lunes, 31 de agosto de 2009

Weird Toons # 30: "Madeline"

En 1952, Robert Cannon, uno de los más brillantes cartoonists que trabajaban para la UPA (United Pictures of America), recuperó para el dibujo animado uno de los personajes de la literatura infantil más queridos en los países anglosajones y cuyas aventuras aparecieron, por vez primera, publicadas en 1939. Su autor, el pintor, ilustrador y escritor de cuentos para niños Ludwig Bemelmans fue uno de los artistas que, incluso antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, desarrollaron un nuevo lenguaje plástico para el lector infantil, unido a una inaudita capacidad para conectar con sus difíciles gustos partiendo -no sin evidente riesgo- de la narración de anécdotas de absoluta cotidianeidad, aparcando la fantasía de los cuentos de hadas y de las aventuras extraordinarias para sumergir a los más pequeños en un mundo en el cual la observación y la estimulación de los sentidos toman un absoluto protagonismo. "Madeline", sin duda alguna, es la cumbre del arte de Bemelmans, una maravillosa historia que tiene como protagonista a una niña pequeña que se encuentra interna en un colegio en el París de entreguerras.
Con exquisito y delicado mimetismo, Cannon adaptó al cartoon la paleta cromática de Bemelmans, así como su trazo suelto y grueso que perfila magníficamente las figuras sobre fondos de colores planos en los que aparecen únicamente los elementos imprescindibles. La animación, reducida a extremos minimalistas, plasma con exactitud las grandes láminas de ilustraciones en las que se narra la vida de la pequeña Madeline en el colegio parisino bajo la maternal pero alerta mirada de su profesora, la señorita Clavel, y junto a sus once compañeras de clase. Madeline, la más pequeña, es siempre la más valiente y atrevida de entre todas ellas, provocando a veces el disgusto de su maestra con sus frecuentes travesuras. Madeline y sus condiscípulas pasearán por París con la señorita Clavel, "tanto con sol, como con lluvia, como con nieve", tal como va relatando el narrador del encantador texto original de Bemelmans.El delicioso corto de ocho minutos de duración fue nominado al Premio de la Academia de Hollywood en la edición de 1953 -aunque finalmente no consiguió el galardón- y es considerado hoy en día uno de los cartoons de referencia en la historia del dibujo animado, así como una de las cimas del indiscutible genio del gran Robert Cannon, proveniente (igual que muchos de sus compañeros en la UPA), de los estudios de Walt Disney. Cannon fue el creador de otras estrellas de la United Pictures of America como Gerald McBoing Boing o Christopher Crumpett, personajes animados que, al igual que ocurrió con Madeline, no gozaron en su momento de la popularidad que merecían y que fueron reivindicados décadas más tarde. De hecho, la UPA exigió a Stephen Bosustow, el responsable del equipo de animadores, que creara personajes más comerciales para que las producciones del estudio pudieran llegar al público internacional. De esta manera nació, poco después, Mister Magoo. Después del corto de 1952, la UPA no adaptó más historias de Madeline, a pesar de que Bemelmans publicó un total de seis cuentos con las aventuras de su pequeña heroína. Sin embargo, el personaje fue objeto de revisión en 1989 y en 1993 con sendas series animadas para la televisión, y en 1998 con el estreno de una película de acción real para la gran pantalla, "Madeline", con Frances McDormand en el papel de la señorita Clavel. Así mismo, Las nuevas generaciones infantiles han descubierto a Madeline con las constantes reediciones de los libros de Ludwig Bemelmans lanzadas por la estadounidense The Viking Press-Penguin Putnam, las cuales han adquirido una merecida pátina de artículo de lujo que jugueterías como la universalmente conocida F·A·O·Schwarz de Nueva York exhibe en displays especiales junto a variado merchandising de Madeline que la creciente popularidad que el personaje ha experimentado en los últimos tiempos ha puesto en el mercado.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Gracita Morales, un olvido injusto

