sábado, 28 de noviembre de 2009

Richard Harrison: "The paella-western man"

Una vez pública y notoria mi predilección por los tres grandes nombres del sword and sandal mundial -Steve Reeves, Gordon Scott y Ed Fury- ha llegado el momento de dar cancha a otro elemento de notables atribuciones físicas que paseó su erótica figura y su intermitente bizqueo por las más deslumbrantes producciones Z Series que jamás se realizaron en Europa, especialmente en Italia y España, países en los que el actor desarrolló casi toda su carrera cinematográfica después de exiliarse de su EUA natal dado el poco -o nulo, para que engañarse- interés que su presencia despertaba entre los productores del Hollywood de los años cincuenta, que tal vez no vieron en él más que una montaña de músculo sin el menor talento interpretativo. Nada más lejos de la realidad, ya que si bien no puede decirse que Harrison fuese mejor actor que el resto de sus musculados coetáneos fílmicos, sí que poseía una impactante presencia que le hacía destacar en la pantalla a base de sacar partido de sus limitados recursos, algunos de ellos espectaculares. En Europa, Harrison pulió su irresistible imagen de paleto del middle America hasta convertirse en un elegante caballero que lo mismo hacía de espía en un remedo de las aventuras de James Bond, que se subía a un caballo para trotar por los desiertos de Almería en películas del Oeste que repetían, uno tras otro, los mismos extenuados clichés sobre decorados polvorientos cien mil veces utilizados.
Richard Harrison nació en Salt Lake City (Utah) en 1936. A la tierna edad de 17 años decidió probar fortuna en Los Angeles apostando fuerte por su impresionante físico entrando a formar parte del equipo de los famosos gimnasios de Vic Tanny y Bert Goodrich. Su estampa llamó la atención de las revistas que, en los años cincuenta, comenzaron a promocionar la desnudez del cuerpo masculino bajo pretextos tan poco consistentes como la halterofilia o el nudismo, pero que a través de los cuales lograban esquivar una férrea censura que examinaba con lupa las posibles trazas de homosexualidad patentes en tales publicaciones. Así, Harrison fue uno más de los macho-men que plagaron coloreadas portadas rebozadas en testosterona que hicieron las delicias secretas de la comunidad gay californiana, todavía oculta a la vista pública y a muchos años de distancia de dar los primeros pasos para su liberación.

Mientras que otros poderosos físicos masculinos rompían corazones entre el público y reventaban taquillas, Harrison esperó y esperó su oportunidad bajo el contrato que le había ofrecido -ofuscada por su aspecto de armario ropero de cuatro puertas- la Twentieth Century-Fox, de la que solo pudo conseguir que le incluyera en una casi inexistente aparición al principio del musical "South Pacific". Desengañado, Harrison firmó con el avispado productor Roger Corman, quien siempre andaba buscando nuevos talentos con los que nutrir las producciones de bajo presupuesto que rodaba con su sello, la American International Pictures, para aparecer en tres películas. La más interesante de ellas resultó "Master of the World" (1961) en la que compartía la pantalla con Vincent Price y Charles Bronson en una inspirada adaptación de la obra de Jules Verne con guión del excelente y prolífico Richard Matheson. El rodaje de las otras dos le llevó a Italia, donde Harrison se estrenó en el peplum con "I Sette Gladiatori" mostrando profusamente su impresionante anatomía cubierta por una sencilla clámide que tapaba, por cierto, lo justo y necesario para permitir el estreno del film, que fue saludado por la crítica como "los Siete Magníficos en toga". No hace falta añadir nada más.
La carrera de Richard Harrison derivó irremediablemente hacia derroteros previsibles, apareciendo en cuantas películas Sword and Sandal pudo, destacando entre ellas "Medusa Against the Son of Hercules", un fantástico delirio que bebía de las fuentes de la mitología griega mezclando unas leyendas con otras y presentando la historia de Perseo y Medusa, convertida esta en un repugnante ser con un único ojo que gobierna un ejército de hombres de piedra. Las aventuras de este más que dudoso hijo de Hércules siguieron con "Messalina Against the Son of Hercules", en la que el héroe recala en Roma donde se las verá -y de que modo- con la emperatriz de legendaria ninfomanía encarnada por la sensual Lisa Gastoni. Poco después, ya en 1967, Harrison será requerido por Richard Burton y Elizabeth Taylor para aparecer junto a ambos en "Doctor Faustus", una  insólita revisión de la obra de Christopher Marlowe que tampoco ayudaría a alterar el rumbo de su trayectoria profesional.
