jueves, 17 de diciembre de 2009

Wolf Ruvinskis, la estrella mexicana de la "Serie B"

Si bien las poderosas características de su físico, su masculina voz y su elegante sobriedad a la hora de afrontar un papel  permitían augurar una carrera cinematográfica excepcional, en la filmografía de Wolf Ruvinskis no se reconoce esa categoría estelar de primera figura ampliamente conocida que sus capacidades prometían. Pese a ello, entre sus películas destacan títulos que han hecho historia en una curiosa y cada vez más valorada vertiente del cine mexicano que tuvo su momento álgido en los años cincuenta, siguiendo la estela del cine de ciencia-ficción que Hollywood estaba sirviendo, y que llegó a extremos absolutamente delirantes en los años sesenta, antes de su previsible y agónico final al iniciarse la década de los setenta con el cambio que experimentaron los gustos del público, ya por entonces de vuelta del viaje alucinante que significaron veinte años de lindas vampiras de rasgos aztecas y marcianos con acento del solar jarocho. Wolf Ruvinskis, así, reinó por derecho en este paraíso de mallas ajustadísimas que apenas contenían impresionantes musculaturas forjadas en el espacio exterior y donde pudo, además, seguir practicando su auténtica profesión, la lucha libre, de la que había sido antaño uno de sus nombres más destacados en los países de habla hispana.
Los rasgos genuinamente caucásicos de tan singular ídolo de la constelación cinematográfica mexicana no eran gratuitos. Nacido Wolf Ruvinskis Manevics en Letonia en 1921, fue hijo de padres judíos que emigraron a Argentina durante la Segunda Guerra Mundial huyendo del horror nazi. Los Ruvinskis pasaron penurias económicas durante sus primeros años en Sudamérica, lo que unido a las penosas condiciones de su huída de Europa motivaron la muerte de su padre. Junto a su hermano, y al no ser capaz su madre de sacarlos adelante ella sola, Wolf se vio recluído en un internado por espacio de dos años. Allí fue donde despertó su deseo por llegar a ganar mucho dinero, por llegar a ser alguien para poder salir de la vida miserable que le esperaba a su regreso al barrio de la ciudad de Córdoba donde vivía su madre y donde el analfabetismo y la delincuencia juvenil campaban a sus anchas. El joven Wolf encontró la salida a tan negro porvenir en la lucha grecorromana, entrenando sin descanso y convirtiéndose en una firme promesa a la edad de 19 años, iniciando una gira de presentación por los rings de Latinoamérica. En 1938 fue campeón de su especialidad en Argentina, destacando también en otros deportes como el boxeo,  el remo o el rugby, y sobresaliendo como guardameta en los equipos Independiente de Santa Fe y el Millonarios de Colombia. Pero su consagración definitiva llegó en 1946 en el Coliseo mexicano ante la estrella de la lucha Bobby Bonales, a quien venció convirtiéndose immediatamente en una celebridad nacional, llamando la atención de la industria mexicana de la cinematografía por su impactante anatomía y sus grandes ojos azules.
Wolf Ruvinskis pronto se hizo un lugar entre los actores de reparto más populares de México, trabajando en melodramas, comedias, films de horror y toda clase de productos en los que, habitualmente, repetía hasta el aburrimiento su personaje -extrapolado de la vida real- de luchador o boxeador que podía mostrar registros que iban de la bondad más abnegada a la villanía más desalmada, aunque siempre junto a grandes nombres del cine azteca como Miroslava, Arturo de Córdova, Pedro Infante, Germán Valdés Tin-Tan o el mismísimo Mario Moreno Cantinflas, con quien rodó "Caballero a la medida" en 1953 y que sería uno de sus trabajos más recordados. De esta época es importante destacar "La bestia magnífica", una de sus mejores creaciones en un film dirigido en ese mismo año por el realizador Chano Urueta e interpretada junto a otro nombre imprescindible de la lucha libre mexicana reconvertido en actor, Crox Alvarado.  En estas películas, Ruvinskis encarna el ideal de tantos jóvenes mexicanos que veían, como a él le ocurrió, en la lucha o el boxeo la vía de escape de una existencia gris que les permitiría ganar fama y fortuna en un país eminentemente machista en el que, en muchos aspectos de la vida, imperaba un código de ruda conducta masculina basado en la preeminencia del más fuerte. Curiosamente, Wolf fue siempre todo un señor alejado de este estereotipo, un alma de cántaro de gran corazón que se desvivía por ayudar a los demás, querido y respetado entre sus colegas de profesión por su generosidad y compañerismo extremos.
  
Después del inevitable paseo por el peplum que significó "El rapto de las Sabinas", donde interpretó a Rómulo, Wolf alcanzó su momento de mayor popularidad al aceptar la oferta del director Federico Curiel (conocido con el sobrenombre de Pichirilo) para protagonizar una serie de películas de ciencia-ficción de bajo presupuesto. Así, Curiel llevó a la pantalla las aventuras de un personaje que él mismo había creado, "Neutrón el Emmascarado Negro", una suerte de super-héroe más cercano a la actual estética de los espectáculos de pressing-catch que a los tradicionales adalides del bien que el siglo XX nos sirvió por docenas desde las pantallas de cine, los programas de radio o las páginas de los cómics. Neutrón, que utiliza sus excepcionales dotes para la lucha en su cruzada contra las fuerzas del mal, tiene a su némesis absoluta en el Doctor Caronte, un científico loco que fabrica zombies utilizando cerebros humanos y que pretende dominar el mundo con el terror atómico. Partiendo de este alucinante planteamiento, Wolf Ruvinskis rodó cinco films en el papel principal, "Neutrón el Emmascarado Negro", "Neutrón contra el Doctor Caronte", "Los autómatas de la muerte", "Neutrón contra los asesinos del karate", y "Neutrón contra el doctor sádico", todas ellas entre 1960 y 1964, que se convirtieron en éxito immediato entre un público ávido de acción y aventura. Estas producciones resultaron puro entretenimiento a pesar de la falta de medios y de la poca consistencia de los guiones -escritos tópico tras tópico- y que nacieron, pese a que actualmente han alcanzado la categoría de films de culto, sin ninguna vocación de trascendencia.
La entrada triunfal de Ruvinskis en el cine mexicano de ciencia-ficción le hizo ser requerido para otras películas en las que intervino interpretando los más diversos papeles, a menudo rozando el esperpento y para los que no le importó vestirse con las trazas más ridículas en unas situaciones en las que solamente su impresionante planta salvaba la papeleta. Su personaje más recordado en esta etapa fue Argos, el capitán de un escuadrón de marcianos que llegaban a la Tierra en sus naves espaciales con la intención de conquistarla, pero que se encontraban con la oposición de otro popular super-héroe de la sci-fi mexicana, "Santo el Emmascarado de Plata", interpretado por el luchador-actor Rodolfo Guzmán Huerta en más de treinta películas a lo largo de dos décadas. De este modo, en "Santo vs. la invasión de los marcianos" Ruvinskis tuvo que ajustarse unas prietas mallas y cubrirse con una capa digna de la madrastra de Blancanieves que dejaba, eso sí, su atractivo torso al descubierto para goce y disfrute de las plateas. Para acabar de arreglarlo, la corte de extraterrestres que le rodeaba se parecía más al cast de una película pornográfica de los psicodélicos años setenta que a una milicia entrenada para colonizar otros mundos, con hermosas y frescachonas alienígenas comparables -en muslo y pechuga- a las playmates que estaba poniendo de moda, en aquella época, la mítica revista de Hugh Heffner.

