jueves, 4 de septiembre de 2008

"You can't fight against the fate, honey"

Lo he intentado. Puedo jurar sobre la primera edición del Rubaiyat que lo he intentado con todas mis fuerzas. Pero, como el mismo texto de Omar Khayyam sentencia, "seducirlo no podrás con tu piedad o tu ingenio para lo escrito tachar, o con tus lágrimas borrar, ni una coma ni un acento". Pandora Reynolds acabó aprendiendo, dramática e irreversiblemente, la lección, y María Vargas no llegó a ver, como epitafio grabado en la piedra de la lápida de su tumba en un solitario cementerio italiano, el viejo lema de la familia Torlato-Favrini: Que sara', sara' (algo así como "lo que tenga que ser, será"). En definitiva, no se puede luchar contra el destino, ni contra lo que está escrito, aún no sé si en las páginas de algún manuscrito olvidado por el mismo tiempo o en las inertes partículas de polvo cósmico que flotan, infinitas y eternas, en el vasto, oscuro y vacío Universo.
Ya está hecho. Ya es tarde. Creí que podría evitar abrir esta sección, que sería capaz de mantener a Miss G. en el ámbito del cementerio de los elefantes en el que reposan los restantes cadáveres exquisitos que amo, adoro e idolatro con mística, religiosa y silente devoción. Pero no, porque sus pasos de divino ectoplasma resuenan cada noche, sin descanso, en mi mente antes de dormirme, avivando el fuego del remordimiento como el fantasma del antiguo rey de Dinamarca lo hace con su parricida e incestuoso hermano... Quienes me conocen bien, saben de lo que estoy hablando.
El primer post que publiqué en esta "Caja de Pandora" que un día creé y que se alimenta de mis menguadas y escasas fuerzas se llamaba "Ava Gardner no tiene una calle en Madrid", la presentación de una vieja reivindicación mía y de muchos otros torturados y fieles admiradores de la Beauté sur Terre. Ahora, será el primero de esta nueva sección que dedico a aquella a quien descubrí a mis tiernos catorce añitos y que me ha acompañado desde entonces, fiel y esquiva en tenaz dualidad; de la que escribí un libro, y a la que vi, una vez y fugazmente, una tarde de abril en Londres, hace ya demasiado tiempo.
Posiblemente acabe siendo, una vez más, un retrato sesgado de la realidad, otra colcha de patchwork en la que ir cosiendo fragmentos del mito, del mismo modo en que el arqueólogo intenta recomponer los grisáceos trozos de piedra que, un dia, fueron una bella escultura policromada. O, quizás, no sea así esta vez.
Para ella, para mí, para todos los que os habéis sentido heridos por un exceso de perfección en un rostro y una figura que no habría sido creada para el siglo XX, sino que pertenecería, por derecho propio, a civilizaciones clásicas ya desaparecidas, va este homenaje.