Harrison pronto acabó vistiendo botas con espuelas y sombrero de vaquero para rodar innumerables películas del Oeste de producción italiana o española, pero siempre rodadas bajo el sol almeriense por directores de ambos lados del Mediterráneo, destacando su colaboración con el realizador catalán Ignacio F. Iquino con el que rodó numerosos paella-westerns (como vinieron en llamarse por su mimetismo con el spaguetti-western italiano) y en los que compartió protagonismo, en muchas ocasiones, con el actor español Fernando Sancho quien repitió hasta la saciedad su arquetipo de bandido mexicano, eterno antagonista del culto y refinado pistolero que Harrison acostumbró a personificar. En este sentido, destacan especialmente sus personajes en "Vengeange", dirigida por Antonio Margheriti, y "Gunfight at Red Sands", realizada por Ricardo Blasco e interesante también por ser la primera película del Oeste en contar con una banda sonora compuesta por Ennio Morricone. Fue en ese período trufado de westerns cuando el actor, inexplicablemente, rechazó la oferta de Sergio Leone para protagonizar "Por un puñado de dólares", recomendando para el papel a un bisoño Clint Eastwood que comenzó a labrar su fortuna profesional gracias a esta película. Harrison, haciendo gala de un brillante sentido del humor, repitió en innumerables ocasiones a partir de ese momento que esa había sido su mayor contribución a la historia del cine.
Después de semejante patinazo, al actor no le quedó más remedio -posiblemente, para olvidarlo- que cambiar de registro, apareciendo en diferentes producciones que seguían la estela dejada por el cine de espías que acababa de poner de moda la recién inaugurada saga 007, todas ellas emmarcadas en lo que sería conocido como cine Eurospy, o cintas de espionaje de bajo presupuesto rodadas en el viejo continente. Richard Harrison todavía tendría una ocasión más de demostrar su veteranía en el cine de aventuras de corte historicista interpretando a Marco Polo en "L'Inferno dei Mongoli", en la que practicará el Kung-Fu junto a nombres populares del cine de acción chino en esta producción hongkonesa de 1975, abriendo la puerta a uno más de sus eternos bucles dentro del que rodará varias películas en la misma dirección. El punto más bajo en la carrera del actor se produjo cuando, a mediados de los años ochenta, rodó cinco películas en las Filipinas para la Silver Star Film Company, cinco engendros de ultra-bajo presupuesto que mezclaban las artes marciales con la violencia más sádica dentro de argumentos manidos y triviales, y que el actor definió, años más tarde, con suma dureza en una entrevista: "Fue una triste manera de hacer películas".
Sin embargo, la década de los setenta había marcado un punto de notable interés en la actividad de Harrison, tomando parte en producciones de autor en las que apareció junto a nombres tan consagrados del underground europeo como Helmut Berger o Klaus Kinski, alternándolas con una larga zambullida en lo que se conoció como sexploitation films, películas que comenzaban a mostrar descarados escarceos sexuales y que se proyectaban en los grindhouse theatres, salas de exhibición reservadas a adultos y que serían las precursoras de los cines hardcore de los ochenta. Las dos últimas producciones en las que Harrison tomó parte -ambas muy espaciadas entre sí cronológicamente- se remontan a los inicios de la década de los noventa, cuando apareció en el thriller erótico "Angel Eyes", no volviendo a trabajar como actor hasta el año 2000 en el que sería, definitivamente, su último trabajo, un drama romántico llamado "Jerks" en el que compartía créditos con un puñado de desconocidos actores televisivos. Actualmente, la mitomanía del actor goza de una espléndida buena salud con toda una nueva legión de fans que reivindican su papel como uno de los grandes nombres del low budget de todos los tiempos, viendo sus películas editadas en DVD a nivel mundial. Sin embargo, poco parece importarle ese resurgimiento al propio Richard Harrison a sus 73 años, enfrascado hoy en día en la gestión de la empresa de sistemas electrónicos que fundó junto a su hijo bajo el significativo y nostálgico nombre de Gladiator Electronics.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Terele Pávez, actriz con mayúsculas

La Puebla de Montalbán, municipio toledano cuajado de historia, fue el lugar de nacimiento de Fernando de Rojas, autor de una de las obras cumbre de la literatura universal, “La Celestina”. Y es aquí donde, ahora, Celestina revivida pasea por calles y plazas, bajo arcos y puentes, envuelta en el humo de sus omnipresentes cigarrillos y dejando jirones de arte en el mortero deshecho que todavía une, unas con otras, las piedras antiguas. Terele-Celestina, Celestina-Terele… ¿Qué más da si ambas se atraen y se repelen, se quieren y se odian, con la misma fuerza en ambos irreconciliables sentimientos? Terele Pávez es ya, por aclamación universal, “la mejor Celestina de la historia”, y se ha hecho un hueco junto a esas piedras en las que intuye rostros y paisajes, mientras borda un nuevo hilado que ofrecer a otra Melibea quien, a su vez, arderá de pasión por otro Calisto.