Si estuviéramos en países como los Estados Unidos, Francia o Italia, María Gracia Morales Carvajal, nacida en Madrid en 1928, gozaría de la immortalidad que otorga disponer de avenidas a su nombre, monumentos a su memoria e, incluso, algún premio cinematográfico dedicado a su advocación. Pero no. Señoras y señores, estamos en España, tierra de insanas envidias, crueles chanzas y olvidos injustos en la que toda alusión a los que deberían ser los mitos patrios del show business entra de lleno en la vía muerta de la triste etiqueta que ha venido en llamarse caspa, pueril y escatológica referencia tan solo propia de un país para el que todo lo que ha llegado de fuera ha sido, siempre, mejor que lo que se ha cosechado dentro. El caso de la irrepetible Gracita Morales ejemplifica a la perfección este aserto, convirtiendo a la que fue una gran actriz dotada de una excepcional comicidad en una figura poco menos que risible relegada a los programas para jubilados que la televisión pública emite los sábados por la tarde. En América, nunca le harían eso a Lucille Ball.El personaje cinematográfico de Gracita Morales parodia -con la intención de divertir al público más que de plasmar una realidad social cotidiana- la lucha de una mujer joven, virgen y sola procedente de un castrante ambiente rural en las cosmopolitas ciudades españolas que comenzaban a experimentar los vertiginosos cambios que traerían las políticas desarrollistas del régimen franquista, enfrentada al acoso de hombres-lobo disfrazados de cordero que solo pretenden su perdición para dejarla, después, en el arroyo abocada a ejercer la profesión más antigua del mundo. Una mujer cuyos padres aldeanos vivieron el horror de la Guerra Civil desde el ámbito más sanguinario y violento, quedando marcados para siempre, y que solo pudieron ofrecerle por toda educación la escuela pública en la que aprendería a leer, a escribir, y las imprescindibles cuatro reglas. Con este áspero trasfondo, los personajes de Gracita Morales se revuelven desde dentro de ellos mismos para superar con más buena fe que con taimada astucia los obstáculos a los que tienen que enfrentarse en su condición de pobre-chica-la-que-tiene-que-servir.
Fue en este contexto doméstico de escaleras de servicio, recalentados tocaculos de supermercado, conserjes gruñones y modernas cocinas Fagor donde Gracita ejerció su reinado incontestado, convirtiendo en lucrativo negocio cualquier producto en el que apareciera su nombre como una de las estrellas más taquilleras de la historia del cine hecho en España. Los productores se la rifaban y llegó a ganar mucho, mucho dinero durante las décadas de los sesenta y los setenta compartiendo cartel con las vedettes masculinas más populares de la época, como José Luis López Vázquez -con quien llegó a establecer una íntima simbiosis profesional- José Sacristán o el mismísimo Paco Martínez Soria. Su principal arma natural fue una inconfundible voz de pito que ella aprendió a modular al gusto del público, atiplando aún más, si cabía, los matices que provocaban la hilaridad del espectador y convirtiéndose en una caricatura de sí misma, repitiendo hasta la extenuación frases que eran mil y una veces aplaudidas por las plateas. Como complementos imprescindibles, uniforme negro de raso con blanquísima cofia para el servicio, una recatada bata de boatiné -cien veces remendada- para las horas de dulces sueños casi exentos de toda lubricidad, y un abriguito de lana y bolso de escay para las tardes libres o el vermú de los domingos en El Retiro.
Sin embargo, y a pesar de que la immensa mayoría de los papeles que le tocó interpretar correspondían a la chacha alegre y respondona, contrapunto cómico de la acción principal (aunque al final siempre era ella la que se metía al público en el bolsillo), los dos trabajos por los que es más recordada no se ciñen a los parámetros habituales y permiten a Gracita explorar otros terrenos. "Atraco a las tres" (José María Forqué, 1962) nos la mostró convertida en una empleada de banca que se involucra en un atraco chapucero en la misma entidad en la que presta sus servicios para poder comprarse un televisor (uno de los primeros y más codiciados bienes de la incipiente sociedad de consumo de la España de los años sesenta). Arropada por un elenco de primeras figuras de la comedia nacional, Gracita Morales reluce excepcionalmente entre todas ellas en un título histórico, por fortuna dignamente editado en DVD. Por otro lado, "Sor Citroen" (Pedro Lazaga, 1967) resulta el mascarón de proa de la carrera de Morales como la abnegada, dulce, buena y voluntariosa Hermana Tomasa, la hija de un ferroviario que decide tomar los hábitos y que acaba conduciendo el Citroen 2 CV recién adquirido por el convento y con el que sembrará el terror en las calles de Madrid. Junto a ella, una de sus partenaires habituales en el servicio doméstico, Rafaela Aparicio, aquí vestida también con las tocas monjiles, y Mari Carmen Prendes como la Madre Superiora a la que quitan el sueño las dieciocho letras que la institución debe asumir para pagar el vehículo. Lágrima fácil a discreción y otro taquillazo de antología.
