1- SEAN CONNERY:
Sin temor a equivocarme, el que quedará como único referente del personaje cuando se hable del mismo dentro de doscientos años. Connery, dueño de una apostura física sin parangón en los años sesenta, definió magníficamente las características del Bond imaginado por Ian Fleming llevando al límite sus rasgos más viscerales. Su capacidad para el sexo es ilimitada, acompañando a las camas de los mejores hoteles del mundo -Bond no está nunca en su flat de Londres, ni siquiera por casualidad- a las hembras más codiciadas y deseables del espionaje internacional, auténticas mantis religiosas a las que, a menudo, se ve obligado a eliminar después de descargada su -al parecer- portentosa herramienta. Connery introdujo la disciplente manera en que Bond pide a un barman "un Martini agitado, no revuelto", y su famoso latiguillo "me llamo Bond, James Bond", que se convirtió en su tarjeta de presentación desde la primera película de la serie, "Dr. No". Sin embargo, y a pesar de que el éxito del actor fue absoluto desde el primer momento, no se vio libre de las acusaciones de ciertos sectores exageradamente puristas desde los que se le acusaba de haber convertido al elegante y casi aristocrático héroe de Fleming en un robot deshumanizado desprovisto de sentimientos dignos de encomio. El novelista británico, por su parte, apoyó incondicionalmente la transposición fílmica de su creación literaria, aproximando incluso el personaje a su modelo cinematográfico en las sucesivas novelas posteriores. El triunfo de Connery pulverizó todas las expectativas, determinando también el aspecto del James Bond de las viñetas del comic de insuperable resultado gráfico dibujado por Horak a partir de 1963.
Indiscutiblemente, mucho debe atribuirse a un nada velado erotismo el éxito de "Agente 007 contra el Dr. No", donde un recurrentemente descamisado Connery -haciendo honor a la gloriosa tradición americana del beefcake de amplio predicamento, por otro lado, entre la comunidad homosexual- se veía acompañado por la suiza Ursula Andress, entonces en el apogeo de su rotunda belleza física y apenas cubiertas sus partes más púdicas por un minúsculo bikini blanco. Los productores británicos del filme, Harry Saltzman y Albert R. Broccoli, propietarios de los derechos de casi toda la obra de Ian Fleming (a excepción de "Thunderball", propiedad de Kevin McClory, y de "Casino Royale", en manos de Charles K. Feldman), vieron en la poderosa carga sexual del actor escocés una de las principales bazas a tener en cuenta para las sucesivas entregas de la serie, y procuraron rodearlo de féminas de turbadora presencia como la italiana Daniela Bianchi, la británica Honor Blackman o la nipona Akiko Wakabayashi, con las que Bond ponía en práctica sus rituales de amor y muerte para regodeo y satisfacción de las plateas del mundo entero. En el caso de Blackman, por cierto, su personaje de Pussy Galore en "Goldfinger" resulta ser la roca lésbica contra la que casi se estrellan los deseos del macho, el cual, por supuesto, consigue al final que los estrógenos de la interfecta vuelvan al cómodo redil de la heterosexualidad.
Así, el Bond de Connery representa la esencia clásica e indestructible del mito, sostenida por producciones con un delicioso regusto a sixties y a Guerra Fría, y al comienzo imparable y aterrador de la era tecnológica con fondo de canciones de Tom Jones y Shirley Bassey. Pero después de seis grandes éxitos encarnando a James Bond ("Agente 007 contra el Dr. No", 1962; "Desde Rusia con amor", 1963; "Goldfinger", 1964; "Operación Trueno", 1965; "Solo se vive dos veces", 1967, y "Diamantes para la eternidad", 1971), parecía que la fulgurante carrera de Sean Connery se vería irremisiblemente fagocitada por la extraordinaria popularidad de un único personaje, del mismo modo en que mucho antes había ocurrido con Tarzán-Johnny Weissmuller y con Drácula-Bela Lugosi. Sin embargo, la inteligencia intuitiva de Connery supo alternar su alter ego cinematográfico con papeles en producciones de distinto calibre en los que pudo ir exhibiendo su gran versatilidad.
Connery, pues, trabajó con directores como Basil Dearden, Alfred Hitchcock y Sidney Lumet, cimentando su prestigio actoral más allá de la máscara del agente secreto 007. La carrera de Connery, modélica teniendo en cuenta el peligro inherente que corrió en su reiteración como James Bond, es un ejemplo de eclectismo en el que destacan títulos pertenecientes al más clasista cinema de qualité y joyas de la ciencia-ficción, mezclados con tormentosos melodramas en los que compartió cama y cartel con damas como Lana Turner o Gina Lollobrigida. Incluso se permitió el lujo, en 1983, de retomar el personaje que le hizo famoso en "Nunca digas nunca jamás", aunque ya luciendo un pésimo peluquín al lado de la estrella del momento, la bellísima Kim Basinger. Hoy en día, Sean Connery es un nombre sinónimo de calidad actoral, que lo mismo acompaña a Indiana Jones en sus aventuras arqueológicas por los rincones más recónditos de la Tierra que se mete en la piel del explorador Alan Quatermain en un producto de la era digital como "La Liga de los Hombres Extraordinarios". Y todo ello, sin el menor atisbo de remordimiento, sabedor de que su extraordinario background le avala desde las enciclopedias de cine.
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