Es así, pues, como Terele Pávez recrea sus personajes, que son para ella como una segunda piel que se pone sobre la suya propia, impregnándose de ellos y dejando que éstos se impregnen de sí misma. Es como si, de pronto, Terele jugara a las máscaras mostrando esa absoluta facilidad que parece tener para empaparse de emociones y sentimientos que solo ella es capaz de transmitir al público con tal visceralidad que eriza el vello. Con Terele, los adjetivos que se pueden utilizar para definir la excelencia de un intérprete se quedan cortos,y se queda uno con ganas de inventar otros nuevos para intentar aproximarse, solo intentarlo, a su enorme, inmensa categoría profesional. Porque estar delante de Terele cuando está metida en el meollo de su trabajo es disfrutar del presentimiento de lo perfecto. Algo así me ocurrió a mí, sentados los dos en un bar, bajo los porches de la plaza mayor. Andábamos a vueltas con “La Celestina”, su pasión de madurez, su adorado fetiche, el que va a dar que hablar de ella todavía más, mucho más allá del aplauso unánime que levantó cuando interpretó, de un modo como aún nadie se había atrevido a hacerlo, al inmortal personaje de Fernando de Rojas para la pantalla grande. De repente, Terele dejó de ser Terele y apareció ante mí aquella “puta vieja alcahueta”, bruja lisonjera y ambiciosa, regalándome un bellísimo pasaje de su negra historia, rendido yo, pobre mortal, de puro arrobo ante tal despliegue de generosidad y arte. Después de algo así, el Diluvio.
Terele Pávez nació, casi por casualidad, en Bilbao en 1939, aunque desde siempre ha vivido en Madrid. Procedente de una familia con numerosos antecedentes artísticos, es nieta del compositor Manuel Penella -autor de la popular "El gato montés"- y hermana menor de las también actrices Emma Penella y Elisa Montés. Sus primeros pasos en el cine -a donde llegó con tan solo doce años de edad, cuando deseaba con todas sus fuerzas llegar a ser bailarina clásica- los dio de la mano de Luís García Berlanga, que la incluyó en el reparto de "Novio a la vista", en 1954: "En esa época -dice Terele- ser un niño-artista era casi como ser un mono de feria". La actriz aprendió mucho de la vida en ese primer rodaje. De la vida y, sobre todo, de la interpretación: "Ahí me di cuenta de que yo quería esto, vi claramente que era lo mío, fue algo que me salió de muy adentro". Todavía muy joven, a los dieciocho años, y después de trabajar como actriz de reparto en películas motejadas entonces como juveniles, Terele Pávez protagoniza junto a sus hermanas "La cuarta ventana", dirigida por Julio Coll, en la que aprende el concepto de interpretación que empleará a lo largo de su carrera: "Yo veía a Emma y a Elisa llorar en las escenas dramáticas, y a mí no me salía ni una lagrima". Coll la llevó aparte y le susurró "¿Esta silla es de verdad? ¿Y esta pared? No, son de atrezzo, pero son creíbles. Pues tú consigues eso, y para lágrimas, ya están las de glicerina". Gran lección para una joven actriz, la cual aún hoy en día es incapaz de llorar cuando el guión lo requiere: "Si hay que llorar, ya pido las gotas. Y lo demás lo pongo yo".