Existe aún otro arquetipo explotado de manera frecuente por la actriz, aunque siempre desde un enfoque casi infantil desprovisto de cualquier referencia al sexo. Como la misma Gracita diría, sus pilinguis son buenas chicas que buscan una salida fácil a la penuria económica sabiendo muy bien que un físico excepcional no forma parte de la mercancía que ofrecen. A cambio, ponen en su escaparate un buen corazón -del que casi siempre se aprovechan vilmente los clientes más desaprensivos del cabarete- y mucha conversación picante burdamente aprendida en horas y más horas de infructuoso alterne nocturno. No hay que rascar mucho para darse cuenta de que estas flores del mal interpretadas por la Morales son las mismas asistentas pueblerinas que han decidido cambiar de profesión, desesperanzadas por no haber conseguido casarse o hartas de servir en casas ajenas. En este sentido, son especialmente memorables sus personajes en la adaptación de la aplaudida obra de Miguel Mihura "Maribel y la extraña familia" (José María Forqué, 1960) o, especialmente, en "Pepa Doncel" (Luís Lucia, 1969), junto a otras descocadas Aurora Bautista y Mercedes Vecino al son del texto de Jacinto Benavente.
Los setenta marcaron el declive de la industria que había gobernado en el cine español durante la década anterior, con el ascenso de nuevos realizadores y guionistas independientes a los que la llegada de la democracia facilitó poder tocar temáticas impensables unos pocos años atrás. Con todo, Morales continuó al pié del cañón -aunque a trancas y barrancas- hasta que, a mediados de los años ochenta, dejó de recibir ofertas para trabajar en el cine o en la televisión. Habiendo sido una de las grandes estrellas de las dos décadas anteriores, fue para la actriz un amargo trago ver pasar primero las semanas y luego los meses sin oír el ansiado timbre del teléfono. Víctima de reiterados cuadros depresivos, abusó de los ansiolíticos y dejó que su salud se deteriorara encerrada en la soledad de su domicilio madrileño pasando serios apuros económicos. Cuando sus antiguos compañeros de profesión conocieron su circunstancia, la ayudaron ofreciéndole algunos papeles de reparto en obras de teatro y programas de televisión, pero en ellos la actriz no hizo más que ofrecer una patética imagen que conmovió y entristeció al público, que apenas reconoció a la enérgica y brillante cómica que había sido antaño. Silenciosamente, en 1995, Gracita Morales murió a consecuencia de una insuficiencia respiratoria a los 66 años de edad. Triste final para la que supo, como ninguna otra, divertir a una audiencia que, del mismo modo en que la encumbró a lo más alto, olvidó sin remordimientos su arte único, genial y absurdo que, como dijo de él el realizador José María Forqué, "viene muy bien en el humor porque se contagia".

domingo, 16 de agosto de 2009

Weird Toons # 29: "The Frankenstones"

El tremendo éxito de la serie original de "Los Picapiedra" -emitida en los EUA desde 1960 hasta 1966- y la immensa popularidad de sus personajes en todo el mundo motivó la producción de diferentes spin-offs en los que Fred, Barney, Wilma y Betty continuaron mostrando aspectos de la vida del Hombre de las Cavernas en versión a page right out of History, como señalaba el estribillo de la archifamosa melodía de Hoyt Curtin que abría el singular show animado. En estas nuevas producciones de Hanna-Barbera, que se prodigaron hasta mediados los años noventa, "The Flintstones" serían los anfitriones de numerosos e inéditos personajes, destacando entre ellos los miembros de esta inusual familia que se convertirían en nuevos vecinos de Bedrock, mudándose a una inquietante mansión junto a la casa de Fred y Wilma, una destartalada vivienda con lápidas en el backyard y sobre la que un negro nubarrón descarga constantemente una pertinaz tormenta con rayos y truenos.
La primera aparición de tan peculiar familia tuvo lugar en 1979, en uno de los episodios de "The New Fred and Barney Show" titulado "Fred and Barney Meet the Frankenstones". Esta primera versión de los personajes distaba un tanto de la que resultaría definitiva y reconocible para la audiencia a partir de Noviembre de 1980 en "The Flintstones Comedy Show", programa en el que "The Frankenstones" tendrían su propio segmento semanal y en el que los Picapiedra serían poco más que las estrellas invitadas. La decisión de otorgarles tal distinción fue de los propios Joe Barbera y William Hanna, entusiasmados por la acogida popular del especial "The Flintstones New Neighboors", emitido en Septiembre de ese mismo año y que mostraba la llegada de los Frankenstone a su nueva vivienda, ante el desasosiego de un especialmente histriónico Fred al comprobar el horripilante aspecto y las inquietantes peculiaridades de sus nuevos vecinos.
