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sábado, 5 de diciembre de 2009

Sara Montiel o la vigencia del mito

Pocos han sido los mitos auténticos que ha generado el cine español a lo largo de su historia -y aún menos los que han conseguido cruzar fronteras, convirtiéndose en universales- situándose para siempre en el inconsciente colectivo como símbolos representativos de una época y de una sociedad marcada, ineludiblemente, por las consecuencias del conflicto bélico de 1936-1939. Dos son, de hecho, los personajes que se pueden inscribir en esta perspectiva, dos estrellas de muy distinto registro, desde luego, pero cuyas características intrínsecas resultan muy similares en el contexto de una industria española de la cinematografía que cortó a ambas con los mismos patrones que Hollywood aplicaba a sus luminarias más representativas. Las dos emmarcan sus respectivas carreras en los difíciles y convulsos años anteriores y posteriores a la Guerra Civil, representando así cada una de ellas la máxima expresión del star-system hispano durante el período republicano y durante los duros años de la dictadura franquista, convirtiéndose en iconos definitivos de la crónica sentimental de la España del siglo XX. El lector, a estas alturas, habrá adivinado que estas dos grandes personalidades que han trascendido épocas y modas son Imperio Argentina y Sara Montiel, dos nombres que han quedado escritos en letras de oro en las marquesinas de la gloria fílmica y cuya fama ha traspasado la pantalla entrando por derecho propio en la cronología histórica. La primera, el gran monstruo sagrado del cine español de preguerra, una diva incontestada cuya carrera se desarrolló en todo el ámbito internacional de habla hispana y cuyas películas, convertidas en clamorosos triunfos en todas partes donde se estrenaban, llegaron a ser rodadas en diferentes versiones idiomáticas para nutrir el mercado europeo -especialmente, Francia y Alemania- que las reclamaba ansiosamente. La eximia bonaerense -de quien me ocuparé de manera exhaustiva, más adelante, en esta misma sección- sería el más directo antecedente de la imagen fílmica que desarrolló la insigne manchega años más tarde, llevando todavía más lejos el concepto de super-estrella para convertirse además, durante la década de los sesenta, en la super-mujer de contundentes curvas rebosantes de sensualidad que significó la iniciación al sexo de, por lo menos, toda una generación marcada por la más castrante de las represiones.
En mi caso, Sara Montiel no tuvo, por supuesto, esos beneficiosos efectos como válvula de escape para psiques torturadas por la abstinencia permitiendo el desahogo de  humores retenidos. No, claro que no. Pero sí fue, desde mi misma infancia, una presencia constante a la que idolatrar desde el aspecto más mitómano de mi personalidad como la encarnación de la feminidad en abstracto, una diosa construída a golpe de artificio y perifollo que aglutinaba todos los tópicos que yo tenía asumidos como imprescindibles para cualquier estrella de cine que se preciara de serlo. La constante reinvención que practicaba sobre sí misma, apoyándose en una base inmutable cimentada en su indiscutible belleza, le permitía ser soñada por sus admiradores en infinitas variaciones del mismo tema, todas ellas iconográficas tal como ocurrió con Brigitte Bardot cuando Francia entera convirtió sus rasgos en los de la Marianne que simboliza su república.
Sara Montiel -una sola o miles de ellas- se nos antojaba la fusión de Raquel Meller y de Mae West en una imagen pública que, pese a parecer hierática y distante como una deidad mitológica, no podía disimular su terrenalidad hecha de gachas manchegas y sopas de ajo. Así, estar junto a María Antonia Abad Fernández cuando había dejado a Sara Montiel colgada en el perchero de la entrada era una experiencia fascinante que tuve la fortuna de poder experimentar en repetidas ocasiones, permitiéndome conocer a la persona amable, cariñosa, divertida e ingeniosa que se ocultaba tras el cegador brillo de los oropeles de Saritísima.
La  carrera cinematográfica de Sara Montiel comenzó en 1941, cuando después de destacar como cara bonita en las portadas de las revistas simplemente como "María Antonieta Abad, otra nueva estrella", llegó su primera oportunidad -bajo el insulso seudónimo de "María Alejandra"- con un pequeñísimo papel en la película "Te quiero para mí", dirigida por Ladislao Vajda. Para Antonia, la niña que había nacido en 1928 en Campo de Criptana (Ciudad Real) y que había pasado una infancia llena de hambre y miseria con la guerra de por medio, haber llegado al cine representó la plasmación de todos sus sueños adolescentes. Dotada tan solo con una generosa ración de belleza y sensualidad y un no menos importante sentido de la intuición, la futura gran estrella aprendería pronto a moverse en el negocio del show business patrio, adoptando el definitivo nombre artístico de Sarita Montiel y firmando para la productora Filmófono, donde el promotor Enrique Herreros se propuso extraer de semejante diamante en bruto el potencial que se ocultaba bajo sus trazas campesinas. "Empezó en boda", junto a Fernando Fernán Gómez, marca el auténtico despegue de su carrera, a la que siguieron otros títulos que fueron convirtiéndola en una figura popular entre el público de los años cuarenta. En estos primeros filmes ya es posible entrever la que será la futura personalidad cinematográfica de la actriz -sus gestos recurrentes y su particular forma de expresarse- que con los años se convertirán en su marca de fábrica y serán parte fundamental de la creación de su leyenda. A pesar de lo artificioso de la mayoría de los personajes que encarnó en este primer período, el elemento masculino asiduo a las salas de cine había comenzado a fijarse en las enormes dosis de erotismo de la joven actriz -apenas contenidas bajo los encorsetados e imposibles vestidos que tenía que lucir y las espesísimas capas de maquillaje que cubrían su rostro- cuya rotunda anatomía la relegaba a interpretar cachondonas demi mondaines ("Pequeñeces", "Mariona Rebull") o carácteres de raíz exótica con los que justificar su belleza tal vez demasiado insinuante para la época ("Aquel hombre de Tánger", "Locura de amor", "La mies es mucha").
Sarita Montiel cruza el charco en 1951 y se instala en Méjico, donde se convertirá en una de las principales figuras de la industria cinematográfica azteca de la época. En sus películas mejicanas, la Montiel seguirá repitiendo el arquetipo que la hizo popular en su primera etapa en España, pero lo dotará aquí de una sensualidad y un erotismo descarnados impensables, por aquel entonces, al otro lado de los mares, donde la absurda censura franquista campaba a sus anchas alargando el bajo de las faldas y cubriendo escotes. Los personajes mejicanos de Sarita Montiel, así pues, serán prostitutas, cantantes de night club, mujeres encarceladas y asesinas confesas, todos ellos con una importante carga de sexualidad y violencia presentada sin tapujos en folletines desgarrados o en comedietas intrascendentes salpicadas con toques folklóricos. Por supuesto, si al otro lado de Río Grande tenían semejante material altamente explosivo, Hollywood no tardó en saberlo, interesándose por la joven estrella española cuya belleza podía competir con las caras más hermosas y genuinas de Tinseltown. Sin embargo -y a pesar de que la propia Sara ha valorado siempre de manera superlativa su paso por el cine norteamericano- las películas rodadas por la actriz en los Estados Unidos la mostrarán sistemáticamente en papeles de corte exótico en los que dio vida a indias piel-roja ("Yuma") o a mejicanas ("Veracruz", "Dos pasiones y un amor"), en productos que, si bien la convirtieron en un personaje popular, no permitieron su acceso al esperado estrellato. Eso sí, Sarita alternó durante sus años en Hollywood con la crème de la industria americana, sobre todo a raíz de su matrimonio con el realizador Anthony Mann, relación que ya no se hallaba en sus mejores momentos poco antes de que la española recibiera la oferta de Juan de Orduña para regresar a su tierra natal y acometer el personaje protagonista de "El último cuplé". Mann y Sara Montiel se divorciarían poco tiempo más tarde, ya cuando ella se había convertido en una gran estrella en España, reconociendo la actriz en sus recurrentes actualizaciones autobiográficas de los últimos años que el motivo de tal separación había sido la considerable diferencia de edad. Sara Montiel volvería a casarse, en 1964, con el industrial Vicente Ramírez García Olalla, matrimonio que hizo aguas aquel mismo año ante los repetidos ataques de celos del marido y su insistencia en que su esposa renunciara a su profesión y a su imagen pública como estrella del espectáculo.
Anunciando a la prensa que sería la protagonista de la que iba a ser la nueva y ambiciosa producción de Juan de Orduña, Sara Montiel -habiéndose desprendido definitivamente del diminutivo "Sarita"- regresa a España, instalándose en Barcelona donde iba a tener lugar el rodaje de "El último cuplé". Juan de Orduña, cargado de maravillosas ideas para su nueva película pero contando con un presupuesto más que ínfimo, no podía ofrecer a la Montiel más que un sueldo irrisorio de 250 pesetas diarias, con las que la actriz -que había regresado sin ahorros de los Estados Unidos después de pasar cuentas con el fisco norteamericano- alquiló una habitación con derecho a cocina junto a su madre y se entregó con ahínco al trabajo, pese a saber que algunos de los modelos que luciría serían de papel -el famoso vestido amarillo de la canción "Balance, balance"- y que otros serían prestados por falta de dinero para confeccionarlos o, sencillamente, alquilarlos.
Así pues, la gestación del film no fue sencilla en absoluto. Los problemas económicos hacían que el rodaje se paralizara cuando se terminaba el dinero, y no se retomaba el trabajo hasta que Juan de Orduña -después de recorrer despachos y más despachos- volvía a reunir los fondos suficientes para poner a su equipo nuevamente en marcha. Cifesa, la productora de la mayoría de los grandes antiguos éxitos del realizador, se hallaba en un momento crítico, al borde de la quiebra, y sin la dirección del que había sido su fundador y primer propietario, Vicente Casanova, apartado de sus responsabilidades ante el acoso de bancos y acreedores, no pudiendo ofrecer la histórica casa valenciana  más que 3.000.000 de pesetas para la financiación del film a cambio de disponer de los derechos para España. Cuando parecía que la culminación de "El último cuplé" era ya una quimera, apareció la solución en la persona del productor mejicano Gonzalo Elvira -conocido en su país como El Peladito- quien ofreció a Orduña 50.000 dólares a cambio de los derechos de distribución de la película en Méjico. La película pudo terminarse, finalmente, resultando un éxito clamoroso de taquilla que recaudó tan solo en su exhibición en el cine Rialto de Madrid la cifra entonces astronómica de 150.000.000 de pesetas.