A partir de 1970 Ruvinskis menudeó por películas sin ninguna importancia, desde comedietas de dudoso gusto hasta nostálgicos remedos de sus antiguas películas de lucha y boxeo, al tiempo que se dedicaba a abrir un par de restaurantes argentinos en Ciudad de México, "El Rincón Gaucho", en los que asumía las funciones de anfitrión de su distinguida clientela para la que, además, actuaba como prestidigitador, humorista o cantante de tangos que reinterpretaba con su cálida y viril voz. Pero, a pesar de la gran fortuna que atesoró durante sus años de celebridad, las cosas no le fueron económicamente bien en los últimos años de su vida, legando a su última esposa e hijos tan solo una casa y algunas acciones que estaban, además, en embargo preventivo por problemas fiscales. Ruvinskis, casado tres veces (con Beatriz Pérez, con la bailarina Armida Herrera y con la actriz Lilia Michel), falleció en 1999 a consecuencia de una insufuciencia cardíaca a la edad de 78 años. Su último cometido profesional fue asumir en 1994 la presidencia de la nueva Comisión de Lucha Libre Profesional de México, siendo uno de los artífices de que el gobierno de la nación dignificara este deporte al que dedicó buena parte de su vida.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Sara Montiel o la vigencia del mito

Pocos han sido los mitos auténticos que ha generado el cine español a lo largo de su historia -y aún menos los que han conseguido cruzar fronteras, convirtiéndose en universales- situándose para siempre en el inconsciente colectivo como símbolos representativos de una época y de una sociedad marcada, ineludiblemente, por las consecuencias del conflicto bélico de 1936-1939. Dos son, de hecho, los personajes que se pueden inscribir en esta perspectiva, dos estrellas de muy distinto registro, desde luego, pero cuyas características intrínsecas resultan muy similares en el contexto de una industria española de la cinematografía que cortó a ambas con los mismos patrones que Hollywood aplicaba a sus luminarias más representativas. Las dos emmarcan sus respectivas carreras en los difíciles y convulsos años anteriores y posteriores a la Guerra Civil, representando así cada una de ellas la máxima expresión del star-system hispano durante el período republicano y durante los duros años de la dictadura franquista, convirtiéndose en iconos definitivos de la crónica sentimental de la España del siglo XX. El lector, a estas alturas, habrá adivinado que estas dos grandes personalidades que han trascendido épocas y modas son Imperio Argentina y Sara Montiel, dos nombres que han quedado escritos en letras de oro en las marquesinas de la gloria fílmica y cuya fama ha traspasado la pantalla entrando por derecho propio en la cronología histórica. La primera, el gran monstruo sagrado del cine español de preguerra, una diva incontestada cuya carrera se desarrolló en todo el ámbito internacional de habla hispana y cuyas películas, convertidas en clamorosos triunfos en todas partes donde se estrenaban, llegaron a ser rodadas en diferentes versiones idiomáticas para nutrir el mercado europeo -especialmente, Francia y Alemania- que las reclamaba ansiosamente. La eximia bonaerense -de quien me ocuparé de manera exhaustiva, más adelante, en esta misma sección- sería el más directo antecedente de la imagen fílmica que desarrolló la insigne manchega años más tarde, llevando todavía más lejos el concepto de super-estrella para convertirse además, durante la década de los sesenta, en la super-mujer de contundentes curvas rebosantes de sensualidad que significó la iniciación al sexo de, por lo menos, toda una generación marcada por la más castrante de las represiones.
En mi caso, Sara Montiel no tuvo, por supuesto, esos beneficiosos efectos como válvula de escape para psiques torturadas por la abstinencia permitiendo el desahogo de  humores retenidos. No, claro que no. Pero sí fue, desde mi misma infancia, una presencia constante a la que idolatrar desde el aspecto más mitómano de mi personalidad como la encarnación de la feminidad en abstracto, una diosa construída a golpe de artificio y perifollo que aglutinaba todos los tópicos que yo tenía asumidos como imprescindibles para cualquier estrella de cine que se preciara de serlo. La constante reinvención que practicaba sobre sí misma, apoyándose en una base inmutable cimentada en su indiscutible belleza, le permitía ser soñada por sus admiradores en infinitas variaciones del mismo tema, todas ellas iconográficas tal como ocurrió con Brigitte Bardot cuando Francia entera convirtió sus rasgos en los de la Marianne que simboliza su república.
Sara Montiel -una sola o miles de ellas- se nos antojaba la fusión de Raquel Meller y de Mae West en una imagen pública que, pese a parecer hierática y distante como una deidad mitológica, no podía disimular su terrenalidad hecha de gachas manchegas y sopas de ajo. Así, estar junto a María Antonia Abad Fernández cuando había dejado a Sara Montiel colgada en el perchero de la entrada era una experiencia fascinante que tuve la fortuna de poder experimentar en repetidas ocasiones, permitiéndome conocer a la persona amable, cariñosa, divertida e ingeniosa que se ocultaba tras el cegador brillo de los oropeles de Saritísima.
La  carrera cinematográfica de Sara Montiel comenzó en 1941, cuando después de destacar como cara bonita en las portadas de las revistas simplemente como "María Antonieta Abad, otra nueva estrella", llegó su primera oportunidad -bajo el insulso seudónimo de "María Alejandra"- con un pequeñísimo papel en la película "Te quiero para mí", dirigida por Ladislao Vajda. Para Antonia, la niña que había nacido en 1928 en Campo de Criptana (Ciudad Real) y que había pasado una infancia llena de hambre y miseria con la guerra de por medio, haber llegado al cine representó la plasmación de todos sus sueños adolescentes. Dotada tan solo con una generosa ración de belleza y sensualidad y un no menos importante sentido de la intuición, la futura gran estrella aprendería pronto a moverse en el negocio del show business patrio, adoptando el definitivo nombre artístico de Sarita Montiel y firmando para la productora Filmófono, donde el promotor Enrique Herreros se propuso extraer de semejante diamante en bruto el potencial que se ocultaba bajo sus trazas campesinas. "Empezó en boda", junto a Fernando Fernán Gómez, marca el auténtico despegue de su carrera, a la que siguieron otros títulos que fueron convirtiéndola en una figura popular entre el público de los años cuarenta. En estos primeros filmes ya es posible entrever la que será la futura personalidad cinematográfica de la actriz -sus gestos recurrentes y su particular forma de expresarse- que con los años se convertirán en su marca de fábrica y serán parte fundamental de la creación de su leyenda. A pesar de lo artificioso de la mayoría de los personajes que encarnó en este primer período, el elemento masculino asiduo a las salas de cine había comenzado a fijarse en las enormes dosis de erotismo de la joven actriz -apenas contenidas bajo los encorsetados e imposibles vestidos que tenía que lucir y las espesísimas capas de maquillaje que cubrían su rostro- cuya rotunda anatomía la relegaba a interpretar cachondonas demi mondaines ("Pequeñeces", "Mariona Rebull") o carácteres de raíz exótica con los que justificar su belleza tal vez demasiado insinuante para la época ("Aquel hombre de Tánger", "Locura de amor", "La mies es mucha").
Sarita Montiel cruza el charco en 1951 y se instala en Méjico, donde se convertirá en una de las principales figuras de la industria cinematográfica azteca de la época. En sus películas mejicanas, la Montiel seguirá repitiendo el arquetipo que la hizo popular en su primera etapa en España, pero lo dotará aquí de una sensualidad y un erotismo descarnados impensables, por aquel entonces, al otro lado de los mares, donde la absurda censura franquista campaba a sus anchas alargando el bajo de las faldas y cubriendo escotes. Los personajes mejicanos de Sarita Montiel, así pues, serán prostitutas, cantantes de night club, mujeres encarceladas y asesinas confesas, todos ellos con una importante carga de sexualidad y violencia presentada sin tapujos en folletines desgarrados o en comedietas intrascendentes salpicadas con toques folklóricos. Por supuesto, si al otro lado de Río Grande tenían semejante material altamente explosivo, Hollywood no tardó en saberlo, interesándose por la joven estrella española cuya belleza podía competir con las caras más hermosas y genuinas de Tinseltown. Sin embargo -y a pesar de que la propia Sara ha valorado siempre de manera superlativa su paso por el cine norteamericano- las películas rodadas por la actriz en los Estados Unidos la mostrarán sistemáticamente en papeles de corte exótico en los que dio vida a indias piel-roja ("Yuma") o a mejicanas ("Veracruz", "Dos pasiones y un amor"), en productos que, si bien la convirtieron en un personaje popular, no permitieron su acceso al esperado estrellato. Eso sí, Sarita alternó durante sus años en Hollywood con la crème de la industria americana, sobre todo a raíz de su matrimonio con el realizador Anthony Mann, relación que ya no se hallaba en sus mejores momentos poco antes de que la española recibiera la oferta de Juan de Orduña para regresar a su tierra natal y acometer el personaje protagonista de "El último cuplé". Mann y Sara Montiel se divorciarían poco tiempo más tarde, ya cuando ella se había convertido en una gran estrella en España, reconociendo la actriz en sus recurrentes actualizaciones autobiográficas de los últimos años que el motivo de tal separación había sido la considerable diferencia de edad. Sara Montiel volvería a casarse, en 1964, con el industrial Vicente Ramírez García Olalla, matrimonio que hizo aguas aquel mismo año ante los repetidos ataques de celos del marido y su insistencia en que su esposa renunciara a su profesión y a su imagen pública como estrella del espectáculo.
Anunciando a la prensa que sería la protagonista de la que iba a ser la nueva y ambiciosa producción de Juan de Orduña, Sara Montiel -habiéndose desprendido definitivamente del diminutivo "Sarita"- regresa a España, instalándose en Barcelona donde iba a tener lugar el rodaje de "El último cuplé". Juan de Orduña, cargado de maravillosas ideas para su nueva película pero contando con un presupuesto más que ínfimo, no podía ofrecer a la Montiel más que un sueldo irrisorio de 250 pesetas diarias, con las que la actriz -que había regresado sin ahorros de los Estados Unidos después de pasar cuentas con el fisco norteamericano- alquiló una habitación con derecho a cocina junto a su madre y se entregó con ahínco al trabajo, pese a saber que algunos de los modelos que luciría serían de papel -el famoso vestido amarillo de la canción "Balance, balance"- y que otros serían prestados por falta de dinero para confeccionarlos o, sencillamente, alquilarlos.
Así pues, la gestación del film no fue sencilla en absoluto. Los problemas económicos hacían que el rodaje se paralizara cuando se terminaba el dinero, y no se retomaba el trabajo hasta que Juan de Orduña -después de recorrer despachos y más despachos- volvía a reunir los fondos suficientes para poner a su equipo nuevamente en marcha. Cifesa, la productora de la mayoría de los grandes antiguos éxitos del realizador, se hallaba en un momento crítico, al borde de la quiebra, y sin la dirección del que había sido su fundador y primer propietario, Vicente Casanova, apartado de sus responsabilidades ante el acoso de bancos y acreedores, no pudiendo ofrecer la histórica casa valenciana  más que 3.000.000 de pesetas para la financiación del film a cambio de disponer de los derechos para España. Cuando parecía que la culminación de "El último cuplé" era ya una quimera, apareció la solución en la persona del productor mejicano Gonzalo Elvira -conocido en su país como El Peladito- quien ofreció a Orduña 50.000 dólares a cambio de los derechos de distribución de la película en Méjico. La película pudo terminarse, finalmente, resultando un éxito clamoroso de taquilla que recaudó tan solo en su exhibición en el cine Rialto de Madrid la cifra entonces astronómica de 150.000.000 de pesetas.