Los integrantes del clan son Frank Frankestone, un remedo del Monstruo de Frankenstein con mucho del inefable Herman Munster; Hidea, su esposa, inspirada más que remotamente en el personaje de Elsa Lanchester en "Bride of Frankenstein"; Su hijo Freaky, un sano y robusto adolescente americano el cual, obviamente, no ha salido a la familia y, finalmente, la pequeña Atrocia, una encantadora mezcla de Miércoles Addams y algunas variedades tropicales de medusa marina. Completan el cuadro las mascotas de Atrocia, un verdadero catálogo de especies peligrosas y, por supuesto, Rockjaw, una criatura peluda de largos colmillos que devora absolutamente todo lo que se le pone por delante y que hace las veces de compañía canina.Las historias de los cartoons de "The Frankenstones" se ceñían al mismo estereotipado formato de las sitcoms de mayor éxito en la televisión americana, con situaciones domésticas en las que las particularidades de los Frankenstone se confrontaban con el convencionalismo y el american way of life imperante en el hogar de Fred y Wilma. Ambos cabeza de familia, Frank y Fred -que mantienen una tirante relación de evidente mala vecindad- viven frustrados por la gran amistad que une a sus esposas y a sus respectivos hijos Freaky y Pebbles, lo que les lleva a colocarse en las más embarazosas situaciones sin darse cuenta de que la raíz del problema es que ambos sufren las consecuencias de tener el mismo mal carácter gruñón y egocéntrico. Esta línea argumental se mantuvo apenas sin cambios remarcables durante dos años, produciéndose, además, otro especial titulado "The Flintstones: Fred's Final Fling" en el que los miembros de la terrorífica familia Frankenstone actuarían como guest stars. Sin embargo, y pese a la buena acogida del público, "The Frankenstones" dejaron de aparecer en la televisión a partir de 1982, siguiendo la funesta tradición de otras creepy families de Hanna-Barbera como "Mr. and Mrs. J. Evil, Scientist" o "The Gruesomes". Debe decirse, eso sí, que fueron los únicos entre todos ellos que consiguieron tener su propia serie de cartoons aunque fuera auspiciada por la más famosa familia prehistórica de todos los tiempos.

sábado, 8 de agosto de 2009

"The Devil's Widow": psicodelia diabólica

En 1969, Ava Gardner, quien llevaba meses residiendo en Londres después de su marcha de España -donde había vivido en Madrid por espacio de doce años- recibió en su domicilio en la capital británica la visita de su viejo amigo de los tiempos de Hollywood el actor Roddy McDowall. Ambos se habían conocido en 1942, cuando McDowall era uno de los "niños prodigio" de la Metro-Goldwyn-Mayer y la joven aspirante a estrella cinematográfica se hallaba en los primeros meses de su infeliz matrimonio con Mickey Rooney. Durante el transcurso de los años su amistad se tornó íntima y siempre mantuvieron un estrecho contacto, a pesar de la distancia geográfica que motivaban los exilios -interiores y exteriores- de Ava Gardner, quien siempre gustó de poner tierra por medio entre ella misma y el Hollywood al que tanto despreciaba. McDowall, huésped habitual en casa de la actriz cada vez que el trabajo o el placer le llevaban a Europa, no llegó solo. En esta ocasión le acompañaba el productor Alan Ladd Jr., con quien el actor británico iba a rodar su primera película como realizador, basada en una leyenda popular del norte de Escocia que daría origen al guión de "La Viuda del Diablo".Posiblemente, fue el compromiso y la amistad con McDowall antes que un auténtico interés profesional lo que motivó que Ava Gardner aceptara ser la protagonista de la cinta, en la que interpretaría a Michaela Cazaret, viuda de un magnate multimillonario que vive rodeada de una corte de hermosos jóvenes de ambos sexos a los que tiraniza y mima con la misma obsesiva intensidad y a los que destruye sin miramientos cuando no se doblegan a sus exigencias y caprichos. Esta pseudo-mantis religiosa vive horrorizada por la previsible llegada de la vejez y la enfermedad, pretendiendo que el constante contacto con sus acompañantes retrasará lo que es inevitable, convirtiéndose, así, en un vampiro psíquico que se alimenta de la juventud y la salud de sus consentidos. Por supuesto, y reconociendo la idiosincrasia del personaje -a distancias astronómicas de cualquier cosa que hubiera hecho anteriormente la actriz- McDowall y Ladd debieron esforzarse considerablemente en vender la historia a una Ava Gardner aturdida ante lo que ella debió creer una alucinación de su buen amigo. El tono outré del argumento no fue el único obstáculo que Gardner debió vencer, ya que se sentía intimidada por tener que trabajar junto a actores y actrices veinticinco años más jóvenes que ella, hecho que agravaba su proverbial timidez. McDowall confesó, años más tarde, que la primera reacción de Ava fue espetarle "¡voy a ser la más vieja!".