La melodramática historia de la cupletista María Luján, remedo de tantas y tantas artistas del pasado como Raquel Meller, La Bella Dorita o La Chelito, significaría para Sara Montiel el triunfo absoluto como gran estrella cinematográfica en España, convirtiéndose -con permiso de María Félix- en la más grande personalidad de la pantalla hispanoamericana del momento y en la máxima representación del glamour y el erotismo de habla castellana. La sensualidad destilada en su interpretación de la popular canción "Fumando espero" caldeó las plateas como nunca antes se había visto, provocando la ira de la censura que cortó parte del metraje de la secuencia. Se dice que la reacción del furibundo censor de turno fue espetar, ante las quejas de Juan de Orduña, "demasiado sofá y demasiada señora". En cualquier caso, la poderosa imaginación del público repuso lo que la tijera había cortado, elevando a la actriz a la categoría de símbolo sexual de carnalidad comparable a la de señoras de atributos tan deseables para la audiencia de la época como Marilyn Monroe o Sofía Loren.
Sin embargo, el éxito arrollador de "El último cuplé" situó a Sara Montiel en un punto sin retorno que hizo virar su carrera en un sentido único que se mantendría inamovible durante las siguientes dos décadas, convirtiendo la trayectoria profesional de la actriz en un curioso híbrido que se apuntalaba en la belleza sin igual de su rostro y en su forma absolutamente personal de interpretar las canciones de los números musicales que se intercalaban entre la acción argumental. Así, Sara encadenó triunfo tras triunfo durante los siguientes años, ya a caballo entre la década de los cincuenta y la de los sesenta -de "El último cuplé" a "Carmen la de Ronda", pasando por la sentimental y recordada "La violetera", y de "Mi último tango" a "Pecado de amor"- basándose en una fórmula mágica que arrastraba al público en masa a las salas de cine y que asentó aún más, si cabía, su envidiable posición como la estrella más taquillera del cine hablado en español de la época, categoría que llevó a la máxima expresión con giras triunfales por el mundo entero, incluyendo América del Sur, Méjico, Cuba, EUA, e incluso los países del antiguo bloque del Este llegando a provocar el delirio de las masas en lugares como Rumania o la mismísima URSS.
La alquimia siguió funcionando considerablemente bien a partir de 1962, a pesar de que el estreno de "La Bella Lola" dejó claro que las producciones en las que la actriz aparecía se iban convirtiendo cada vez más en pedestales a su mayor gloria, productos que la misma estrella se hacía fabricar a medida y en los que su autoridad indiscutida elegía desde los coprotagonistas -generalmente, galanes europeos de segunda fila que no podían hacerle sombra- hasta los argumentos, que eran más y más folletinescos y previsibles, meros soportes para engarzar los números musicales en los que destacaban coloridos close-up cada vez más cercanos a la bellísima máscara en la que se había convertido su rostro. Sus siguientes películas, atenidas a este patrón, no permitieron actualizar en absoluto la imagen de la actriz, convirtiéndose en aburridas repeticiones incluso para los seguidores más incondicionales de la manchega. El público homosexual, naturalmente, adoró esta delirante época de exageradísimos maquillajes, paillettes y pelucones de escándalo, convirtiendo a la actriz en el  icono gay hispánico por excelencia, precursor del universo drag que aún tardaría algunas décadas en llegar.
"Noches de Casablanca", "Samba", "La dama de Beirut" o "La mujer perdida" se suceden una tras otra perpetuando el mismo agotado cliché hasta la extenuación, destacando solamente en ese período "La Reina del Chantecler", principalmente por la cuidada producción y la participación de excelentes actores de reparto como Milagros Leal, José Franco, Amelia de la Torre o Ana Mariscal. En todas ellas, Sara repite su personaje de cantante-buena-en-el-fondo víctima de las circunstancias a la que su remisión llegará a través del amor o la muerte, todo ello mezclado en historias generalmente de trasfondo detectivesco más próximas al lacrimógeno melodrama fílmico de décadas pretéritas que a los nuevos y vanguardistas planteamientos que el cine europeo estaba llevando a cabo durante aquellos años. Las tres siguientes películas de Sara Montiel resultarán, tal vez, las más interesantes del conjunto de su filmografía: "Tuset Street", de Jorge Grau y Luis Marquina; "Esa Mujer", realizada por el sensitivo Mario Camus y, finalmente,  "Varietés", dirigida por Juan Antonio Bardem como versión arrevistada de su éxito de 1954 "Cómicos". Tras este flirteo de la actriz con el cine de autor, llegará el canto del cisne para su carrera fílmica con el desastre que supuso "Cinco almohadas para una noche", en la que la calidad del producto tocará fondo y hará que la estrella se replantée su permanencia en el cine, dando por terminada su relación con el séptimo arte e iniciando una fructífera trayectoria discográfica y teatral que no solo mantendrá su estatus de super-estrella sino que lo aumentará acercándose a una audiencia entregada que deseaba verla en vivo y en directo después de toda una vida de seguir sus avatares en la pantalla grande. Los espectáculos de Sara Montiel, especialmente en los teatros del Paralelo barcelonés, donde siempre contó con el cariño y el fervor de un público incondicional, se repiten año tras año convirtiéndose en un clásico de la programación escénica durante la década de los ochenta, actividad que alternó con una presencia constante en múltiples programas de televisión. Durante estos años, la vida personal de Sara se reduce a una existencia tranquila junto a su tercer marido, el productor teatral mallorquín Pepe Tous -de quien enviudará en 1992- y sus dos hijos adoptados, Thais y Zeus, pasando todo el tiempo libre que su trabajo le permite en su villa de Mallorca.
La Sara Montiel de la actualidad, a sus ochenta -y tantos- años más que cumplidos, sigue siendo un personaje popular en los saraos televisivos que la nueva concepción de los talk show implantó al iniciarse el siglo XXI. Convertida ya en un mito viviente, parece hallarse más allá del bien y del mal permitiéndose el lujo de aparecer considerablemente amamarrachada en cuantos programas de máxima audiencia se la requiere, mientras que rememora su glorioso pasado ante un público obtuso que apenas sabe nada de su brillantísima carrera profesional como gran estrella cinematográfica internacional durante más de treinta años. En estos revolcones en la miseria televisiva de hoy en día, Saritísima, de vuelta de todo y algo más, no puede ocultar que lleva escrito en la cara el viejo y sabio dicho que me quiten lo bailao, mientras sostiene con sus rechonchos dedos un omnipresente puro habano que las ridículas leyes anti-tabaco no le permiten encender en el plató.  
Su última aparición ha tenido lugar en un vídeo-clip del grupo de Olvido Gara-Alaska, Fangoria, donde ambas cantan a coro "Absolutamente" llevando al extremo sus carácteres de mitos gay de distintas generaciones en un trabajo -no de los más acertados, por cierto- del fotógrafo Juan Gatti. Estos sorprendentes encontronazos con el público son los que mantienen viva la leyenda de Sara Montiel, el ejemplo más reconocible de vigencia de un mito en la iconografía colectiva, mucho más allá de su trascendental importancia como personalidad imprescindible de un determinado período del cine y la canción en España y como uno de los símbolos representativos de la educación sentimental de varias generaciones en este país.    