La melodramática historia de la cupletista María Luján, remedo de tantas y tantas artistas del pasado como Raquel Meller, La Bella Dorita o La Chelito, significaría para Sara Montiel el triunfo absoluto como gran estrella cinematográfica en España, convirtiéndose -con permiso de María Félix- en la más grande personalidad de la pantalla hispanoamericana del momento y en la máxima representación del glamour y el erotismo de habla castellana. La sensualidad destilada en su interpretación de la popular canción "Fumando espero" caldeó las plateas como nunca antes se había visto, provocando la ira de la censura que cortó parte del metraje de la secuencia. Se dice que la reacción del furibundo censor de turno fue espetar, ante las quejas de Juan de Orduña, "demasiado sofá y demasiada señora". En cualquier caso, la poderosa imaginación del público repuso lo que la tijera había cortado, elevando a la actriz a la categoría de símbolo sexual de carnalidad comparable a la de señoras de atributos tan deseables para la audiencia de la época como Marilyn Monroe o Sofía Loren.
Sin embargo, el éxito arrollador de "El último cuplé" situó a Sara Montiel en un punto sin retorno que hizo virar su carrera en un sentido único que se mantendría inamovible durante las siguientes dos décadas, convirtiendo la trayectoria profesional de la actriz en un curioso híbrido que se apuntalaba en la belleza sin igual de su rostro y en su forma absolutamente personal de interpretar las canciones de los números musicales que se intercalaban entre la acción argumental. Así, Sara encadenó triunfo tras triunfo durante los siguientes años, ya a caballo entre la década de los cincuenta y la de los sesenta -de "El último cuplé" a "Carmen la de Ronda", pasando por la sentimental y recordada "La violetera", y de "Mi último tango" a "Pecado de amor"- basándose en una fórmula mágica que arrastraba al público en masa a las salas de cine y que asentó aún más, si cabía, su envidiable posición como la estrella más taquillera del cine hablado en español de la época, categoría que llevó a la máxima expresión con giras triunfales por el mundo entero, incluyendo América del Sur, Méjico, Cuba, EUA, e incluso los países del antiguo bloque del Este llegando a provocar el delirio de las masas en lugares como Rumania o la mismísima URSS.
La alquimia siguió funcionando considerablemente bien a partir de 1962, a pesar de que el estreno de "La Bella Lola" dejó claro que las producciones en las que la actriz aparecía se iban convirtiendo cada vez más en pedestales a su mayor gloria, productos que la misma estrella se hacía fabricar a medida y en los que su autoridad indiscutida elegía desde los coprotagonistas -generalmente, galanes europeos de segunda fila que no podían hacerle sombra- hasta los argumentos, que eran más y más folletinescos y previsibles, meros soportes para engarzar los números musicales en los que destacaban coloridos close-up cada vez más cercanos a la bellísima máscara en la que se había convertido su rostro. Sus siguientes películas, atenidas a este patrón, no permitieron actualizar en absoluto la imagen de la actriz, convirtiéndose en aburridas repeticiones incluso para los seguidores más incondicionales de la manchega. El público homosexual, naturalmente, adoró esta delirante época de exageradísimos maquillajes, paillettes y pelucones de escándalo, convirtiendo a la actriz en el  icono gay hispánico por excelencia, precursor del universo drag que aún tardaría algunas décadas en llegar.
"Noches de Casablanca", "Samba", "La dama de Beirut" o "La mujer perdida" se suceden una tras otra perpetuando el mismo agotado cliché hasta la extenuación, destacando solamente en ese período "La Reina del Chantecler", principalmente por la cuidada producción y la participación de excelentes actores de reparto como Milagros Leal, José Franco, Amelia de la Torre o Ana Mariscal. En todas ellas, Sara repite su personaje de cantante-buena-en-el-fondo víctima de las circunstancias a la que su remisión llegará a través del amor o la muerte, todo ello mezclado en historias generalmente de trasfondo detectivesco más próximas al lacrimógeno melodrama fílmico de décadas pretéritas que a los nuevos y vanguardistas planteamientos que el cine europeo estaba llevando a cabo durante aquellos años. Las tres siguientes películas de Sara Montiel resultarán, tal vez, las más interesantes del conjunto de su filmografía: "Tuset Street", de Jorge Grau y Luis Marquina; "Esa Mujer", realizada por el sensitivo Mario Camus y, finalmente,  "Varietés", dirigida por Juan Antonio Bardem como versión arrevistada de su éxito de 1954 "Cómicos". Tras este flirteo de la actriz con el cine de autor, llegará el canto del cisne para su carrera fílmica con el desastre que supuso "Cinco almohadas para una noche", en la que la calidad del producto tocará fondo y hará que la estrella se replantée su permanencia en el cine, dando por terminada su relación con el séptimo arte e iniciando una fructífera trayectoria discográfica y teatral que no solo mantendrá su estatus de super-estrella sino que lo aumentará acercándose a una audiencia entregada que deseaba verla en vivo y en directo después de toda una vida de seguir sus avatares en la pantalla grande. Los espectáculos de Sara Montiel, especialmente en los teatros del Paralelo barcelonés, donde siempre contó con el cariño y el fervor de un público incondicional, se repiten año tras año convirtiéndose en un clásico de la programación escénica durante la década de los ochenta, actividad que alternó con una presencia constante en múltiples programas de televisión. Durante estos años, la vida personal de Sara se reduce a una existencia tranquila junto a su tercer marido, el productor teatral mallorquín Pepe Tous -de quien enviudará en 1992- y sus dos hijos adoptados, Thais y Zeus, pasando todo el tiempo libre que su trabajo le permite en su villa de Mallorca.
La Sara Montiel de la actualidad, a sus ochenta -y tantos- años más que cumplidos, sigue siendo un personaje popular en los saraos televisivos que la nueva concepción de los talk show implantó al iniciarse el siglo XXI. Convertida ya en un mito viviente, parece hallarse más allá del bien y del mal permitiéndose el lujo de aparecer considerablemente amamarrachada en cuantos programas de máxima audiencia se la requiere, mientras que rememora su glorioso pasado ante un público obtuso que apenas sabe nada de su brillantísima carrera profesional como gran estrella cinematográfica internacional durante más de treinta años. En estos revolcones en la miseria televisiva de hoy en día, Saritísima, de vuelta de todo y algo más, no puede ocultar que lleva escrito en la cara el viejo y sabio dicho que me quiten lo bailao, mientras sostiene con sus rechonchos dedos un omnipresente puro habano que las ridículas leyes anti-tabaco no le permiten encender en el plató.  
Su última aparición ha tenido lugar en un vídeo-clip del grupo de Olvido Gara-Alaska, Fangoria, donde ambas cantan a coro "Absolutamente" llevando al extremo sus carácteres de mitos gay de distintas generaciones en un trabajo -no de los más acertados, por cierto- del fotógrafo Juan Gatti. Estos sorprendentes encontronazos con el público son los que mantienen viva la leyenda de Sara Montiel, el ejemplo más reconocible de vigencia de un mito en la iconografía colectiva, mucho más allá de su trascendental importancia como personalidad imprescindible de un determinado período del cine y la canción en España y como uno de los símbolos representativos de la educación sentimental de varias generaciones en este país.    