Por descontado, y conociendo el carácter de la actriz, Ava adoró a sus jóvenes partenaires, a los que acabó llamando "mis niños". Entre todos ellos, el papel coprotagonista iba a ser para el actor inglés Ian McShane, atractiva y emergente figura del panorama europeo que contaba con tan solo seis trabajos anteriores en el cine desde su debut en 1962. McShane interpretaría al amante de la peligrosa viuda, por parte de la cual acabará sufriendo una horrible venganza al osar abandonarla por la hija del párroco local (Cyril Cusack), papel que se encomendó a una todavía desconocida Stephanie Beacham. Ava Gardner -en las primeras escenas de cama de su ya larga carrera- y Ian McShane comparten tórridos días de amor y sexo bajo la atenta vigilancia del secretario personal de la señora Cazaret, interpretado por el excelente actor británico Richard Wattis como el frío e impasible lacayo encargado de suministrar materia prima humana para el constante bienestar de su ama.
"La Viuda del Diablo" es la trasposición moderna de la antigua leyenda escocesa de Tam Lin, balada de la que el folklorista Francis James Child recogió catorce diferentes versiones en su libro The English and Scottish Popular Ballads. La historia de la poderosa hechicera que ve perdido el amor de su caballero arrebatado por una hermosa joven mortal de rubia cabellera inspiró el guión de William Spiers y del propio McDowall, que este último aderezó con elementos rabiosamente sixties en los que no se escatimaron medios para ofrecer una imagen acorde con el auge que la psicodelia y el consumo de drogas alucinógenas estaban experimentando en el mundo entero. Desde los veloces vehículos que aparecen en la escena inicial hasta el vestuario de todo el reparto, la cinta destila un evocador aroma brit-pop que arrastra al espectador y le hace esperar que, en cualquier momento, aparezcan tras de una cortina Sandie Shaw o Petula Clark. El guardarropía de Gardner, en el mismo sentido, se supera a sí mismo con piezas de vestuario que van de la sencillez más absoluta al delirio más enloquecido (no hay más que ver la fotografía sobre estas líneas), especialmente en las escenas oníricas del final de la película, notablemente influenciadas por los estudios realizados en la época sobre los efectos del LSD.
Tristemente, y a pesar de los muchos valores intrínsecos que atesora el film, "The Devil's Widow" resultó un sonoro fracaso en la taquilla que amedrentó a Roddy McDowall hasta el punto que nunca más volvió a ponerse detrás de una cámara. Considerada por la crítica poco menos que un capricho de su realizador y tildada de excesivamente vanidosa, la película sufrió las consecuencias de una penosa exhibición que la llevó a estrenarse en los Estados Unidos muy tardíamente, en 1972, de la mano de la American International Pictures (AIP), la compañía del legendario Roger Corman. La copia americana, para colmo de males, fue sensiblemente recortada por el taimado Corman -que la consideró de excesivo metraje- estrenándola con frases de publicidad del tono de "La gran bacanal del exorcismo, con Ava Gardner como anfitriona". La aberración llegó hasta tal punto que Roddy McDowall declaró que su obra estaba "irreconocible". Esta mutilación conferida a su material le llevó a remontarla de nuevo para ser proyectada en Gran Bretaña en 1977, siendo distribuida por la Commonwealth. El encomiable intento tampoco funcionó y la película fue olvidada, convirtiéndose en una extrema rareza no repuesta en las salas de exhibición y nunca emitida vía televisión. Afortunadamente, durante los años ochenta, "La Viuda del Diablo" fue editada en vídeo en diferentes países, aunque la calidad de los masters utilizados dejaron bastante que desear usándose, además, la versión cortada que se exhibió en Estados Unidos. En España fue lanzada en formato Betamax para su explotación en el mercado de alquiler bajo el desvirtuado y manido título "Sabor de Mujer", traducción literal de "Sapore di Dona" que fue el que se le adjudicó en su estreno en Italia, país con una histórica y remarcable tendencia a cometer desacatos infames con el retitulado cinematográfico. Es posible que, con el tiempo, alguien decida recuperarla -por fin- en su calidad original y en formato DVD como muestra de desagravio hacia uno de los productos más curiosos e inclasificables, casi podría decirse que underground, del cine británico de la década de los sesenta.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Tab Hunter, el efebo rubio de Hollywood

La década de los cincuenta no fue, precisamente, una época en la que Hollywood careciera de testosterona. De hecho, fueron años en los que el cine americano gozó de considerables dosis de masculinidad plasmada en el celuloide, por primera vez de manera no encubierta y permitiendo a sus estrellas más representativas hacer alarde de su físico excepcional. Una cierta e inevitable liberalización de las costumbres en la sociedad americana permitió a la industria cinematográfica empezar a mostrar toda la carne que décadas de oscurantismo -ejemplificado en el castrante reinado del Código Hays- habían ocultado o, en el mejor de los casos, disfrazado con pretextos historicistas que intentaban justificar la ausencia de ropa en el elemento masculino que se exhibía desde la pantalla. Actores como Rock Hudson, Hugh O'Brien, George Nader, Guy Madison, Rory Calhoun o Aldo Ray -por citar nombres muy representativos- comenzaron a mostrar muslo y pechuga no solamente en sus apariciones cinematográficas, sino también -y de un modo mucho más evidente- en revistas como Modern Screen, Motion Picture, Screenland o Movie Fan, que se nutrían de tórridas imágenes que ilustraban, muy a menudo, rumores de sibilina crueldad, generalmente infundados.