Desde entonces, muchos son los personajes interpretados por Terele Pávez que han dejado profunda mella en la historia del cine español, y en el teatro, y en la televisión. Actriz multimedia, Pávez no hace distingos entre los diferentes soportes que pueden servirle para expresar su arte aunque, naturalmente, tiene sus preferencias: "En el cine estás más cómoda. Se para, te tomas un café, se repite, descansas otra vez. Pero el teatro es otro mundo, inigualable. El ruido del telón al subir y bajar, y ese vacío ante tí, que es la platea donde está el público. En un escenario todo está a la vista". En ese sentido, la carrera de Terele Pávez sobre las tablas está repleta de éxitos, como los que obtuvo con sus trabajos en "Las Troyanas" (dirigida por Miguel Narros), "La casa de las chivas", o este mismo año, sin ir más lejos, con "La duquesa al hoyo y la viuda al bollo", un personaje en clave de comedia absurda que la ha congraciado con el escenario después de varios años apartada de él. 
La televisión, como ocurre tantas veces, fue la que dio a conocer a Terele Pávez al gran público cuando, en 1985, personificó a Pilar Pradas, la última mujer ajusticiada en España en 1959 en la desgarradora "El caso de las envenenadas de Valencia", primer capítulo de la serie "La Huella del Crímen". Dirigida por Pedro Olea, Terele ofrece un recital antológico que la situará, definitivamente, entre las grandes intérpretes del panorama español: "Pilar Pradas es alguien con quien yo me encontré espiritualmente, a la que pedí perdón muchas veces por todo aquello en lo que pude equivocarme al interpretarla -me dice una emocionada Terele- y por todo lo que tuvo que sufrir, sola, sin amor, sin nadie, con todo lo que tenía a cuestas en una maleta y sirviendo de casa en casa". Terele Pávez recuerda lo duro que resultó hacer este personaje, no solo interiormente, sino a nivel físico: "Aún siento el frío de la argolla del garrote en mi cuello cuando rodamos la escena de la ejecución, con una reproducción exacta del aparato original que hacía un ruido espantoso". La actriz cosechará los mayores elogios y las críticas más entusiastas por este trabajo, aunque, como ella misma rememora "estuve, después, ocho años sin trabajar en televisión". Extraño mundo este, sin duda.
Fue el excelente registro interpretativo demostrado por la actriz en "El caso de las envenenadas de Valencia" lo que llevó al director Mario Camus y al productor Julián Mateos a ofrecerle uno de los papeles protagonistas en la adaptación de la novela de Miguel Delibes "Los Santos Inocentes". Terele Pávez, en estado de gracia junto a los demás intérpretes principales, unos espléndidos Alfredo Landa y Paco Rabal, borda su personaje de Régula, una mujer humilde, campesina, que vive rodeada de miseria, pero que mantiene una dignidad enorme, casi arrogante, luchando a capa y espada por su marido y por sus hijos: "A Régula tenías que sentirla -asevera Terele- mirándola de frente, sin victimismos, porque ella es muy inteligente y sabe que eso es lo que hay, y nada más". Terele se deja la piel en el personaje, trabajando codo a codo con Camus, con quien llegó a establecer un profundo entendimiento profesional: "Cuando consigues llegar a eso con un director, es maravilloso. No hay palabras para describirlo". Así, la actriz realizó un retrato portentoso de Régula, sumergiéndose en el frío y la humedad del campo extremeño para aportar los matices definitorios del personaje: "Camus me explicó que Régula no era sucia, sino todo lo contrario, pero que en su aspecto debía ser evidente la miseria extrema, eso de levantar el cabello y que debajo hubiera liendres". La película fue un triunfo apoteósico no solamente en su estreno en España, sino a nivel internacional, ganando premios en prestigiosos certámenes y abriendo mercados para el cine español.