viernes, 13 de noviembre de 2009

Terele Pávez, actriz con mayúsculas

La Puebla de Montalbán, municipio toledano cuajado de historia, fue el lugar de nacimiento de Fernando de Rojas, autor de una de las obras cumbre de la literatura universal, “La Celestina”. Y es aquí donde, ahora, Celestina revivida pasea por calles y plazas, bajo arcos y puentes, envuelta en el humo de sus omnipresentes cigarrillos y dejando jirones de arte en el mortero deshecho que todavía une, unas con otras, las piedras antiguas. Terele-Celestina, Celestina-Terele… ¿Qué más da si ambas se atraen y se repelen, se quieren y se odian, con la misma fuerza en ambos irreconciliables sentimientos? Terele Pávez es ya, por aclamación universal, “la mejor Celestina de la historia”, y se ha hecho un hueco junto a esas piedras en las que intuye rostros y paisajes, mientras borda un nuevo hilado que ofrecer a otra Melibea quien, a su vez, arderá de pasión por otro Calisto.
Es así, pues, como Terele Pávez recrea sus personajes, que son para ella como una segunda piel que se pone sobre la suya propia, impregnándose de ellos y dejando que éstos se impregnen de sí misma. Es como si, de pronto, Terele jugara a las máscaras mostrando esa absoluta facilidad que parece tener para empaparse de emociones y sentimientos que solo ella es capaz de transmitir al público con tal visceralidad que eriza el vello. Con Terele, los adjetivos que se pueden utilizar para definir la excelencia de un intérprete se quedan cortos,y se queda uno con ganas de inventar otros nuevos para intentar aproximarse, solo intentarlo, a su enorme, inmensa categoría profesional. Porque estar delante de Terele cuando está metida en el meollo de su trabajo es disfrutar del presentimiento de lo perfecto. Algo así me ocurrió a mí, sentados los dos en un bar, bajo los porches de la plaza mayor. Andábamos a vueltas con “La Celestina”, su pasión de madurez, su adorado fetiche, el que va a dar que hablar de ella todavía más, mucho más allá del aplauso unánime que levantó cuando interpretó, de un modo como aún nadie se había atrevido a hacerlo, al inmortal personaje de Fernando de Rojas para la pantalla grande. De repente, Terele dejó de ser Terele y apareció ante mí aquella “puta vieja alcahueta”, bruja lisonjera y ambiciosa, regalándome un bellísimo pasaje de su negra historia, rendido yo, pobre mortal, de puro arrobo ante tal despliegue de generosidad y arte. Después de algo así, el Diluvio.
Terele Pávez nació, casi por casualidad, en Bilbao en 1939, aunque desde siempre ha vivido en Madrid. Procedente de una familia con numerosos antecedentes artísticos, es nieta del compositor Manuel Penella -autor de la popular "El gato montés"- y hermana menor de las también actrices Emma Penella y Elisa Montés. Sus primeros pasos en el cine -a donde llegó con tan solo doce años de edad, cuando deseaba con todas sus fuerzas llegar a ser bailarina clásica- los dio de la mano de Luís García Berlanga, que la incluyó en el reparto de "Novio a la vista", en 1954: "En esa época -dice Terele- ser un niño-artista era casi como ser un mono de feria". La actriz aprendió mucho de la vida en ese primer rodaje. De la vida y, sobre todo, de la interpretación: "Ahí me di cuenta de que yo quería esto, vi claramente que era lo mío, fue algo que me salió de muy adentro". Todavía muy joven, a los dieciocho años, y después de trabajar como actriz de reparto en películas motejadas entonces como juveniles, Terele Pávez protagoniza junto a sus hermanas "La cuarta ventana", dirigida por Julio Coll, en la que aprende el concepto de interpretación que empleará a lo largo de su carrera: "Yo veía a Emma y a Elisa llorar en las escenas dramáticas, y a mí no me salía ni una lagrima". Coll la llevó aparte y le susurró "¿Esta silla es de verdad? ¿Y esta pared? No, son de atrezzo, pero son creíbles. Pues tú consigues eso, y para lágrimas, ya están las de glicerina". Gran lección para una joven actriz, la cual aún hoy en día es incapaz de llorar cuando el guión lo requiere: "Si hay que llorar, ya pido las gotas. Y lo demás lo pongo yo".
Desde entonces, muchos son los personajes interpretados por Terele Pávez que han dejado profunda mella en la historia del cine español, y en el teatro, y en la televisión. Actriz multimedia, Pávez no hace distingos entre los diferentes soportes que pueden servirle para expresar su arte aunque, naturalmente, tiene sus preferencias: "En el cine estás más cómoda. Se para, te tomas un café, se repite, descansas otra vez. Pero el teatro es otro mundo, inigualable. El ruido del telón al subir y bajar, y ese vacío ante tí, que es la platea donde está el público. En un escenario todo está a la vista". En ese sentido, la carrera de Terele Pávez sobre las tablas está repleta de éxitos, como los que obtuvo con sus trabajos en "Las Troyanas" (dirigida por Miguel Narros), "La casa de las chivas", o este mismo año, sin ir más lejos, con "La duquesa al hoyo y la viuda al bollo", un personaje en clave de comedia absurda que la ha congraciado con el escenario después de varios años apartada de él. 
La televisión, como ocurre tantas veces, fue la que dio a conocer a Terele Pávez al gran público cuando, en 1985, personificó a Pilar Pradas, la última mujer ajusticiada en España en 1959 en la desgarradora "El caso de las envenenadas de Valencia", primer capítulo de la serie "La Huella del Crímen". Dirigida por Pedro Olea, Terele ofrece un recital antológico que la situará, definitivamente, entre las grandes intérpretes del panorama español: "Pilar Pradas es alguien con quien yo me encontré espiritualmente, a la que pedí perdón muchas veces por todo aquello en lo que pude equivocarme al interpretarla -me dice una emocionada Terele- y por todo lo que tuvo que sufrir, sola, sin amor, sin nadie, con todo lo que tenía a cuestas en una maleta y sirviendo de casa en casa". Terele Pávez recuerda lo duro que resultó hacer este personaje, no solo interiormente, sino a nivel físico: "Aún siento el frío de la argolla del garrote en mi cuello cuando rodamos la escena de la ejecución, con una reproducción exacta del aparato original que hacía un ruido espantoso". La actriz cosechará los mayores elogios y las críticas más entusiastas por este trabajo, aunque, como ella misma rememora "estuve, después, ocho años sin trabajar en televisión". Extraño mundo este, sin duda.
Fue el excelente registro interpretativo demostrado por la actriz en "El caso de las envenenadas de Valencia" lo que llevó al director Mario Camus y al productor Julián Mateos a ofrecerle uno de los papeles protagonistas en la adaptación de la novela de Miguel Delibes "Los Santos Inocentes". Terele Pávez, en estado de gracia junto a los demás intérpretes principales, unos espléndidos Alfredo Landa y Paco Rabal, borda su personaje de Régula, una mujer humilde, campesina, que vive rodeada de miseria, pero que mantiene una dignidad enorme, casi arrogante, luchando a capa y espada por su marido y por sus hijos: "A Régula tenías que sentirla -asevera Terele- mirándola de frente, sin victimismos, porque ella es muy inteligente y sabe que eso es lo que hay, y nada más". Terele se deja la piel en el personaje, trabajando codo a codo con Camus, con quien llegó a establecer un profundo entendimiento profesional: "Cuando consigues llegar a eso con un director, es maravilloso. No hay palabras para describirlo". Así, la actriz realizó un retrato portentoso de Régula, sumergiéndose en el frío y la humedad del campo extremeño para aportar los matices definitorios del personaje: "Camus me explicó que Régula no era sucia, sino todo lo contrario, pero que en su aspecto debía ser evidente la miseria extrema, eso de levantar el cabello y que debajo hubiera liendres". La película fue un triunfo apoteósico no solamente en su estreno en España, sino a nivel internacional, ganando premios en prestigiosos certámenes y abriendo mercados para el cine español.
Los años pasan y Terele Pávez va construyendo, poco a poco, su aureola de intérprete de calidad excepcional con apariciones -escasas pero contundentes- en distintos productos que disfrutan de mayor o menor popularidad, pero que si por algo pueden ser recordados es, sin duda, por la presencia en ellos de la actriz, a la que casi siempre bastan unas pocas líneas de diálogo para robar, literalmente, el protagonismo de la película a las estrellas principales. Esta rara cualidad fue rápidamente captada por el director Alex de la Iglesia, realizador con un innegable talento a la hora de componer los repartos de sus películas y que adivinó el potencial histriónico de Pávez y lo que esta era capaz de aportar a un papel cuando sus capacidades actorales son llevadas al límite: "Trabajar con Alex de la Iglesia exige mucho de los actores a nivel físico -asegura la actriz- y eso lo descubrí ya en El Día de la Bestia, donde hago unas escenas con Alex Angulo donde nos pegamos los dos una paliza brutal". Terele aún se exigirá más a sí misma en "La Comunidad", donde interpreta a Ramona, una jubilada terrorífica diseñada al más puro estilo bizarre por De la Iglesia: "Es una mujer sola, que aún se cree joven, y que está tan puteada que tiene que hacer la existencia imposible a los demás, espiando por la mirilla y criticando sin poder detenerse porque su vida es pura envidia". Ramona resultará una de las más impresionantes creaciones de Terele Pávez, quien me confidenció -muerta de risa, por cierto- que gracias a Alex de la Iglesia "solamente me llaman para hacer de pobre y guarra con batita de boatiné".     
Pero el gran papel de madurez de la actriz, hasta el momento, ha sido su magnífica personificación de la protagonista de "La Celestina", en una cuidadísima y extremadamente delicada adaptación llevada a cabo en 1995 por Gerardo Vera, realizador profundamente conocedor del texto de Fernando de Rojas que supo extraer del mismo pasajes marcados por un evidente lirismo, y que supo mezclar, sabiamente, con una ambientación excepcional: "Yo ya había tenido mis contactos con la obra -recuerda la actriz- porque había hecho, cuando joven, el papel de Elicia en el montaje de José Tamayo con Irene Gutiérrez Caba en el papel principal". Terele, haciendo un generoso alarde de su immensa capacidad para hacer suyo un personaje, reinterpreta a la Celestina aportándole oscuros matices, de un modo como ninguna de las anteriores actrices que lo han interpretado -entre las que destacan nombres como Amelia de la Torre o María Luisa Ponte, sin olvidar a la mencionada Irene Gutiérrez Caba- lo habían llevado a cabo: "Celestina es muy peligrosa -advierte una súbitamente grave Terele Pávez- porque es engañosa, puede confundirte con mucha facilidad. Tuve que trabajar mucho para saber en todo momento quien era ella y quien era yo, porque puede absorberte y hacerte mover cosas malas, interiormente, para trabajar el personaje, y hay que tener siempre mucho cuidado con lo que mueves para componer un personaje". Así, Terele -aunque pudiera parecer imposible- se supera a sí misma, devorando con total impunidad al resto del reparto, encabezado por unos descolocados Juan Diego Botto y Penélope Cruz lastrados por un evidente desconocimiento de la técnica interpretativa del texto clásico achacable a su prácticamente nula experiencia teatral. Pávez, ya por siempre barnizada con la pátina de quimera del arte de la escena, saborea un triunfo personal indescriptible que no hará, sin embargo, que las ofertas protagonistas acudan a la puerta de su casa, regresando pronto a su ya familiar entorno de películas de autor, cortometrajes de directores noveles y apariciones en series de televisión: "Si quieres que te diga la verdad -me dice, al despedirnos- estoy cansada. Me apetece quedarme aquí, en La Puebla de Montalbán, charlando con la gente en la plaza mayor y disfrutando de este cielo tan limpio, tan azul".
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a Terele Pávez el 11 de octubre de 2009.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Gracita Morales, un olvido injusto