De entre toda esta pléyade de Adonis que florecieron al calor de las playas californianas cercanas a la Meca del Cine merece destacarse a Tab Hunter, hermoso ejemplar made in America que apareció por vez primera en la gran pantalla en 1950 con un producto dirigido por Joseph Losey, "The Lawless", y que mantuvo - a veces, con evidentes dificultades- una carrera llena de tropiezos en la que brillan, eso sí, impagables momentos de indudable stardoom. Hunter, con un físico sensacional muy acorde con la moda de aquellos años en los que comenzaron a emerger los primeros ítems de la cultura pop y en los que la comedia para teenagers era un género a explotar que daría, con el tiempo, pingües beneficios, se convirtió en una de las apuestas de una industria consciente del cambio experimentado en los gustos del público y de la nueva escala de valores de una sociedad que comenzaba a dejar atrás los horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial.
Nacido Arthur Kelm en 1931, en Nueva York, se trasladó a Los Angeles siendo aún un niño a consecuencia del divorcio de sus padres. Su interés por diferentes deportes -especialmente, el patinaje artístico- comenzó a modelar el cuerpo del que iba a vivir una vez superada la adolescencia, que terminó trabajando como guardacostas justo antes de ser descubierto por el Séptimo Arte. El cine pronto le convirtió en una de las figuras más populares entre el público más joven, colectivo que comenzaba a mostrar una incipiente rebeldía y un desmesurado apasionamiento por el Rock&Roll, la velocidad y el culto al cuerpo, características que se han mantenido -corregidas y aumentadas- hasta la actualidad. En este sentido, la imagen fílmica de Hunter se basó en las preferencias de este sector del público, aunque el auge que experimentó hacia finales de la década le permitió abrirse a otras audiencias, especialmente a partir de sus papeles protagonistas en el musical de Stanley Donen "Damn Yankees" (1958, junto a Gwen Verdon) y en "That Kind of Woman" (1959) en la que compartía cartel con Sophia Loren bajo la dirección de Sidney Lumet.
Antes de estos indiscutibles hits, la carrera de Tab Hunter tuvo como títulos más representativos películas como "Saturday Island", "The Sea Chase" o "Return to the Treasure Island", films que -pese a aparecer junto a estrellas consagradas como Lana Turner o Linda Darnell- no dejaban de ser producciones menores, que Hunter alternaba con frecuentes apariciones de reparto en series de televisión. Mención aparte merece su participación en "Battle Cry", dirigida por Raoul Walsh en 1955 y que puede considerarse su ascenso al estrellato. De esta misma época datan sus incursiones en la canción ligera, llegando a grabar diferentes LP's que se vendieron notablemente bien -por descontado, con la ayuda de su popular y atractiva imagen impresa en las cubiertas- a pesar de que su talento musical se hallaba bastante lejos de poderse comparar al de crooners como Sinatra o Dean Martin, e incluso al de otros cantantes juveniles como Fabian o Frankie Avalon.
