesenta: Gordon Scott, Reg Park, Ed Fury, Mark Forest, Brad Harris, Richard Harrison, Reg Lewis o Alan Steel fueron algunos de los más populares caballeros musculados que decoraron a fuerza de bícep, trícep y testosterona las delirantes historias que narraban las películas de sword and sandal ("espada y sandalia", como se vino en llamarlas en los EUA). Estos impresionantes señores, esculpidos a base de sangre, sudor y lágrimas en los gimnasios de Estados Unidos y la Europa más occidental fueron el detonante para el nacimiento de un subgénero dentro del cine de aventuras que alcanzó su máximo esplendor en Italia, cinematografía que hizo suyo el apelativo peplum acuñado por la crítica francesa en los sesenta y que proviene del vocablo griego "peplo", que definía a una túnica sin mangas que se sujetaba en el hombro.
Sin embargo, no fue hasta 1958 cuando entró en escena el que sería el dignificador del peplum, el actor que lo dotó de cierto prestigio y que conseguiría ensanchar universalmente las fronteras del género, el culturista norteamericano Steve Reeves, nacido en el estado de Montana en 1926 y que, diez años antes, había alcanzado fama mundial al ser proclamado consecutivamente Mister World y Mister Universe. Reeves, que a punto estuvo de ser elegido por Cecil B. de Mille para ser el protagonista de su "Sansón y Dalila" (papel que recayó, finalmente, en Victor Mature), había debutado como actor en 1954 de la mano de Edward D. Wood Jr. en uno de sus primeros fiascos, "Jail Bait", apareciendo ese mismo año en una producción de la Metro Goldwyn Mayer llamada "Athena" junto a Debbie Reynolds y Jane Powell, película que le lanzó a la fama. Reeves. asimismo, fue considerado por la Paramount para ser el protagonista del musical "Li'l Abner", papel que sería, finalmente, para el actor Peter Palmer.
En 1958, el director italiano Pietro Francisci andaba preparando "Hércules", una revisitación del mito griego en clave épica que iba a publicitarse con frases como la poderosa saga del hombre más poderoso del mundo. Cuando Francisci y el productor Federico Teti vieron el material de Reeves, decidieron que nadie más podría interpretar al héroe clásico y llamaron, entusiasmados, a este a Italia. La película fue un éxito de clamor que dio pie a una secuela, "Hércules y la Reina de Lidia", y motivó la llegada a Europa de otros culturistas americanos buscando el triunfo en un género que, de pronto, se convirtió en tremendamente popular. Las películas peplum se tornaron en un elemento imprescindible de la cartelera de las mejores salas de exhibición, dando orígen a una producción irregular que alternaba logrados e inspirados films con aberrantes ítems de serie B, absolutamente indigeribles hoy en día ni siquiera vistos desde el punto de vista camp, y que terminaban ejerciendo la función de teloneros en cines de programa doble. Resulta significativo, sin embargo, que actualmente exista todo un submundo de ediciones en DVD que no se mueven dentro de los parámetros de la distribución comercial y que nutren las estanterías de ávidos coleccionistas de este tipo de rarezas.
Había algo, sin ninguna duda, que diferenciaba en gran medida a Steve Reeves del resto de pseudoestrellas del cartón piedra: la perfección clásica de su figura, estatuaria y anacrónica, que bien podía haber estado representada en los frisos del Partenón o sobre los pedestales del Palatino romano de Nerón. Pero, sobre todo, la belleza armónica de su rostro, que le confería un matiz de apolínea inteligencia. No era poco, teniendo en cuenta las montañas de músculo anabolizado que sus colegas mostraban orgullosos, amén de unos rasgos faciales que, en ocasiones, denotaban cierto supino estupor, por no decir otra cosa. Muy pocos escapaban de tal definición, siendo los únicos que podían competir con Reeves el sensual Ed Fury y, especialmente, el futuro Tarzán Gordon Scott, otro ejemplo de bellísimo macho man que tendría una importante carrera en el cine de aventuras de la década de los sesenta. Reeves y Scott aparecieron juntos en "Rómulo y Remo", pastiche legendario de mediocre resultado que tenía como principal aliciente el sugerente y erótico duelo de masculinidad establecido entre ambas estrellas. Eso sí, como actor, Reeves no fue ni mejor ni peor que los demás, siendo a menudo mucho más convincente en las fotografías publicitarias que lanzaban las distribuidoras de sus películas que moviéndose ante las cámaras. Steve Reeves continuó, definitivamente encasillado, su carrera en Italia, trabajando en coproducciones con España ("Los últimos días de Pompeya") o Francia (la notable "La Batalla de Maratón", dirigida por Jacques Tourneur). Más tarde trasladará sus esfuerzos al género de piratas, con películas como "Sandokán, el Tigre de Mompracem" o "Morgan, el Pirata", alternándolas con nuevas incursiones en el Peplum como "La Guerra de Troya" o "La Leyenda de Eneas". Entre todo ello, destaca particularmente "El Ladrón de Bagdad", dirigida por un antiguo especialista en fantasías orientales de Hollywood, Arthur Lubin, en 1961.
Tras estos trabajos, Reeves rechazó sistemáticamente ofertas para protagonizar más películas en la línea de "Hércules", permitiéndose también el lujo de rechazar la oferta del productor Albert R. Broccoli para ser el primer James Bond en "007 contra el Dr. No" -papel que acabaría en las afortunadas manos de Sean Connery- y del realizador Sergio Leone para protagonizar la mítica "Por un puñado de dólares", primera de la trilogía del dólar del director italiano y que aupó a la gloria a Clint Eastwood (un papel que fue también rechazado por otro insigne musculado, Richard Harrison). Curiosamente, la última película que rodó Steve Reeves fue un spaghetti western, "Vivo per la tua morte", en 1968. Desde entonces, Reeves se dedicó a la promoción de la halterofilia sin esteroides y a la cría de caballos en su rancho californiano. Casado dos veces, murió el 1 de Mayo de 2000 a la edad de 74 años, víctima de un linfoma.