Si estuviéramos en países como los Estados Unidos, Francia o Italia, María Gracia Morales Carvajal, nacida en Madrid en 1928, gozaría de la immortalidad que otorga disponer de avenidas a su nombre, monumentos a su memoria e, incluso, algún premio cinematográfico dedicado a su advocación. Pero no. Señoras y señores, estamos en España, tierra de insanas envidias, crueles chanzas y olvidos injustos en la que toda alusión a los que deberían ser los mitos patrios del show business entra de lleno en la vía muerta de la triste etiqueta que ha venido en llamarse caspa, pueril y escatológica referencia tan solo propia de un país para el que todo lo que ha llegado de fuera ha sido, siempre, mejor que lo que se ha cosechado dentro. El caso de la irrepetible Gracita Morales ejemplifica a la perfección este aserto, convirtiendo a la que fue una gran actriz dotada de una excepcional comicidad en una figura poco menos que risible relegada a los programas para jubilados que la televisión pública emite los sábados por la tarde. En América, nunca le harían eso a Lucille Ball.El personaje cinematográfico de Gracita Morales parodia -con la intención de divertir al público más que de plasmar una realidad social cotidiana- la lucha de una mujer joven, virgen y sola procedente de un castrante ambiente rural en las cosmopolitas ciudades españolas que comenzaban a experimentar los vertiginosos cambios que traerían las políticas desarrollistas del régimen franquista, enfrentada al acoso de hombres-lobo disfrazados de cordero que solo pretenden su perdición para dejarla, después, en el arroyo abocada a ejercer la profesión más antigua del mundo. Una mujer cuyos padres aldeanos vivieron el horror de la Guerra Civil desde el ámbito más sanguinario y violento, quedando marcados para siempre, y que solo pudieron ofrecerle por toda educación la escuela pública en la que aprendería a leer, a escribir, y las imprescindibles cuatro reglas. Con este áspero trasfondo, los personajes de Gracita Morales se revuelven desde dentro de ellos mismos para superar con más buena fe que con taimada astucia los obstáculos a los que tienen que enfrentarse en su condición de pobre-chica-la-que-tiene-que-servir.
Fue en este contexto doméstico de escaleras de servicio, recalentados tocaculos de supermercado, conserjes gruñones y modernas cocinas Fagor donde Gracita ejerció su reinado incontestado, convirtiendo en lucrativo negocio cualquier producto en el que apareciera su nombre como una de las estrellas más taquilleras de la historia del cine hecho en España. Los productores se la rifaban y llegó a ganar mucho, mucho dinero durante las décadas de los sesenta y los setenta compartiendo cartel con las vedettes masculinas más populares de la época, como José Luis López Vázquez -con quien llegó a establecer una íntima simbiosis profesional- José Sacristán o el mismísimo Paco Martínez Soria. Su principal arma natural fue una inconfundible voz de pito que ella aprendió a modular al gusto del público, atiplando aún más, si cabía, los matices que provocaban la hilaridad del espectador y convirtiéndose en una caricatura de sí misma, repitiendo hasta la extenuación frases que eran mil y una veces aplaudidas por las plateas. Como complementos imprescindibles, uniforme negro de raso con blanquísima cofia para el servicio, una recatada bata de boatiné -cien veces remendada- para las horas de dulces sueños casi exentos de toda lubricidad, y un abriguito de lana y bolso de escay para las tardes libres o el vermú de los domingos en El Retiro.
Sin embargo, y a pesar de que la immensa mayoría de los papeles que le tocó interpretar correspondían a la chacha alegre y respondona, contrapunto cómico de la acción principal (aunque al final siempre era ella la que se metía al público en el bolsillo), los dos trabajos por los que es más recordada no se ciñen a los parámetros habituales y permiten a Gracita explorar otros terrenos. "Atraco a las tres" (José María Forqué, 1962) nos la mostró convertida en una empleada de banca que se involucra en un atraco chapucero en la misma entidad en la que presta sus servicios para poder comprarse un televisor (uno de los primeros y más codiciados bienes de la incipiente sociedad de consumo de la España de los años sesenta). Arropada por un elenco de primeras figuras de la comedia nacional, Gracita Morales reluce excepcionalmente entre todas ellas en un título histórico, por fortuna dignamente editado en DVD. Por otro lado, "Sor Citroen" (Pedro Lazaga, 1967) resulta el mascarón de proa de la carrera de Morales como la abnegada, dulce, buena y voluntariosa Hermana Tomasa, la hija de un ferroviario que decide tomar los hábitos y que acaba conduciendo el Citroen 2 CV recién adquirido por el convento y con el que sembrará el terror en las calles de Madrid. Junto a ella, una de sus partenaires habituales en el servicio doméstico, Rafaela Aparicio, aquí vestida también con las tocas monjiles, y Mari Carmen Prendes como la Madre Superiora a la que quitan el sueño las dieciocho letras que la institución debe asumir para pagar el vehículo. Lágrima fácil a discreción y otro taquillazo de antología.
Existe aún otro arquetipo explotado de manera frecuente por la actriz, aunque siempre desde un enfoque casi infantil desprovisto de cualquier referencia al sexo. Como la misma Gracita diría, sus pilinguis son buenas chicas que buscan una salida fácil a la penuria económica sabiendo muy bien que un físico excepcional no forma parte de la mercancía que ofrecen. A cambio, ponen en su escaparate un buen corazón -del que casi siempre se aprovechan vilmente los clientes más desaprensivos del cabarete- y mucha conversación picante burdamente aprendida en horas y más horas de infructuoso alterne nocturno. No hay que rascar mucho para darse cuenta de que estas flores del mal interpretadas por la Morales son las mismas asistentas pueblerinas que han decidido cambiar de profesión, desesperanzadas por no haber conseguido casarse o hartas de servir en casas ajenas. En este sentido, son especialmente memorables sus personajes en la adaptación de la aplaudida obra de Miguel Mihura "Maribel y la extraña familia" (José María Forqué, 1960) o, especialmente, en "Pepa Doncel" (Luís Lucia, 1969), junto a otras descocadas Aurora Bautista y Mercedes Vecino al son del texto de Jacinto Benavente.
Los setenta marcaron el declive de la industria que había gobernado en el cine español durante la década anterior, con el ascenso de nuevos realizadores y guionistas independientes a los que la llegada de la democracia facilitó poder tocar temáticas impensables unos pocos años atrás. Con todo, Morales continuó al pié del cañón -aunque a trancas y barrancas- hasta que, a mediados de los años ochenta, dejó de recibir ofertas para trabajar en el cine o en la televisión. Habiendo sido una de las grandes estrellas de las dos décadas anteriores, fue para la actriz un amargo trago ver pasar primero las semanas y luego los meses sin oír el ansiado timbre del teléfono. Víctima de reiterados cuadros depresivos, abusó de los ansiolíticos y dejó que su salud se deteriorara encerrada en la soledad de su domicilio madrileño pasando serios apuros económicos. Cuando sus antiguos compañeros de profesión conocieron su circunstancia, la ayudaron ofreciéndole algunos papeles de reparto en obras de teatro y programas de televisión, pero en ellos la actriz no hizo más que ofrecer una patética imagen que conmovió y entristeció al público, que apenas reconoció a la enérgica y brillante cómica que había sido antaño. Silenciosamente, en 1995, Gracita Morales murió a consecuencia de una insuficiencia respiratoria a los 66 años de edad. Triste final para la que supo, como ninguna otra, divertir a una audiencia que, del mismo modo en que la encumbró a lo más alto, olvidó sin remordimientos su arte único, genial y absurdo que, como dijo de él el realizador José María Forqué, "viene muy bien en el humor porque se contagia".