Su homosexualidad, eso sí, fue ocultada celosamente por la maquinaria de Hollywood, de la misma manera en que se cubrieron con toneladas de tierra las relaciones de pareja de Rock Hudson y George Nader o, veinte años atrás, de Cary Grant y Randolph Scott. Sin embargo, y curiosamente, las revistas de la época mostraban al actor en actitudes que, en aquella época, podían ser consideradas abiertamente gay: cocinando -ambos ligeros de ropa- junto a Roddy McDowall, en la sauna finlandesa junto a otros jóvenes actores, o chismorreando al teléfono junto a un maquilladísimo John Bromfield que luce un blanco bañador de dudosa masculinidad para los cánones del momento. A pesar de que se le inventaban romances a pares con jóvenes actrices como Debbie Reynolds o Natalie Wood, nadie en Hollywood desconocía su currículum sentimental en el que figuraban caballeros como el actor Anthony Perkins o el jugador de skate Ronnie Robertson, con los que mantuvo largas relaciones sentimentales. Hunter pudo, por fin, sincerarse consigo mismo y con el gran público a partir del momento en que salieron a la luz sus memorias, "Tab Hunter Confidential: The Making of a Movie Star", en 2005. Los años sesenta contemplaron un evidente declive en la popularidad del actor, a pesar de que la década se inició con el estreno en la NBC de "The Tab Hunter Show". El programa se canceló por sus bajos niveles de audiencia y Hunter se vio obligado a trabajar en series de televisión producidas por la misma emisora, como el folletín periodístico "Saints and Sinners". Algunas películas juveniles como "Operation Bikini" o "Ride the Wild Surf" le permitieron seguir llegando a fin de mes, aunque su único trabajo verdaderamente trascendente en aquellos años fue su aparición en un fascinante título del británico Tony Richardson aún no reivindicado, "Los Seres Queridos" (1965). Un triste momento profesional que tuvo su cota más baja cuando apareció en diferentes spaghetti-westerns rodados en Europa, coincidiendo con un corto exilio de los Estados Unidos en el cual el intérprete, tal vez harto de la maledicencia de Hollywood, se refugió en Francia. Durante varios años su nombre apenas se escuchó, hasta que la década de los ochenta llegó de la mano del realizador John Waters con un papel coprotagonista junto al icono pop y musa del realizador de Baltimore Divine en "Polyester", escatológico engendro de resultado discutible pero con el auténtico regusto a transgresión que define la filmografía de Waters, precisamente en su última producción underground antes de caer, definitivamente, en las garras de las majors de Hollywood."Polyester" recuperó, pues, a Tab Hunter de su ostracismo y le dio a conocer a las nuevas generaciones convirtiéndole en un actor de culto, en un superviviente del Hollywood dorado que paseaba su pátina glamourosa por producciones independientes como "Lust in the Dust" (1985, también junto a Divine), alucinante western dirigido por Paul Bartel, especialista en productos de bajo presupuesto en cuya carrera se encuentran perlas fílmicas como la considerable "Eating Raoul". Por lo demás, Tab Hunter había conseguido dotar a su existencia de la tan deseada transparencia pública compartiendo su vida con su compañero Allan Glaser (con quien, por cierto, coprodujo "Lust in the Dust") en su casa de Montecito, California, donde todavía residen hoy en día. Hunter ha visto reeditados en CD sus éxitos musicales de los cincuenta y se encuentra, actualmente, colaborando activamente en el rodaje de un documental dirigido por Jeffrey Schwarz, "I'm Divine", sobre la vida de la que fue una de sus más famosas partenaires en la pantalla.

domingo, 2 de agosto de 2009

Florence Bates, la ricachona impertinente

Como tantísimas veces ha ocurrido en la historia del show business, fue para el gran público un rostro difícil de asociar a un nombre. Sin embargo, sus rasgos llegaron a convertirse en familiares para la audiencia, que a menudo la consideró el aliciente más interesante de muchas producciones mediocres a las que aportó su gran capacidad interpretativa y su vis cómica, en la línea de otras Grandes Dames -Norma Varden y Margaret Dumont serían los ejemplos más significativos- que explotaron su empaque aristocrático haciendo equilibrios sobre la cuerda que separa la majestuosidad del más absoluto ridículo. Así, Florence Bates fue una de estas señoronas encopetadas que aportaron a la comedia cinematográfica inolvidables momentos de especial brillantez, a menudo merendándose tranquilamente a los protagonistas del film a los que robaba escenas con total impunidad y con la más absoluta connivencia del público. Descubierta por Hollywood en la primera película americana del maestro Hitchcock, "Rebecca", Bates comenzó su carrera en la gran pantalla de manera tardía, a los cincuenta años, después de haber ejercido como abogada, como anticuaria, como locutora de radio