Los años pasan y Terele Pávez va construyendo, poco a poco, su aureola de intérprete de calidad excepcional con apariciones -escasas pero contundentes- en distintos productos que disfrutan de mayor o menor popularidad, pero que si por algo pueden ser recordados es, sin duda, por la presencia en ellos de la actriz, a la que casi siempre bastan unas pocas líneas de diálogo para robar, literalmente, el protagonismo de la película a las estrellas principales. Esta rara cualidad fue rápidamente captada por el director Alex de la Iglesia, realizador con un innegable talento a la hora de componer los repartos de sus películas y que adivinó el potencial histriónico de Pávez y lo que esta era capaz de aportar a un papel cuando sus capacidades actorales son llevadas al límite: "Trabajar con Alex de la Iglesia exige mucho de los actores a nivel físico -asegura la actriz- y eso lo descubrí ya en El Día de la Bestia, donde hago unas escenas con Alex Angulo donde nos pegamos los dos una paliza brutal". Terele aún se exigirá más a sí misma en "La Comunidad", donde interpreta a Ramona, una jubilada terrorífica diseñada al más puro estilo bizarre por De la Iglesia: "Es una mujer sola, que aún se cree joven, y que está tan puteada que tiene que hacer la existencia imposible a los demás, espiando por la mirilla y criticando sin poder detenerse porque su vida es pura envidia". Ramona resultará una de las más impresionantes creaciones de Terele Pávez, quien me confidenció -muerta de risa, por cierto- que gracias a Alex de la Iglesia "solamente me llaman para hacer de pobre y guarra con batita de boatiné".     
Pero el gran papel de madurez de la actriz, hasta el momento, ha sido su magnífica personificación de la protagonista de "La Celestina", en una cuidadísima y extremadamente delicada adaptación llevada a cabo en 1995 por Gerardo Vera, realizador profundamente conocedor del texto de Fernando de Rojas que supo extraer del mismo pasajes marcados por un evidente lirismo, y que supo mezclar, sabiamente, con una ambientación excepcional: "Yo ya había tenido mis contactos con la obra -recuerda la actriz- porque había hecho, cuando joven, el papel de Elicia en el montaje de José Tamayo con Irene Gutiérrez Caba en el papel principal". Terele, haciendo un generoso alarde de su immensa capacidad para hacer suyo un personaje, reinterpreta a la Celestina aportándole oscuros matices, de un modo como ninguna de las anteriores actrices que lo han interpretado -entre las que destacan nombres como Amelia de la Torre o María Luisa Ponte, sin olvidar a la mencionada Irene Gutiérrez Caba- lo habían llevado a cabo: "Celestina es muy peligrosa -advierte una súbitamente grave Terele Pávez- porque es engañosa, puede confundirte con mucha facilidad. Tuve que trabajar mucho para saber en todo momento quien era ella y quien era yo, porque puede absorberte y hacerte mover cosas malas, interiormente, para trabajar el personaje, y hay que tener siempre mucho cuidado con lo que mueves para componer un personaje". Así, Terele -aunque pudiera parecer imposible- se supera a sí misma, devorando con total impunidad al resto del reparto, encabezado por unos descolocados Juan Diego Botto y Penélope Cruz lastrados por un evidente desconocimiento de la técnica interpretativa del texto clásico achacable a su prácticamente nula experiencia teatral. Pávez, ya por siempre barnizada con la pátina de quimera del arte de la escena, saborea un triunfo personal indescriptible que no hará, sin embargo, que las ofertas protagonistas acudan a la puerta de su casa, regresando pronto a su ya familiar entorno de películas de autor, cortometrajes de directores noveles y apariciones en series de televisión: "Si quieres que te diga la verdad -me dice, al despedirnos- estoy cansada. Me apetece quedarme aquí, en La Puebla de Montalbán, charlando con la gente en la plaza mayor y disfrutando de este cielo tan limpio, tan azul".
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a Terele Pávez el 11 de octubre de 2009.

jueves, 5 de noviembre de 2009

"Los Caballeros del Rey Arturo" o la leyenda de Camelot en Cinemascope y Metrocolor

La historia del cine se halla trufada de producciones que trataron de recrear con mayor o menor fortuna la leyenda artúrica y todo su fascinante mundo de torneos caballerescos y paladines de brillante armadura al rescate de bellas damas en peligro. La irresistible atracción de la industria cinematográfica por la saga del Rey Arturo viene de antiguo, y ha permanecido prácticamente inalterada hasta nuestros días, viéndose revisitada en clave de comedia, animación, drama, musical e, incluso, como simple pornografía, que de todo hay en la viña del Señor. Esta prolífica tendencia tendría sus años dorados, como no, chez Louis B. Mayer, caballero con un innato talento para sacar a la luz el lado más comercial y rentable de cualquier tema -por prosaico que pudiera ser- que cayera en sus manos. Así, en 1953, la Metro-Goldwyn-Mayer puso manos a la obra para producir la que iba a ser su primera película en Cinemascope, así como la primera que incorporaría el sonido estereofónico Perspecta. Para alumbrar tan espectaculares novedades, el estudio se decidió por una mastodóntica recreación de la vida en Camelot aderezada con colosales escenas de cruentas batallas servidas por miles de extras y la belleza de los suaves paisajes ingleses y escoceses como telón de fondo.