domingo, 31 de mayo de 2009

Amparo Soler Leal o el amor por el cine

Amparo Soler Leal es una de las actrices más populares del cine hecho en España. Y tal vez lo sea porque su nombre está entre los trabajos más recordados de directores como Luís García Berlanga, Jaime Chávarri, José María Forqué, Fernando Fernán Gómez o Pedro Almodóvar. Puede que también lo sea porque ha sido siempre una entregada impulsora de nuevos caminos y lenguajes para el cine español, en unos años en los que no era ni siquiera fácil el intentarlo, tarea que se implementó junto a su marido, el prolífico y prestigioso productor Alfredo Matas. Aunque, para el gran público, el mayor mérito de esta gran actriz ha sido su capacidad para sacar a flote cualquier personaje, por curioso, difícil o incluso peliagudo que haya podido llegar a ser, haciendo gala de una particular mezcla de talento y pericia, a partes iguales, y de una naturalidad pasmosa a la hora de enfrentarse a un papel.
En abril de 2006 visité a Amparo en su casa de Barcelona, un precioso ático en la parte alta con una magnífica vista sobre la ciudad, para realizar una entrevista y una sesión de fotos. La misma Amparo me abrió la puerta, acompañada de su perrita, "Ceporra", animal de curioso santo para su exclusivo pedigrí. Pasamos a una estancia emmoquetada en la que destacaban estampadas alfombras, prácticamente unas encima de las otras, y sobre las que reposaban mullidos divanes: "Esto fue cosa de Alfredo, que era muy afrancesado -me dijo- y, como buen catalán, le encantaba la comodidad". Alfredo Matas falleció en 1996, dejando a su viuda al frente de su productora, Jet Films S.A., y de la fundación que lleva su nombre, dedicada a ayudar a jóvenes creadores en cualquier campo referente a la cinematografía. Amparo, en cuanto nos sentamos, encendió un cigarrillo. No sería remarcable sino fuera porque, casi al instante de apagar este, encendió otro: "Fumo desde los catorce años, y ya no estoy para dejarlo. Ni toso, ni me quedo afónica". Entre risas, me dijo que debe estar ya cubierta de nicotina: "Tengo una edad que vivo para mañana mismo, y las cosas que me gustan no pretendo dejarlas ¿Para qué? me quedan unos pocos años, con suerte, y eso no me amarga para nada. Tiene que llegar, un día u otro". Toda una filosofía de la vida de la que Amparo me ofreció buenas muestras a lo largo de la tarde que compartimos.
Amparo Soler Leal nació en Madrid en 1933. Sus padres fueron Milagros Leal, una de las grandes cómicas características de la escena y el cine españoles, y Salvador Soler Mari, actor de gran popularidad en los años treinta por haber sido el galán de Imperio Argentina en la exitosa "La Hermana San Sulpicio", entre otros recordados papeles. Sus progenitores, buenos conocedores de las miserias que conlleva la dedicación a los escenarios, no querían que su hija fuera actriz: "A mi madre, que era muy religiosa, le dio por llevarme a colegios de monjas, y me insistía en que estudiara una carrera. Creo que esa determinación suya fue la que más influyó en mi decisión de ser actriz, porque ya sabes que, cuando uno es joven, lo que más nos gusta es llevar la contraria". Así, Amparo debutó en el Teatro de la Comedia de Madrid, en temporada de verano, en la compañía de sus padres, donde poco después fue "descubierta" por Luís Escobar, director de la compañía titular del Teatro María Guerrero: "Con Luís en el María Guerrero hice mi meritoriaje ¡Quién nos iba a decir que, muchos años después, interpretaríamos juntos tres películas!". Fue en ese mismo momento cuando Amparo debuta en el cine -gracias a la influencia de su madre- con un pequeño papel en "Puebla de las Mujeres", protagonizada por Rubén Rojo y Marujita Díaz. El papel, apenas existente, no le permitió destacar como ella hubiese deseado, situación que se repitió en su segunda incursión fílmica, "Así es Madrid". Después de estas decepciones, Amparo se vuelca en el teatro, formando compañía en el Windsor de Barcelona con Adolfo Marsillach, con quien se casa en 1954 y con quien no conseguirá tener una relación estable y equilibrada, acabando por separarse en 1959. Ya por entonces, Amparo vive con la que será su pareja definitiva, el productor Alfredo Matas, con quien no podrá casarse hasta diecinueve años después cuando ambos obtienen sus respectivos divorcios.La pareja Matas-Soler Leal conoce a Luís García Berlanga y inician una fructífera relación profesional que dará algunas de las mejores películas de toda la historia del cine de este país. La primera de ellas, "Plácido" (1961), inauguró la recientemente creada productora de Alfredo y Amparo, la ya mencionada Jet Films: "La película significó poder trabajar de la manera en que más nos gustaba hacerlo, escogiendo el guión y los actores, todo bajo la dirección de Luís García Berlanga, que nos parecía un talento excepcional".Al año siguiente, Pedro Masó le ofreció el papel de la esforzada madre de "La Gran Familia", uno de los títulos míticos del cine español en el que compartía la cabecera de cartel con Alberto Closas, José Luís López Vázquez y Pepe Isbert: "No me gustó hacerla, porque aunque al principio me pareció un buen guión, luego vi que el personaje requería una actriz bastante mayor que yo. Y, al ofrecerme repetir personaje en la segunda parte, me negué, porque, en la película, iba a ser abuela. Yo tenía solamente treinta años, aunque aparentaba más gracias al vestuario, el maquillaje y el peinado, pero aquello ya me pareció demasiado". El disgusto de Masó ante la negativa de Soler Leal motivó un enfado que duró, según cuenta Amparo, más de una década: "Tuvo que matarme, matar mi personaje, porque no se atrevió a buscarme una sustituta".