e, incluso, como panadera. Todo un curioso currículum para una actriz que, a diferencia de otras intérpretes de su generación que acabaron pasándose al mundo del cine, no tenía tras de sí el sólido y laureado background teatral acostumbrado. Nacida en 1888 en San Antonio, Texas, hija de unos emigrantes judíos, la pequeña Florence Rabe enseguida mostró unas enormes aptitudes para el piano, pero una lesión en una mano dio al traste con sus aspiraciones de convertirse en una gran concertista. Florence, entonces, cambió la música por los números, graduándose en Matemáticas en la Universidad de Texas. En 1909 se casó por primera vez y tuvo a su hija. Cuando su matrimonio acabó en divorcio, Florence estudió Derecho convirtiéndose, a los 26 años, en la primera mujer abogado de su estado natal. A la muerte de sus progenitores, la futura actriz colgó la toga para ayudar a su hermana en el negocio familiar que su padre había fundado, una tienda de antigüedades, al tiempo que comenzó a trabajar en la radio como locutora bilingüe en programas que pretendían mejorar las relaciones entre los Estados Unidos y Méjico. Las hermanas Rabe cerraron la tienda cuando Florence se casó, en 1929, con el rico petrolero tejano William F. Jacoby. No obstante, la alegría duró poco y, cuando Jacoby perdió toda su fortuna, la pareja se mudó a Los Angeles donde abrieron una panadería. Florence despachó incansable pastries, muffins, rolls y pretzels que ellos mismos horneaban, aunque su carácter inquieto la llevó, a mediados de los años treinta, a presentarse a una audición para el papel de la Señora Bates en la adaptación teatral que el Pasadena Playhouse preparaba de la obra de Jane Austen "Emma". Consiguió el papel, y decidió seguir la carrera de actriz en la famosa compañía, adoptando como nombre artístico el de su primer personaje en las tablas. Florence Rabe sería, a partir de aquel momento, Florence Bates.
En 1939, Alfred Hitchcock, recién importado de Inglaterra por el productor David O. Selznick para dirigir la adaptación de la novela de Daphne du Maurier "Rebecca", vio en Bates las condiciones idóneas para hacerse cargo de un personaje episódico, pero ciertamente destacado, de la película. El papel de la rica, impertinente, histriónica y prepotente Edythe van Hooper parecía expresamente escrito para ella, por lo que la actriz bordó su composición sentando las bases de lo que serían sus futuros personajes cinematográficos, la mayoría de ellos remedos de su singular dowager hitchcockiana escritos con mayor o menor fortuna. En cualquier caso, Bates opaca por completo a la pareja protagonista, Joan Fontaine y un sombrío Laurence Olivier, durante su aparición en los primeros veinte minutos de proyección del film, creando un arquetipo de harpía high class consentida, vana y superficial que encantó al público y que le valió el reconocimiento immediato de la crítica internacional.
Durante las siguientes tres décadas, Florence Bates trabajó principalmente para el cine con incursiones recurrentes en los escenarios. Siguió, así, ofreciendo su particular y, en ocasiones, histriónico retrato de rica matriarca dominante que, a veces, conseguía evitar con papeles como el de la hostelera Molly Veech en "Whistle Stop" (1946), o en su aparición como la mujer hambrienta de la estación de tren en "Since You Went Away" (1944), el planfleto propagandístico rodado en plena Segunda Guerra Mundial por John Cromwell. En ambas ocasiones, así como en algunas más que se pueden contar con los dedos de una mano, Bates consigue apartarse de su registro habitual para soltarse en papeles que precisaban de una distinta introspección, frecuentemente metida en la piel de criadas o caseras. Pero, por lo general, Bates continuó vistiendo las trazas de su eterno personaje en películas de éxito como "Heaven Can Wait", "Mr. Lucky", "We Were Dancing", "The Secret Life of Walter Mitty" o "Cluny Brown". Es curioso, por cierto, constatar que en muchas de estas apariciones fílmicas su nombre no se refleja en los títulos de crédito, pese a haberse convertido en una de las más populares actrices de reparto de la década de los cuarenta.
La televisión llegó a la carrera de Florence Bates a partir de 1950, apareciendo regularmente en series como "Dick Tracy", "The George Burns and Gracie Allen Show", "I Love Lucy", "Four Star Playhouse" o "Our Miss Brooks". Durante aquellos años, se dedicó exclusivamente a la pequeña pantalla y a colaborar con la Pasadena Playhouse, la compañía en la que comenzó su carrera como actriz. Bates nunca olvidó sus inicios profesionales y, por ello, se esforzó en ofrecer ayuda y consejo a los jóvenes nuevos talentos de la compañía y en dar lecciones y conferencias sobre Arte Dramático. Sin embargo, la muerte de su marido en 1951 hizo declinar su propia salud y su estado de ánimo, circunstancia que desembocó en su fallecimiento en 1954 víctima de un ataque cardíaco.