Para la confección del guión se echó mano de un texto épico del autor inglés del siglo XV Thomas Malory, "La Morte d'Arthur", mezclado hábilmente por el departamento de escritores de la Metro con textos poéticos medievales ingleses y franceses dándole al resultado un aspecto novelesco, casi folletinesco, muy del gusto del público de la época. La leyenda artúrica ya había servido como fuente de inspiración, un año antes, para otro producto MGM del mismo corte que resultó un éxito de taquilla, "Ivanhoe", protagonizado por un Robert Taylor ya visiblemente granado que repetiría en "Los Caballeros del Rey Arturo" su personaje de incansable adalid de la justicia, aquí encarnándose en la romántica figura de Lancelot du Lac (en España, "Lanzarote del Lago"). Junto a Taylor, un elenco de primeras figuras de la nómina del estudio que interpretaron sus estereotipados papeles sobre unos magníficos decorados construídos primorosa y artesanalmente y que reproducían el castillo de Camelot con sus torres, patios y fosos en un área que ocupaba 300.000 metros cuadrados. El tinglado, sin duda uno de los mayores decorados construidos en la historia del celuloide, se utilizó durante seis largos y laboriosos meses de rodaje, e incluía hasta un pequeño hospital de campaña con cuatro puestos de primeros auxilios por los que pasaron numerosos extras, víctimas del fervor instigado por el realizador Richard Thorpe el cual dictó la orden de máxima autenticidad en la escena de la colosal batalla a campo abierto.
Ava Gardner, quien acababa de cosechar un inmenso éxito personal con el estreno de su última película, "Mogambo", rodada a principios de aquel mismo año, se vio -una vez más- estafada por la Metro-Goldwyn-Mayer cuando se la obligó, esgrimiendo el contrato que la unía por siete años al estudio, a tomar parte en "Los Caballeros del Rey Arturo" en contra de su voluntad. Gardner, nominada al Oscar de la Academia de Hollywood por su magnífica interpretación de Honey Bear Kelly en la mítica aventura africana del ya anciano John Ford y con su cota más alta en el box office, esperaba que L. B. Mayer y el resto de ejecutivos de los estudios se dieran, por fin, cuenta del potencial que podía aportar a su trabajo cuando se le ofrecían personajes de calidad con los que ella pudiera sentirse identificada. En lugar de eso, y dejando caer, además, que se trataba de una compensación por su triunfo en "Mogambo", la Metro la vistió con las trazas de la Reina Ginebra y la incluyó en la terna protagonista de tan épico contubernio, junto al ya mencionado Robert Taylor y a un Mel Ferrer algo alicaído en su personificación del Rey Arturo. Ava Gardner, así, aparece hierática y desencantada, aunque, por supuesto, bellísima fotografiada en impresionante Cinemascope y maravilloso Metrocolor por la cámara del artesano Frederick A. Young. Al fin y al cabo, era de lo que se trataba.
El resto de los personajes fueron encomendados a actores del elenco británico de la MGM, secundarios de lujo como Stanley Baker o Felix Aylmer (respectivamente, Mordred y Merlín) y dos jóvenes actrices, Anne Crawford y Maureen Swanson, que fueron la dulce Elaine y la peligrosa Morgana. También gran parte del equipo técnico se reclutó en Inglaterra, aprovechando las costosas infraestructuras de las que la Metro disponía en la Gran Bretaña para dar salida a su capital immovilizado en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tal como se había hecho, en 1951, gastando ingentes cantidades de dinero en la producción de "Quo Vadis", en Cinecittà, cerca de Roma. En cualquier caso, la inversión resultó altamente provechosa, pues "Los Caballeros del Rey Arturo" fue un notable éxito de taquilla para el que se diseñó una insólita campaña de promoción que incluía la presencia de figurantes ataviados con brillantes armaduras sobre engalanados caballos en la entrada de las salas de exhibición donde se proyectaba la película, y desfiles con comparsas luciendo vistosos trajes medievales.