Después de su participación en la excelente "Amador", de Francisco Regueiro y junto a Maurice Ronet, Amparo Soler Leal protagonizó una de las más deliciosas comedias cinematográficas de la década de los sesenta, "Las que tienen que servir", recreación de la exitosa obra de Alfonso Paso dirigida por José María Forqué. El cartel se completaba con nombres como Concha Velasco, Alfredo Landa, Manolo Gómez Bur, Laura Valenzuela, José Sazatornil y Margot Cottens, y narraba en clave absolutamente humorística la vida de los americanos que vivían en la base militar que los EUA ocupaban en Torrejón de Ardoz y de los españoles que trabajaban para ellos. Para no desmerecer de la tónica habitual, la película es considerada, hoy en día, una muestra más del vilipendiado landismo, cuando en realidad se trata de una cuidada producción de José Luís Dibildos magníficamente interpretada por el excelente reparto antes mencionado, y que plasma de manera excepcional los muy diferentes puntos de vista que marcaban las relaciones España-EUA en aquellos años en los que el régimen franquista había comenzado una importante apertura internacional: "José María Forqué era un gran director de comedia -opina Amparo- pero cuando quería meterse en profundidades dramáticas, ya no me gustaba tanto. Aquí estuvo en su ambiente y lo demostró con una realización acertadísima. Creo que es una película que hay que saber situar en el momento en el que se hizo".Soler Leal trabaja mucho en televisión al principio de los sesenta, en series como "Tres eran tres" de Jaime de Armiñán o "Las doce caras de Eva", y también en "Estudio 1" y "Los Libros" en la adaptación de diferentes obras teatrales: "Antes, cuando era joven, me gustaba hacer televisión, porque creo que le llegaba a la gente de otra manera. Hoy no me gusta, prefiero el teatro o el cine, lo siento, pero es así". Amparo trabajó con Luís Buñuel, en 1972, haciendo un pequeño papel en "El discreto encanto de la burguesía", protagonizada por Fernando Rey: "Gracias a Fernando conocí a Buñuel. Supongo que le caí muy bien, porque enseguida me ofreció el papel que, finalmente y por exigencia del productor francés, acabó haciendo Bulle Ogier. Luís, entonces, me ofreció hacer aquel fantasmita que aparece por ahí, a lo que yo, por supuesto, dije que sí. Pasé una semana con Alfredo en París rodando con Buñuel, alojándonos en su mismo hotel en Montmartre y haciendo una buena amistad". Soler Leal recuerda a Buñuel como un hombre brillantísimo, dueño de un humor "absolutamente trágico y sutil, diferente al de Berlanga, que era más barroco, más valenciano". La actriz destaca que Buñuel fue uno de los primeros directores que utilizaba monitores para seguir el rodaje desde la habitación de al lado, avanzándose a técnicas que llegarían más tarde y que se han impuesto hoy en día.
"Mi hija Hildegart" es otro de los puntales en la carrera fílmica de la actriz: "Fue un personaje muy difícil de hacer, esa madre que es capaz de matar a su propia hija argumentando esas razones tan obsesivas. Sí, es seguramente el papel más duro que he hecho". La película esperó muchos años a poder hacerse, dada la negativa de la censura de aprobar el guión tal como estaba: "Yo tenía previsto poder hacer la hija, pero como no la hicimos hasta 1977, terminé haciendo la madre". La película fue dirigida por Fernando Fernán Gómez, quien imprimió en ella una pátina oscura, de fealdad, muy adecuada a los tintes macabros de la historia, basada en un famoso caso real.
Amparo vuelve a trabajar con su amigo Luís García Berlanga en "Tamaño Natural" (1974), donde ofrecerá una excelente interpretación de una lesbiana que regenta una boutique de moda y en la que mostrará, cubierto por el tul de una atrevida blusa de Courrèges, su pecho desnudo en unos años en los que cualquier actriz que no quisiera verse con la etiqueta de retrógrada y mojigata se veía obligada a pagar su contribución a los nuevos tiempos que se avecinaban. La trilogía de "La Escopeta Nacional" arrancó en 1978. Amparo recuerda la producción de la película que inició la saga con mucha nostalgia: "Se quiso exponer el momento político que se había vivido en España, y eso se reflejó muy bien en el guión que escribieron Rafael Azcona y Luís García Berlanga. A mi personaje, Chus, la nuera del marqués, le tengo mucho cariño a pesar de que intenté convertirlo en algo muy desagradable. Pero como, en el fondo, era una desgraciada tuerta cuyo marido la despreciaba y se iba con otras, pues te acababa entrando". El retrato tipológico realizado por Berlanga de la alta sociedad que rodeaba al dictador Franco, casi como las antiguas cortes de los monarcas absolutistas, marcó un antes y un después en el cine español. El argumento, ambientado en una cacería en la finca del imaginario marqués de Leguineche (interpretado por Luís Escobar), arremetía sin piedad contra la clase dirigente de los últimos años del franquismo, una casta tocada de muerte que intuía que su final estaba próximo. El humor brillante y corrosivo del guión de Azcona no consigue esconder la crítica acérrima que destila la cinta, que obtuvo un éxito tal que motivó la producción de dos secuelas ("Patrimonio Nacional", en 1981, y "Nacional III", en 1982), películas que, si bien no alcanzaron el clamoroso triunfo de "La Escopeta Nacional", están a su altura en cuanto a preciosista disección de un determinado sector de la sociedad española, ya entonces viviendo los primeros años del post-franquismo.La década de los ochenta llega con excelentes papeles para Amparo Soler Leal: "El crímen de Cuenca", "Los fieles sirvientes", "Bearn", "Las bicicletas son para el verano", "¿Qué he hecho yo para merecer esto?" o "La vaquilla" seguirán ofreciendo buenas oportunidades a la actriz madrileña de bordar magníficas interpretaciones, algunas veces como protagonista, y en otras, con trabajos de reparto que ella consigue sublimar como solo los grandes saben hacerlo. Hacia el final de la década, sus trabajos para la gran pantalla comienzan a espaciarse y, a pesar de sus reticencias, vuelve a la televisión, medio en el cual desarrollará prácticamente toda su actividad durante los años noventa. Tras la muerte de Alfredo Matas, Amparo se dedica a seguir llevando adelante Jet Films: "No salen buenos papeles para la gente de mi edad -me dijo, casi al final de nuestro encuentro- y los que me ofrecen no me gustan. Prefiero hacer, de tanto en tanto, algo de teatro, que me mantiene en buena forma de cuerpo y de mente".
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a Amparo Soler Leal el 5 de abril de 2006.