sábado, 28 de noviembre de 2009

Richard Harrison: "The paella-western man"

Una vez pública y notoria mi predilección por los tres grandes nombres del sword and sandal mundial -Steve Reeves, Gordon Scott y Ed Fury- ha llegado el momento de dar cancha a otro elemento de notables atribuciones físicas que paseó su erótica figura y su intermitente bizqueo por las más deslumbrantes producciones Z Series que jamás se realizaron en Europa, especialmente en Italia y España, países en los que el actor desarrolló casi toda su carrera cinematográfica después de exiliarse de su EUA natal dado el poco -o nulo, para que engañarse- interés que su presencia despertaba entre los productores del Hollywood de los años cincuenta, que tal vez no vieron en él más que una montaña de músculo sin el menor talento interpretativo. Nada más lejos de la realidad, ya que si bien no puede decirse que Harrison fuese mejor actor que el resto de sus musculados coetáneos fílmicos, sí que poseía una impactante presencia que le hacía destacar en la pantalla a base de sacar partido de sus limitados recursos, algunos de ellos espectaculares. En Europa, Harrison pulió su irresistible imagen de paleto del middle America hasta convertirse en un elegante caballero que lo mismo hacía de espía en un remedo de las aventuras de James Bond, que se subía a un caballo para trotar por los desiertos de Almería en películas del Oeste que repetían, uno tras otro, los mismos extenuados clichés sobre decorados polvorientos cien mil veces utilizados.
Richard Harrison nació en Salt Lake City (Utah) en 1936. A la tierna edad de 17 años decidió probar fortuna en Los Angeles apostando fuerte por su impresionante físico entrando a formar parte del equipo de los famosos gimnasios de Vic Tanny y Bert Goodrich. Su estampa llamó la atención de las revistas que, en los años cincuenta, comenzaron a promocionar la desnudez del cuerpo masculino bajo pretextos tan poco consistentes como la halterofilia o el nudismo, pero que a través de los cuales lograban esquivar una férrea censura que examinaba con lupa las posibles trazas de homosexualidad patentes en tales publicaciones. Así, Harrison fue uno más de los macho-men que plagaron coloreadas portadas rebozadas en testosterona que hicieron las delicias secretas de la comunidad gay californiana, todavía oculta a la vista pública y a muchos años de distancia de dar los primeros pasos para su liberación.

Mientras que otros poderosos físicos masculinos rompían corazones entre el público y reventaban taquillas, Harrison esperó y esperó su oportunidad bajo el contrato que le había ofrecido -ofuscada por su aspecto de armario ropero de cuatro puertas- la Twentieth Century-Fox, de la que solo pudo conseguir que le incluyera en una casi inexistente aparición al principio del musical "South Pacific". Desengañado, Harrison firmó con el avispado productor Roger Corman, quien siempre andaba buscando nuevos talentos con los que nutrir las producciones de bajo presupuesto que rodaba con su sello, la American International Pictures, para aparecer en tres películas. La más interesante de ellas resultó "Master of the World" (1961) en la que compartía la pantalla con Vincent Price y Charles Bronson en una inspirada adaptación de la obra de Jules Verne con guión del excelente y prolífico Richard Matheson. El rodaje de las otras dos le llevó a Italia, donde Harrison se estrenó en el peplum con "I Sette Gladiatori" mostrando profusamente su impresionante anatomía cubierta por una sencilla clámide que tapaba, por cierto, lo justo y necesario para permitir el estreno del film, que fue saludado por la crítica como "los Siete Magníficos en toga". No hace falta añadir nada más.
La carrera de Richard Harrison derivó irremediablemente hacia derroteros previsibles, apareciendo en cuantas películas Sword and Sandal pudo, destacando entre ellas "Medusa Against the Son of Hercules", un fantástico delirio que bebía de las fuentes de la mitología griega mezclando unas leyendas con otras y presentando la historia de Perseo y Medusa, convertida esta en un repugnante ser con un único ojo que gobierna un ejército de hombres de piedra. Las aventuras de este más que dudoso hijo de Hércules siguieron con "Messalina Against the Son of Hercules", en la que el héroe recala en Roma donde se las verá -y de que modo- con la emperatriz de legendaria ninfomanía encarnada por la sensual Lisa Gastoni. Poco después, ya en 1967, Harrison será requerido por Richard Burton y Elizabeth Taylor para aparecer junto a ambos en "Doctor Faustus", una  insólita revisión de la obra de Christopher Marlowe que tampoco ayudaría a alterar el rumbo de su trayectoria profesional.
Harrison pronto acabó vistiendo botas con espuelas y sombrero de vaquero para rodar innumerables películas del Oeste de producción italiana o española, pero siempre rodadas bajo el sol almeriense por directores de ambos lados del Mediterráneo, destacando su colaboración con el realizador catalán Ignacio F. Iquino con el que rodó numerosos paella-westerns (como vinieron en llamarse por su mimetismo con el spaguetti-western italiano) y en los que compartió protagonismo, en muchas ocasiones, con el actor español Fernando Sancho quien repitió hasta la saciedad su arquetipo de bandido mexicano, eterno antagonista del culto y refinado pistolero que Harrison acostumbró a personificar. En este sentido, destacan especialmente sus personajes en "Vengeange", dirigida por Antonio Margheriti, y "Gunfight at Red Sands", realizada por Ricardo Blasco e interesante también por ser la primera película del Oeste en contar con una banda sonora compuesta por Ennio Morricone. Fue en ese período trufado de westerns cuando el actor, inexplicablemente, rechazó la oferta de Sergio Leone para protagonizar "Por un puñado de dólares", recomendando para el papel a un bisoño Clint Eastwood que comenzó a labrar su fortuna profesional gracias a esta película. Harrison, haciendo gala de un brillante sentido del humor, repitió en innumerables ocasiones a partir de ese momento que esa había sido su mayor contribución a la historia del cine.
Después de semejante patinazo, al actor no le quedó más remedio -posiblemente, para olvidarlo- que cambiar de registro, apareciendo en diferentes producciones que seguían la estela dejada por el cine de espías que acababa de poner de moda la recién inaugurada saga 007, todas ellas emmarcadas en lo que sería conocido como cine Eurospy, o cintas de espionaje de bajo presupuesto rodadas en el viejo continente. Richard Harrison todavía tendría una ocasión más de demostrar su veteranía en el cine de aventuras de corte historicista interpretando a Marco Polo en "L'Inferno dei Mongoli", en la que practicará el Kung-Fu junto a nombres populares del cine de acción chino en esta producción hongkonesa de 1975, abriendo la puerta a uno más de sus eternos bucles dentro del que rodará varias películas en la misma dirección. El punto más bajo en la carrera del actor se produjo cuando, a mediados de los años ochenta, rodó cinco películas en las Filipinas para la Silver Star Film Company, cinco engendros de ultra-bajo presupuesto que mezclaban las artes marciales con la violencia más sádica dentro de argumentos manidos y triviales, y que el actor definió, años más tarde, con suma dureza en una entrevista: "Fue una triste manera de hacer películas".
Sin embargo, la década de los setenta había marcado un punto de notable interés en la actividad de Harrison, tomando parte en producciones de autor en las que apareció junto a nombres tan consagrados del underground europeo como Helmut Berger o Klaus Kinski, alternándolas con una larga zambullida en lo que se conoció como sexploitation films, películas que comenzaban a mostrar descarados escarceos sexuales y que se proyectaban en los grindhouse theatres, salas de exhibición reservadas a adultos y que serían las precursoras de los cines hardcore de los ochenta. Las dos últimas producciones en las que Harrison tomó parte -ambas muy espaciadas entre sí cronológicamente- se remontan a los inicios de la década de los noventa, cuando apareció en el thriller erótico "Angel Eyes", no volviendo a trabajar como actor hasta el año 2000 en el que sería, definitivamente, su último trabajo, un drama romántico llamado "Jerks" en el que compartía créditos con un puñado de desconocidos actores televisivos. Actualmente, la mitomanía del actor goza de una espléndida buena salud con toda una nueva legión de fans que reivindican su papel como uno de los grandes nombres del low budget de todos los tiempos, viendo sus películas editadas en DVD a nivel mundial. Sin embargo, poco parece importarle ese resurgimiento al propio Richard Harrison a sus 73 años, enfrascado hoy en día en la gestión de la empresa de sistemas electrónicos que fundó junto a su hijo bajo el significativo y nostálgico nombre de Gladiator Electronics.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Terele Pávez, actriz con mayúsculas