lunes, 13 de abril de 2009

Aurora Bautista, el mito y la actriz

Aurora Bautista es una de las grandes estrellas de la historia del cine español. Su carrera abarca más de medio siglo, y cuenta entre los títulos que la jalonan con algunas de las más famosas y recordadas películas producidas en este país. Durante los últimos años de la década de los cuarenta y toda la de los cincuenta su popularidad es immensa, y los más importantes guionistas y directores se ponen al servicio de esta actriz que amó con igual intensidad los platós cinematográficos y las tablas del escenario. Una intérprete sublime, a pesar de ella misma y de su proverbial modestia, con un estilo único de vivir los personajes y de transmitirlos al público. Una actriz en ocasiones desgarrada, algunas veces histriónica, de tanto en tanto desmesurada, pero siempre fiel a sí misma, a su reconocido talento y a su genialidad intrínseca. Una mujer consciente del peso de su propia leyenda, sabedora de que arrastrará hasta el final el recuerdo perenne de Juana, de Agustina, o de Tula.
Reconozco que me sentí arrobado cuando me encontré en casa de Aurora, hace ya algunos años. Sentado junto a uno de los monstruos sagrados del cine patrio, uno de sus mitos indiscutibles, no se me ocurrió otra cosa que confesárselo manifestándole mi admiración rendida -desde que era un niño- en una verborrea desenfrenada, desmedida. Por un momento, creí que iba a sacar de la habitación de al lado el cañón de Agustina de Aragón y que iba a echarme con cajas destempladas de su casa, pero no. En lugar de eso, me sonrió encantadoramente y me dio las gracias, emocionada. Y es que la Bautista es una mujer de una humildad -auténtica- que tira de espaldas. Puede haber sido una diva incontestada en los platós y en los escenarios, pero allí, conmigo, no la reconocí como tal. La Aurora hogareña, la de las zapatillas, la que te coge fuertemente la mano para agradecerte un comentario, la que se ríe con una carcajada sonora y contagiosa, la que consigue que te sientas en su casa como en la tuya propia, es muy otra. Resultó, además, una modelo muy resuelta y experimentada. Pareció pasárselo muy bien delante del objetivo de mi cámara, y la tarde pasó como en un suspiro, a pesar de que invertimos más de cinco horas entre la sesión de fotos y la entrevista.
Nace Aurora Bautista en Villanueva de los Infantes (Valladolid) en 1928. Trasladada su familia a Barcelona por motivos políticos una vez concluída la Guerra Civil, empezará a estudiar en el Institut del Teatre que dirigía, por entonces, Guillermo Díaz-Plaja. Cayetano Luca de Tena, director de la Compañía Nacional, recomienda a Juan de Orduña a aquella joven actriz para el principal papel en la película que el prestigioso realizador estaba preparando para Cifesa: "Mi padre me dijo que si aceptaba hacer esa película es que me había vuelto loca. Yo le dije que también en la película estaba loca la señora, así que íbamos a estar las dos muy parecidas". "Locura de Amor" iba a ser, sin ninguna duda, uno de los grandes éxitos del cine en aquellos años del final de la década de los cuarenta, y la productora valenciana que dirigía Vicente Casanova estaba echando la casa por la ventana, sin reparar en gastos, para realizar la que sería la mayor superproducción de la historia en España. No es, pues, extraño que Juan de Orduña se encontrara con la oposición general cuando propuso el nombre de una completa desconocida para hacer el papel principal de Juana la Loca en la adaptación de la obra de Tamayo y Baus: "Juan dijo que, sin mí, no haría la película. Yo fui la primera sorprendida por aquello, naturalmente. Así que Cifesa tuvo que transigir".
El éxito de la película fue tan extraordinario que nadie pudo llegar a preveerlo en toda su magnitud. Las colas para ver el film en los principales cines del país eran quilométricas, manteniéndose más de un año en cartel en Madrid con la sala a rebosar: "Fue demasiado para todos, para Juan, para Jorge Mistral, para Fernando Rey, para Sara Montiel y, por supuesto, para mí. No podíamos ni salir a la calle". La película abrió mercados internacionales para el cine español, y convirtió a Aurora Bautista en una absoluta celebridad de la noche a la mañana. Su interpretación de Juana de Castilla, hija de los Reyes Católicos, significó un hito en su carrera y -para bien o para mal- marcaría para siempre el cariz de la mayoría de los papeles que configuraron la primera etapa de su currículum cinematográfico.
Juan de Orduña y Cifesa se pusieron, de nuevo, al servicio de la actriz, para la que recrearon el Madrid del siglo XIX con todo lujo de detalles en la siguiente producción que afrontaron juntos, "Pequeñeces", que resultó otro triunfo clamoroso, esta vez con la Bautista en un papel en las antípodas de la abnegada, doliente y sacrificada reina de Castilla: la veleidosa condesa de Albornoz, nacida de la inspirada pluma del Padre Coloma: "La riqueza de la producción, incluso en las cosas más nimias, fue algo inaudito. Las joyas que lucía eran auténticas, y los vestidos llevaban enaguas de puntilla hecha a mano, a pesar de que no iban a verse en pantalla". La película costó el equivalente actual a seis millones de euros, un derroche sin precedentes para la época que, eso sí, recaudó una fortuna y cimentó definitivamente el prestigio de Aurora Bautista como gran intérprete y gran estrella del medio. Aun llegaría, una vez más de la mano de Juan de Orduña y de Cifesa, otro gran triunfo con el telón de fondo del Sitio de Zaragoza por las tropas Napoleónicas, "Agustina de Aragón": "Yo hubiese querido hacer algo más íntimo, más del interior de aquel personaje femenino tan interesante, pero no, finalmente se hizo el espectáculo histórico que ha quedado".
La carrera cinematográfica de Aurora Bautista no estaba resultando lo que a la actriz más le hubiese apetecido. "Condenados", de Manuel Mur Oti, fue una película pretenciosa de la que ella llegó a decir que hubiese preferido no hacer, y "Teresa de Jesús", de nuevo con Juan de Orduña, vio el magnífico guión de Carlos Blanco masacrado sin piedad por la censura eclesiástica: "Teníamos el consentimiento del Vaticano para rodar el guión tal y como estaba, pero aquí dijeron que no. O sea, aquí, más papistas que el Papa". Aurora, desilusionada, se vuelca en su trabajo en el teatro, donde cosecha excelentes críticas y notables éxitos de taquilla con su compañía. Algunas películas más se añaden a su filmografía: "La Gata", "El marido", "Sonatas", "Hay alguien detrás de la puerta", "Las ratas". La puesta en escena de la obra de García Lorca "Yerma", por primera vez en España desde el final de la Guerra Civil, fue un acto de valentía y un desafío al gobierno franquista: "Tuvimos a la Guardia Civil en la calle, delante del teatro, durante todas las representaciones. No sé, tal vez temían que al final fuésemos todos en comitiva a El Pardo a reclamar el poder". La ocasión de reverdecer antiguos laureles en el medio cinematográfico no tardaría en llegar con la oferta del director primerizo Miguel Picazo para ser la protagonista de su adaptación de la novela de Miguel de Unamuno "La tía Tula", que se convertiría en su interpretación más memorable en un personaje de recuerdo inseparable del de la propia Bautista, quien consigue arrancar todos los delicados, profundos y desgarrados matices a una mujer solterona sometida a la tiranía represora de la sociedad provinciana de los años sesenta en constante y agotadora lucha entre el mantenimiento de una rigurosa moral en lo tocante a la familia, a la religión y, sobre todo, al sexo, y sus deseos naturales de sentirse joven, hermosa y deseada: "No me costó meterme en la piel de Tula, porque era un personaje que estaba ya muy definido, muy bien construído". Por supuesto, la película no se vio libre de las iras de una censura que consideró demasiado atrevidas algunas de las escenas, especialmente la que muestra a Tula, en la intimidad de su cuarto, recreándose en su sensualidad ante el espejo: "Fueron implacables, y Miguel Picazo sufrió mucho por eso. Metieron demasiada tijera en la película, porque parecía molestarles todo mucho, lo consideraban todo como muy pecaminoso".
Después de una etapa de cuatro años, dura y difícil a nivel personal, en Méjico, donde Aurora se casó y se separó del médico Hernán Cristerna, padre de su único hijo, y donde rodó una de sus películas más populares, el melodrama lacrimógeno "El derecho de nacer", la actriz regresa a España deseosa por reeencontrarse con su público, en el que se vuelca ofreciéndole trabajos tanto en cine como en teatro. "Pepa Doncel" fue una fallida adaptación a la gran pantalla de la obra de Jacinto Benavente, mientras que la coproducción hispano-británica "Una vela para el diablo" significó la única incursión de Bautista en el género de terror con la truculenta historia de dos hermanas asesinas de muchachas jóvenes en un pueblo de Andalucía, en la que tanto ella como su compañera de fatigas, la actriz Esperanza Roy, tuvieron que bregar con el consabido "destape", entonces en su momento de mayor apogeo: "Allí enseñamos todas bastante de todo, tanto Esperanza, como yo, como las actrices inglesas. En una violenta escena en la que casi me arrancan la blusa se me ve el pecho saliéndose por lo que quedó del escote". Con todo, Aurora exhibiría -y de modo más descarado- todavía más anatomía en su siguiente película, una rarísima e inclasificable producción que se llamaría "Los Pasajeros", la cual a la actriz no le gusta ni siquiera mencionar.
Los años ochenta y noventa significarán un período de apariciones estelares y de papeles cortos, pero de relevancia, en películas como "Divinas palabras", "Amanece que no es poco" o, en particular, la notable "Extramuros", donde fascinó a público y crítica con su encarnación de la priora de un convento del siglo XVI: "Me gustó mucho hacer ese papel. Quedó muy emotivo, muy commovedor. Y es porque, en realidad, no hay papeles grandes o pequeños, hay cosas de calidad y cosas que no la tienen". En lo referente al teatro, la actriz no dejó de trabajar, poniendo en escena obras como "La Señorita de Tacna", "Paso a paso" o "Cartas de mujeres".
Hoy en día, Aurora Bautista, prácticamente retirada a sus ochenta y ún años, vive tranquilamente en su elegante piso del barrio de Salamanca de Madrid con su segundo marido, con el que se casó en 1989. Rodeada de pinturas -originales- de Picasso, Dalí, Tàpies o Rivera, la actriz vive una perpetua "primavera cultural" que la lleva a ser el alma mater de múltiples acontecimientos: inauguraciones de exposiciones, estrenos, lecturas de poesía, entregas de premios, en un constante trajín que la mantiene activa, ágil y positiva. Y así, si hoy en día se le pregunta por el conjunto de su carrera, la actriz es capaz de mirar atrás sin miedo a lo que verá y decir: "Me he quedado con ganas de más, de mejores guiones, de mayor calidad en las producciones. Creo que he debido de hacer mejor cine, que no he hecho por una serie de circunstancias que se han ido dando a lo largo de mi vida. A lo mejor es que soy demasiado exigente. Pero sí, en el fondo, me gusta lo que he hecho".
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a Aurora Bautista el 15 de junio de 2005.

viernes, 13 de marzo de 2009

María Asquerino: telón lento, final y aplausos

No puedo decir que me haya sorprendido el anuncio, hecho público por la misma interesada la semana pasada, de la retirada de María Asquerino. La última vez que nos vimos, en Madrid, hace algo más de un año, me confidenció, entre sorbo y sorbo de café con leche, "estoy cansada". Me pareció de lo más natural. A los 82 años y con una larguísima trayectoria a sus espaldas como infatigable trabajadora del sector del entretenimiento, María Asquerino ha cumplido más que con creces su compromiso con la profesión de actriz, con el cine, con el teatro y con la televisión, desde que a muy temprana edad le confesó a su madre, la actriz Eloísa Muro, que quería dedicarse a "esto de los cómicos". El día que nos conocimos, una tarde de mayo que prometía un lánguido atardecer ideal para una sesión de fotos entre la espléndida gama de verdes que exhibe, orgulloso, el parque del Retiro en primavera, yo me hallaba sensiblemente inquieto, porque siempre oí hablar de ella como de una mujer dura, seria, con mucho carácter. En cuanto me estrechó la mano y me sonrió abiertamente, entendí que habían exagerado: María sí es dura, porque es fuerte; sí es seria, porque así lo exigen más de cincuenta años como primera figura de las tablas, y sí tiene carácter, porque ese rasgo le ha servido para moverse entre las procelosas aguas del oficio de actriz. Pero puedo asegurar que también es dulce, divertida y cariñosa. Y guapa, qué caray. Con la edad no ha perdido su 1,70 de altura, ni sus pómulos, ni aquel corte de cara que hizo célebre su rostro entre los más hermosos que decoraron el cine ibérico.
Es María Asquerino mujer de charlas largas, de cafés reposados y de paseos por el Retiro, que queda muy cerquita de su casa. Sola -que no solitaria- le gusta ir a la contra en cuestión de horarios, levantándose tarde y acostándose aún más tarde, muy entrada la madrugada, después de leer la prensa del día cuando se ha cansado de ver la televisión. Lectora voraz, consume literatura y periódicos a pares -"menos los anuncios, lo leo todo"- mientras trata de contener el caos de libros, películas, fotografías, premios y recuerdos que se apoderan del espacio cada día más reducido de su ático sobre el parque: "ya no sé donde meter las cosas". Esos objetos, mal que le pese a la propia María, son ya prolongaciones de sí misma, extensiones materiales de su auténtica grandeza que conforman el rompecabezas de su vida dedicada, en cuerpo y alma, al duro trabajo de subirse, dos veces al día, a un escenario o de ponerse delante de una cámara.Sí, María Asquerino ha trabajado, incansable, en todos los medios, algunas veces multiplicando horas laborales para poder llegar a tiempo al plató de rodaje después de haber hecho esas dos duras y difíciles funciones diarias. "Anillos para una dama", de Antonio Gala, ha sido, sin duda, su mayor y más celebrado éxito teatral. En cine, dejó escrito su nombre en letras de oro interpretando a la protagonista de "Surcos", el film-denuncia de José Antonio Nieves Conde rodado en blanco y negro en esa España -también en blanco y negro- de 1951. Y es ella mucho más que, simplemente, una famosa actriz. Fue la más vehemente de las dinamizadoras de conversaciones, charlas y tertulias de aquel Madrid que "era una fiesta" en los años cincuenta; que comenzó a tomar conciencia social en los sesenta, que empezó a enseñar muslo y pechuga en los setenta y que despertó a la joven democracia de los ochenta con la propia María como bandera. Su mesa, primero en aquel "Oliver" que Adolfo Marsillach puso, coqueto e íntimo, para que Ava Gardner pudiera comenzar allí sus noches de insomne incontinencia, y más tarde en el "Bocaccio", siempre fue la más concurrida por sus compañeros y compañeras de profesión, artistas de todas las disciplinas y políticos de todos los colores.
Hija y nieta de actores, sus padres -Mariano Asquerino y Eloísa Muro- dejaron que su hija se empapara del ambiente del teatro, creciendo entre cajas mientras les veía trabajar y se iba desarrollando, imparable, su ansia por ser actriz: "De pequeña quería ser Shirley Temple, y bailaba claqué como ella". Sus padres se separaron poco antes del estallido de la Guerra Civil, y María pasó todo el conflicto bélico en Madrid, junto a su madre, bajo el fuego y los bombardeos. Su debut en el cine, en 1941, fue poco menos que descorazonador. Fue en una película de Juan de Orduña, "Porque te vi llorar", y en ella tenía una única frase: "Solamente decía ¡María Victoria! con la voz de pito que tenía yo de joven", me contó, muerta de risa. En esos años en que las folklóricas privaban, María tuvo que sudar para encontrar trabajo: "Costaba mucho, porque yo no tenía aptitudes para eso, y como tampoco era bajita y gorda, pues no podía meterme a cómica. Trabajaba la gente con alguna característica especial, y yo entonces no la tenía, era guapa y nada más".
Incluso después del éxito personal que supuso su papel protagonista en "Surcos", las cosas en el cine siguieron sin ser nada fáciles: "Entonces empecé con el teatro, por consejo de mi madre, y ahí sí tuve siempre protagonistas". Así, la carrera teatral de María Asquerino se trufó de clamorosos triunfos a ambos lados del Atlántico, representando a los mejores autores, que solicitaban siempre su inclusión como primera figura en los repartos. En su currículum se agolpan los nombres de Dürrenmat, Chejov, Joyce, Lope de Vega, Eduardo de Filippo, Gala: "Me faltó hacer algo de Lorca. Me hubiese gustado hacer una de aquellas criadas, que son las que cuentan las verdades, son la voz del pueblo". Cuando llegó "Anillos para una dama", de Antonio Gala, Asquerino ya era una estrella indiscutible de la escena. La obra se representó durante ocho años con María como eterna Doña Jimena, con actores y actrices distintos que iban despidiéndose y contratándose para renovar los papeles del reparto y bajo la dirección de Manolo Collado. Su otro gran personaje, "Filomena Marturano" de Eduardo de Filippo, es también, en el recuerdo del público, inseparable del de la actriz.
1977 fue el año de su encuentro con Buñuel con su colaboración en "Ese oscuro objeto de deseo". El papel, ciertamente anecdótico, aumenta de tamaño en manos de María, del mismo modo que ocurrió con su personaje de "El mar y el tiempo", bajo la dirección de su gran amigo Fernando Fernán Gómez y por el que recibió el Goya a la Mejor Interpretación Femenina de Reparto. En los últimos años, María Asquerino ha llamado la atención de nuevas generaciones de realizadores, destacando especialmente su colaboración con Alex de la Iglesia en tres películas: "Muertos de risa", la magnífica e irrepetible "La Comunidad", y "La habitación del niño". De la Iglesia parece haber descubierto en María cierta cualidad indefinible, oscura en ocasiones y, en otras, cómica, algo a medio camino entre Bela Lugosi y el Grand Guignol: "Con Alex, en los rodajes, nos tronchábamos de risa y teníamos que parar, no podíamos seguir trabajando". La actriz ha participado también en cortos de directores emergentes como Salvador Perpiñá y Luis Febrer, y ha colaborado en "Pagafantas", el primer largo de otro ilustre cortometrajista, Borja Cobeaga, aún pendiente de estreno.
Esta entrada incluye extractos de la entrevista inédita realizada por el autor a María Asquerino el 9 de mayo de 2006.