La Puebla de Montalbán, municipio toledano cuajado de historia, fue el lugar de nacimiento de Fernando de Rojas, autor de una de las obras cumbre de la literatura universal, “La Celestina”. Y es aquí donde, ahora, Celestina revivida pasea por calles y plazas, bajo arcos y puentes, envuelta en el humo de sus omnipresentes cigarrillos y dejando jirones de arte en el mortero deshecho que todavía une, unas con otras, las piedras antiguas. Terele-Celestina, Celestina-Terele… ¿Qué más da si ambas se atraen y se repelen, se quieren y se odian, con la misma fuerza en ambos irreconciliables sentimientos? Terele Pávez es ya, por aclamación universal, “la mejor Celestina de la historia”, y se ha hecho un hueco junto a esas piedras en las que intuye rostros y paisajes, mientras borda un nuevo hilado que ofrecer a otra Melibea quien, a su vez, arderá de pasión por otro Calisto.
Es así, pues, como Terele Pávez recrea sus personajes, que son para ella como una segunda piel que se pone sobre la suya propia, impregnándose de ellos y dejando que éstos se impregnen de sí misma. Es como si, de pronto, Terele jugara a las máscaras mostrando esa absoluta facilidad que parece tener para empaparse de emociones y sentimientos que solo ella es capaz de transmitir al público con tal visceralidad que eriza el vello. Con Terele, los adjetivos que se pueden utilizar para definir la excelencia de un intérprete se quedan cortos,y se queda uno con ganas de inventar otros nuevos para intentar aproximarse, solo intentarlo, a su enorme, inmensa categoría profesional. Porque estar delante de Terele cuando está metida en el meollo de su trabajo es disfrutar del presentimiento de lo perfecto. Algo así me ocurrió a mí, sentados los dos en un bar, bajo los porches de la plaza mayor. Andábamos a vueltas con “La Celestina”, su pasión de madurez, su adorado fetiche, el que va a dar que hablar de ella todavía más, mucho más allá del aplauso unánime que levantó cuando interpretó, de un modo como aún nadie se había atrevido a hacerlo, al inmortal personaje de Fernando de Rojas para la pantalla grande. De repente, Terele dejó de ser Terele y apareció ante mí aquella “puta vieja alcahueta”, bruja lisonjera y ambiciosa, regalándome un bellísimo pasaje de su negra historia, rendido yo, pobre mortal, de puro arrobo ante tal despliegue de generosidad y arte. Después de algo así, el Diluvio.
Terele Pávez nació, casi por casualidad, en Bilbao en 1939, aunque desde siempre ha vivido en Madrid. Procedente de una familia con numerosos antecedentes artísticos, es nieta del compositor Manuel Penella -autor de la popular "El gato montés"- y hermana menor de las también actrices Emma Penella y Elisa Montés. Sus primeros pasos en el cine -a donde llegó con tan solo doce años de edad, cuando deseaba con todas sus fuerzas llegar a ser bailarina clásica- los dio de la mano de Luís García Berlanga, que la incluyó en el reparto de "Novio a la vista", en 1954: "En esa época -dice Terele- ser un niño-artista era casi como ser un mono de feria". La actriz aprendió mucho de la vida en ese primer rodaje. De la vida y, sobre todo, de la interpretación: "Ahí me di cuenta de que yo quería esto, vi claramente que era lo mío, fue algo que me salió de muy adentro". Todavía muy joven, a los dieciocho años, y después de trabajar como actriz de reparto en películas motejadas entonces como juveniles, Terele Pávez protagoniza junto a sus hermanas "La cuarta ventana", dirigida por Julio Coll, en la que aprende el concepto de interpretación que empleará a lo largo de su carrera: "Yo veía a Emma y a Elisa llorar en las escenas dramáticas, y a mí no me salía ni una lagrima". Coll la llevó aparte y le susurró "¿Esta silla es de verdad? ¿Y esta pared? No, son de atrezzo, pero son creíbles. Pues tú consigues eso, y para lágrimas, ya están las de glicerina". Gran lección para una joven actriz, la cual aún hoy en día es incapaz de llorar cuando el guión lo requiere: "Si hay que llorar, ya pido las gotas. Y lo demás lo pongo yo".
Desde entonces, muchos son los personajes interpretados por Terele Pávez que han dejado profunda mella en la historia del cine español, y en el teatro, y en la televisión. Actriz multimedia, Pávez no hace distingos entre los diferentes soportes que pueden servirle para expresar su arte aunque, naturalmente, tiene sus preferencias: "En el cine estás más cómoda. Se para, te tomas un café, se repite, descansas otra vez. Pero el teatro es otro mundo, inigualable. El ruido del telón al subir y bajar, y ese vacío ante tí, que es la platea donde está el público. En un escenario todo está a la vista". En ese sentido, la carrera de Terele Pávez sobre las tablas está repleta de éxitos, como los que obtuvo con sus trabajos en "Las Troyanas" (dirigida por Miguel Narros), "La casa de las chivas", o este mismo año, sin ir más lejos, con "La duquesa al hoyo y la viuda al bollo", un personaje en clave de comedia absurda que la ha congraciado con el escenario después de varios años apartada de él. 
La televisión, como ocurre tantas veces, fue la que dio a conocer a Terele Pávez al gran público cuando, en 1985, personificó a Pilar Pradas, la última mujer ajusticiada en España en 1959 en la desgarradora "El caso de las envenenadas de Valencia", primer capítulo de la serie "La Huella del Crímen". Dirigida por Pedro Olea, Terele ofrece un recital antológico que la situará, definitivamente, entre las grandes intérpretes del panorama español: "Pilar Pradas es alguien con quien yo me encontré espiritualmente, a la que pedí perdón muchas veces por todo aquello en lo que pude equivocarme al interpretarla -me dice una emocionada Terele- y por todo lo que tuvo que sufrir, sola, sin amor, sin nadie, con todo lo que tenía a cuestas en una maleta y sirviendo de casa en casa". Terele Pávez recuerda lo duro que resultó hacer este personaje, no solo interiormente, sino a nivel físico: "Aún siento el frío de la argolla del garrote en mi cuello cuando rodamos la escena de la ejecución, con una reproducción exacta del aparato original que hacía un ruido espantoso". La actriz cosechará los mayores elogios y las críticas más entusiastas por este trabajo, aunque, como ella misma rememora "estuve, después, ocho años sin trabajar en televisión". Extraño mundo este, sin duda.
Fue el excelente registro interpretativo demostrado por la actriz en "El caso de las envenenadas de Valencia" lo que llevó al director Mario Camus y al productor Julián Mateos a ofrecerle uno de los papeles protagonistas en la adaptación de la novela de Miguel Delibes "Los Santos Inocentes". Terele Pávez, en estado de gracia junto a los demás intérpretes principales, unos espléndidos Alfredo Landa y Paco Rabal, borda su personaje de Régula, una mujer humilde, campesina, que vive rodeada de miseria, pero que mantiene una dignidad enorme, casi arrogante, luchando a capa y espada por su marido y por sus hijos: "A Régula tenías que sentirla -asevera Terele- mirándola de frente, sin victimismos, porque ella es muy inteligente y sabe que eso es lo que hay, y nada más". Terele se deja la piel en el personaje, trabajando codo a codo con Camus, con quien llegó a establecer un profundo entendimiento profesional: "Cuando consigues llegar a eso con un director, es maravilloso. No hay palabras para describirlo". Así, la actriz realizó un retrato portentoso de Régula, sumergiéndose en el frío y la humedad del campo extremeño para aportar los matices definitorios del personaje: "Camus me explicó que Régula no era sucia, sino todo lo contrario, pero que en su aspecto debía ser evidente la miseria extrema, eso de levantar el cabello y que debajo hubiera liendres". La película fue un triunfo apoteósico no solamente en su estreno en España, sino a nivel internacional, ganando premios en prestigiosos certámenes y abriendo mercados para el cine español.
Los años pasan y Terele Pávez va construyendo, poco a poco, su aureola de intérprete de calidad excepcional con apariciones -escasas pero contundentes- en distintos productos que disfrutan de mayor o menor popularidad, pero que si por algo pueden ser recordados es, sin duda, por la presencia en ellos de la actriz, a la que casi siempre bastan unas pocas líneas de diálogo para robar, literalmente, el protagonismo de la película a las estrellas principales. Esta rara cualidad fue rápidamente captada por el director Alex de la Iglesia, realizador con un innegable talento a la hora de componer los repartos de sus películas y que adivinó el potencial histriónico de Pávez y lo que esta era capaz de aportar a un papel cuando sus capacidades actorales son llevadas al límite: "Trabajar con Alex de la Iglesia exige mucho de los actores a nivel físico -asegura la actriz- y eso lo descubrí ya en El Día de la Bestia, donde hago unas escenas con Alex Angulo donde nos pegamos los dos una paliza brutal". Terele aún se exigirá más a sí misma en "La Comunidad", donde interpreta a Ramona, una jubilada terrorífica diseñada al más puro estilo bizarre por De la Iglesia: "Es una mujer sola, que aún se cree joven, y que está tan puteada que tiene que hacer la existencia imposible a los demás, espiando por la mirilla y criticando sin poder detenerse porque su vida es pura envidia". Ramona resultará una de las más impresionantes creaciones de Terele Pávez, quien me confidenció -muerta de risa, por cierto- que gracias a Alex de la Iglesia "solamente me llaman para hacer de pobre y guarra con batita de boatiné".     
Pero el gran papel de madurez de la actriz, hasta el momento, ha sido su magnífica personificación de la protagonista de "La Celestina", en una cuidadísima y extremadamente delicada adaptación llevada a cabo en 1995 por Gerardo Vera, realizador profundamente conocedor del texto de Fernando de Rojas que supo extraer del mismo pasajes marcados por un evidente lirismo, y que supo mezclar, sabiamente, con una ambientación excepcional: "Yo ya había tenido mis contactos con la obra -recuerda la actriz- porque había hecho, cuando joven, el papel de Elicia en el montaje de José Tamayo con Irene Gutiérrez Caba en el papel principal". Terele, haciendo un generoso alarde de su immensa capacidad para hacer suyo un personaje, reinterpreta a la Celestina aportándole oscuros matices, de un modo como ninguna de las anteriores actrices que lo han interpretado -entre las que destacan nombres como Amelia de la Torre o María Luisa Ponte, sin olvidar a la mencionada Irene Gutiérrez Caba- lo habían llevado a cabo: "Celestina es muy peligrosa -advierte una súbitamente grave Terele Pávez- porque es engañosa, puede confundirte con mucha facilidad. Tuve que trabajar mucho para saber en todo momento quien era ella y quien era yo, porque puede absorberte y hacerte mover cosas malas, interiormente, para trabajar el personaje, y hay que tener siempre mucho cuidado con lo que mueves para componer un personaje". Así, Terele -aunque pudiera parecer imposible- se supera a sí misma, devorando con total impunidad al resto del reparto, encabezado por unos descolocados Juan Diego Botto y Penélope Cruz lastrados por un evidente desconocimiento de la técnica interpretativa del texto clásico achacable a su prácticamente nula experiencia teatral. Pávez, ya por siempre barnizada con la pátina de quimera del arte de la escena, saborea un triunfo personal indescriptible que no hará, sin embargo, que las ofertas protagonistas acudan a la puerta de su casa, regresando pronto a su ya familiar entorno de películas de autor, cortometrajes de directores noveles y apariciones en series de televisión: "Si quieres que te diga la verdad -me dice, al despedirnos- estoy cansada. Me apetece quedarme aquí, en La Puebla de Montalbán, charlando con la gente en la plaza mayor y disfrutando de este cielo tan limpio, tan azul".
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a Terele Pávez el 11 de octubre de 2009.

jueves, 5 de noviembre de 2009

"Los Caballeros del Rey Arturo" o la leyenda de Camelot en Cinemascope y Metrocolor

La historia del cine se halla trufada de producciones que trataron de recrear con mayor o menor fortuna la leyenda artúrica y todo su fascinante mundo de torneos caballerescos y paladines de brillante armadura al rescate de bellas damas en peligro. La irresistible atracción de la industria cinematográfica por la saga del Rey Arturo viene de antiguo, y ha permanecido prácticamente inalterada hasta nuestros días, viéndose revisitada en clave de comedia, animación, drama, musical e, incluso, como simple pornografía, que de todo hay en la viña del Señor. Esta prolífica tendencia tendría sus años dorados, como no, chez Louis B. Mayer, caballero con un innato talento para sacar a la luz el lado más comercial y rentable de cualquier tema -por prosaico que pudiera ser- que cayera en sus manos. Así, en 1953, la Metro-Goldwyn-Mayer puso manos a la obra para producir la que iba a ser su primera película en Cinemascope, así como la primera que incorporaría el sonido estereofónico Perspecta. Para alumbrar tan espectaculares novedades, el estudio se decidió por una mastodóntica recreación de la vida en Camelot aderezada con colosales escenas de cruentas batallas servidas por miles de extras y la belleza de los suaves paisajes ingleses y escoceses como telón de fondo.
Para la confección del guión se echó mano de un texto épico del autor inglés del siglo XV Thomas Malory, "La Morte d'Arthur", mezclado hábilmente por el departamento de escritores de la Metro con textos poéticos medievales ingleses y franceses dándole al resultado un aspecto novelesco, casi folletinesco, muy del gusto del público de la época. La leyenda artúrica ya había servido como fuente de inspiración, un año antes, para otro producto MGM del mismo corte que resultó un éxito de taquilla, "Ivanhoe", protagonizado por un Robert Taylor ya visiblemente granado que repetiría en "Los Caballeros del Rey Arturo" su personaje de incansable adalid de la justicia, aquí encarnándose en la romántica figura de Lancelot du Lac (en España, "Lanzarote del Lago"). Junto a Taylor, un elenco de primeras figuras de la nómina del estudio que interpretaron sus estereotipados papeles sobre unos magníficos decorados construídos primorosa y artesanalmente y que reproducían el castillo de Camelot con sus torres, patios y fosos en un área que ocupaba 300.000 metros cuadrados. El tinglado, sin duda uno de los mayores decorados construidos en la historia del celuloide, se utilizó durante seis largos y laboriosos meses de rodaje, e incluía hasta un pequeño hospital de campaña con cuatro puestos de primeros auxilios por los que pasaron numerosos extras, víctimas del fervor instigado por el realizador Richard Thorpe el cual dictó la orden de máxima autenticidad en la escena de la colosal batalla a campo abierto.
Ava Gardner, quien acababa de cosechar un inmenso éxito personal con el estreno de su última película, "Mogambo", rodada a principios de aquel mismo año, se vio -una vez más- estafada por la Metro-Goldwyn-Mayer cuando se la obligó, esgrimiendo el contrato que la unía por siete años al estudio, a tomar parte en "Los Caballeros del Rey Arturo" en contra de su voluntad. Gardner, nominada al Oscar de la Academia de Hollywood por su magnífica interpretación de Honey Bear Kelly en la mítica aventura africana del ya anciano John Ford y con su cota más alta en el box office, esperaba que L. B. Mayer y el resto de ejecutivos de los estudios se dieran, por fin, cuenta del potencial que podía aportar a su trabajo cuando se le ofrecían personajes de calidad con los que ella pudiera sentirse identificada. En lugar de eso, y dejando caer, además, que se trataba de una compensación por su triunfo en "Mogambo", la Metro la vistió con las trazas de la Reina Ginebra y la incluyó en la terna protagonista de tan épico contubernio, junto al ya mencionado Robert Taylor y a un Mel Ferrer algo alicaído en su personificación del Rey Arturo. Ava Gardner, así, aparece hierática y desencantada, aunque, por supuesto, bellísima fotografiada en impresionante Cinemascope y maravilloso Metrocolor por la cámara del artesano Frederick A. Young. Al fin y al cabo, era de lo que se trataba.
El resto de los personajes fueron encomendados a actores del elenco británico de la MGM, secundarios de lujo como Stanley Baker o Felix Aylmer (respectivamente, Mordred y Merlín) y dos jóvenes actrices, Anne Crawford y Maureen Swanson, que fueron la dulce Elaine y la peligrosa Morgana. También gran parte del equipo técnico se reclutó en Inglaterra, aprovechando las costosas infraestructuras de las que la Metro disponía en la Gran Bretaña para dar salida a su capital immovilizado en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tal como se había hecho, en 1951, gastando ingentes cantidades de dinero en la producción de "Quo Vadis", en Cinecittà, cerca de Roma. En cualquier caso, la inversión resultó altamente provechosa, pues "Los Caballeros del Rey Arturo" fue un notable éxito de taquilla para el que se diseñó una insólita campaña de promoción que incluía la presencia de figurantes ataviados con brillantes armaduras sobre engalanados caballos en la entrada de las salas de exhibición donde se proyectaba la película, y desfiles con comparsas luciendo vistosos trajes medievales.

viernes, 9 de octubre de 2009

Weird Toons # 31: "Claude Cat"

Si tuviéramos que seleccionar a uno de los personajes de la larga lista de characters de la división de animación de la Warner Bros. para ser el protagonista de un catálogo de transtornos emocionales, entre los cuáles encontraríamos la paranoia, la esquizofrenia, el desdoblamiento de personalidad y las crisis de ansiedad llevadas al extremo, no tendríamos ninguna duda: este es el terreno en el que Claude Cat se mueve como pez en el agua. Creado por Chuck Jones en 1941 para ser la némesis del ratón Sniffles (entonces, la gran estrella de la casa, muy por encima de Bugs Bunny y Daffy Duck), Claude Cat apareció en "Sniffles Bells the Cat" como el gato al que el astuto roedor debe poner el cascabel remedando el tradicional cuento infantil. Aquí, Claude todavía no tiene nombre, ni líneas de diálogo, ni tampoco una personalidad definida, pero su diseño abre la puerta a toda una pléyade de criaturas felinas que nutrirán los cartoons de la Warner durante más de dos décadas ininterrumpidas, sin nada que ver con la gran estrella gatuna del estudio, Sylvester, el cual no se adaptará ni en su idiosincrasia ni en el hilo argumental de sus cortos animados al arquetipo de gato casero convencional que representa Claude, cuyas historietas sí se enmarcan en un contexto absolutamente doméstico que nunca abandonará. Tras esta primera aparición en 1941, "The Aristo-Cat" (1943) comenzará a mostrar el lado extremadamente refinado y sibarita de Claude, aunque nos lo muestra todavía en situaciones alejadas del concepto middle-class, en este caso como un gato multimillonario con mayordomo particular del que Jones empieza a mostrar pinceladas de un futuro carácter neurótico.Las conocidas tendencias sádicas de Chuck Jones respecto a sus propios personajes encontraron en el pobre Claude su vehículo favorito. Cuando no era el blanco de las iras del omnipresente cánido de puños de acero y afilados colmillos que le usaba, entre siesta y siesta, como improvisado punching bag, se veía a merced de las crueles y rocambolescas maquinaciones de los ratones Hubie y Bertie, dos delincuentes de manual que, hoy en día, tendrían serios problemas para pasar la censura de la parental guidance. Con semejantes experiencias a sus espaldas, no es de extrañar que Claude Cat se viese convertido en un gato consumido por sus propios fantasmas personales, carente de autoestima, tendente a la depresión y al suicidio y habitual consumidor de toda clase de tranquilizantes y ansiolíticos que atesora compulsivamente bajo el cojín de su capazo para dormir. Como consecuencia del constante martirio al que se ve sometida su desgraciada psique, a Claude se le cae el pelo, duerme poco y mal -con recurrentes y aterradoras pesadillas- y sufre de repentinos ataques de tics que se manifiestan con mayor o menor virulencia dependiendo del estado de su maltrecho sistema nervioso. Todo un cuadro clínico que, sin embargo, ha hecho las delicias de los auténticos fans del mejor y, no obstante, más desconocido cartoon de la Warner Bros., sinónimo -todo hay que decirlo- del sello Chuck Jones.Nueve son los cortos que conforman la carrera de Claude Cat, destacando entre ellos "The Hypo-Chondri Cat" (1950), "Cheese Chasers" (1951) -ambos coprotagonizados por los mencionados Hubie y Bertie- y "Feline Frame-Up" (1954), junto al bulldog Marc Anthony y la dulce gatita Pussyfoot. En todos ellos, Claude es la víctima propiciatoria de un sinfín de ardides y malas artes de sus oportunos enemigos, que pondrán a prueba su frágil equilibrio mental llevándolo al borde de la locura y provocando en la audiencia, eso sí, una corriente de simpatía y compasión hacia el desgraciado felino. Corriente que no impidió, sin embargo, que Chuck Jones no siguiera adelante con las aventuras animadas del personaje más allá de 1954 con su último cartoon, "No Barking", en el cual Claude se ve desposeído de su estatus de gato doméstico para pasar a vivir en el vertedero municipal mientras trata de robarle a un remedo de Charlie Dog un hueso al que hincarle el diente. Sin duda, un curioso final para una carrera brillante que se sitúa fácilmente en los primeros puestos del ranking de personajes secundarios de la historia de los dibujos animados que han hecho grande, como ocurre con los intérpretes de reparto de carne y hueso, la historia del espectáculo.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Margaret Leighton, esencia británica

La Enciclopedia Británica nos dice de ella "English actress of stage and screen noted for her versatility in classic and contemporary roles". Completamente de acuerdo, siempre que se me permita añadir que Miss Leighton, además, fue una emperatriz de la escena que se movió durante décadas en la esfera high class del mundillo artístico del Reino Unido, una dama fascinante a la que venían como un guante los hoy tan traídos y llevados adjetivos cool y glamourous. Fue, asimismo, una exquisita y sensitiva actriz que se manejaba con destreza en papeles de fuerte intensidad dramática, acusando, en ocasiones, un evidente histrionismo -recuérdese su Agatha Andrews de las "Siete Mujeres" de John Ford- al cual sabía poner sus exactos límites sin propasarlos jamás. Su relativamente corta carrera cinematográfica cuenta con este notable título como estandarte, aunque no pueden caer en el olvido personajes como los que encarnó en "Under Capricorn", a las órdenes de Alfred Hitchcock, o en "The Madwoman of Chaillot", dando la réplica a una Katharine Hepburn, si cabe, todavía más loca que ella. Su prematura muerte nos privó de verla envejecer encarnando personajes que, sin duda, habría bordado como nadie, habiéndose convertido, a buen seguro, en uno de los nombres de reparto imprescindibles en el nuevo cine que llegó en los años ochenta. Con todo, nos queda el legado de sus brillantes interpretaciones tanto en el cine, como en el escenario -donde fue uno de los pilares del prestigioso Old Vic Theater- como, incluso, en la televisión, siendo una de las primeras figuras en destacar en el nuevo medio en Gran Bretaña realizando su debut en 1938 en la BBC.
Margaret Leighton nació en Worcestershire, Inglaterra, en 1922, y con tan solo dieciséis años apareció en la pequeña pantalla con un papel en la obra "Laugh with me". Poco después, entraría a formar parte de la compañía del Old Vic, destacando enseguida con su personificación de Roxanne en el "Cyrano de Bergerac" de Edmond Rostand protagonizado por Ralph Richardson, resultando un clamoroso éxito. En 1946 realizaría una gira por los Estados Unidos estrenando en Broadway el "Enrique IV" de William Shakespeare junto a Laurence Olivier. Tras un periplo americano cuajado de triunfos en los mejores escenarios del país, la compañía regresó a Inglaterra, siendo la actriz requerida por la industria cinematográfica británica a la que había llegado el eco de sus logros transatlánticos, y apareciendo en sendos films rodados en 1948, en el segundo de los cuales, "Bonnie Prince Charlie", obtiene ya un papel protagonista junto a David Niven. De nuevo cruza el océano para trabajar bajo la batuta de Hitchcock en "Under Capricorn" (en España, estrenada con el previsible título de "Atormentada"), uno de los mal llamados films menores del realizador británico pero que resulta, ciertamente, uno de los más interesantes de su extensa filmografía, y en el que Leighton aparece gótica y despiadada como el ama de llaves que gobierna férreamente un manojo de ex-convictos de ambos sexos que trabajan al servicio de un sombrío Joseph Cotten, y cuyos macabros tejemanejes casi consiguen que el frágil personaje interpretado por una desgarrada Ingrid Bergman pierda la razón. A partir de ese momento, Margaret Leighton alternaría trabajos en la gran pantalla en Gran Bretaña y Estados Unidos, al tiempo que seguía cultivando una carrera teatral que la llevaría a hacerse con un Tony por su papel en "Mesas Separadas", en 1956.
En lo personal, Margaret Leighton gustaba de pasar todo el tiempo posible en su casa de campo en Surrey, Inglaterra, donde disponía de un completo servicio doméstico incluyendo su chauffeur particular con el que acostumbraba a repasar las líneas de diálogo de los guiones en los que había de trabajar mientras paseaba por los alrededores de su cottage. Leighton se casó en varias ocasiones, la primera de ellas con el editor británico Max Reindhardt (1947-1955), y en una segunda vez con el atractivo actor lituano nacionalizado inglés Laurence Harvey (1957-1961), matrimonio que tampoco prosperó, presumiblemente por la diferencia de edad -aunque ella tenía solamente seis años más que él- entre ambos consortes. Otras fuentes citan como orígen de sus problemas maritales la presunta bisexualidad de Harvey, de quien se asegura también que fue abiertamente homosexual y que mantuvo durante toda su vida una única, durarera y auténtica relación de pareja con su manager, James Woolf. Margaret Leighton aún volvería a casarse, una vez más, con otro actor, Michael Wilding (1964-1976), con quien trabajó en "Under Capricorn" quince años atrás y que había sido marido de Elizabeth Taylor. Este tercer y último intento resultó el definitivo, manteniéndose unidos hasta la muerte de la actriz.
Otro premio Tony llegaría en 1962 por su papel de Hannah Jelkes en el montaje teatral de "The Night of the Iguana", el gran éxito de Tennessee Williams que inspiraría la versión fílmica de la laureada obra dirigida por John Huston y con Deborah Kerr repitiendo el personaje de Leighton, la cual se enfrentó sobre el escenario con una arrebatada Bette Davis genial como la sensual y escandalosa Maxine Faulk. En este sentido, la lista de galardones obtenidos por la actriz a lo largo de su carrera incluye, además de múltiples nominaciones a otros tantos prestigiosos premios, un Emmy por su participación en el "Hamlet" televisivo producido en 1970, el mismo año en que obtuvo un BAFTA Film Award concedido por su interpretación como actriz de reparto en "The Go-Between", aparición que le valió asimismo una candidatura al Oscar de la Academia de Hollywood. Sin embargo, el trabajo por el que Margaret Leighton es más recordada tuvo lugar en 1966 en la ya mencionada "Siete Mujeres", recreación fordiana de un atormentado universo femenino en el que recala una soberbia Anne Bancroft como la doctora enviada a ejercer su profesión a una misión en la desolada y peligrosa frontera chino-mongola. Leighton se nos muestra aquí como la directora de la misión que debe velar por la seguridad de cuantos en ella viven ante los ataques de las bárbaras hordas de bandidos que siembran el terror en la región, pero que acaba anteponiendo a su responsabilidad una fanática y equivocada interpretación de los textos bíblicos, mientras deja entrever sus tendencias lésbicas plasmadas en una etérea y dulce Sue Lyon, muy lejos de su encarnación en la "Lolita" de Kubrick. Margaret Leighton, sin duda excesivamente teatral -azuzada, posiblemente, por el propio John Ford- aunque componiendo un magnífico personaje, se lleva la palma en esta oscura y, en algunos momentos, claustrofóbica cinta de género difícilmente clasificable. Un año más tarde, Leighton y Bancroft coincidirían nuevamente, esta vez sobre las tablas de los escenarios, en una adaptación de "The Little Foxes" que resultaría la última presentación en Broadway de la actriz británica.
Películas posteriores como "Lady Caroline Lamb" o "Zee and Co." fueron rodadas cuando Miss Leighton ya había sido diagnosticada de esclerosis múltiple a principios de la década de los setenta. Aunque su enfermedad terminó por impedirle andar, siguió trabajando esporádicamente sobre todo para la televisión donde apareció en series como "Space 1999" o "The Upper Crusts" y en una producción de terror para la gran pantalla, "From Beyond the Grave", típica película de episodios en la que compartía cartel con Peter Cushing, Donald Pleasence y Diana Dors. Su grave dolencia acabó por apartarla de toda actividad, falleciendo por complicaciones posteriores de la enfermedad en Sussex, Inglaterra, en Enero de 1976, a la edad de cincuenta y tres años.